Estaba estudiando a los caballeros con ojo crítico. Había muchos, de todas las edades y condiciones. Algunos le devolvieron la mirada pese a su disfraz, que debía de ser especialmente desagradable. No vio a ninguno en concreto que le gustara. Claro que tampoco era obligatorio que le gustara el caballero que se encargaría de llenar sus bolsillos vacíos.

De repente, se fijó en dos caballeros en particular, y no solo porque eran jóvenes y apuestos, que lo eran, sino porque había tal contraste entre ellos que creyó estar contemplando a un demonio y a un ángel.

El demonio era el mayor de los dos. Calculó que rondaría los treinta y cinco años. Era moreno de piel y de pelo, de rostro apuesto, aunque su gesto era adusto, y de ojos negros. Parecía un hombre peligroso, y se estremeció ligeramente pese al intenso calor que sentía.

El ángel era más joven, seguramente incluso más joven que ella. Tenía el pelo rubio y una belleza clásica, con facciones simétricas y gesto sincero y simpático. Tanto su boca como sus ojos, que estaba convencida de que eran azules, daban muestras de que sonreía a menudo.

Su mirada se demoró en el ángel. Era alto y estaba muy elegante sobre su montura, haciendo alarde de unas musculosas piernas, gracias a los ajustados pantalones de montar de color crema y las botas negras, que se abrazaban a los flancos del caballo. Era delgado, pero la chaqueta verde oscuro dejaba claro que tenía un cuerpo proporcionado. Se amoldaba a su cuerpo como una segunda piel, y estaba segura de que a su ayuda de cámara le había costado la misma vida ponérsela.

Tanto el ángel como el demonio se habían fijado en ella y la estaban mirando. El demonio dejaba ver su admiración sin disimulos, mientras que el ángel parecía mirarla con cierta compasión por su viudez.

Sin embargo, en ese momento vieron a un conocido que los distrajo. En realidad eran dos personas, ambas a caballo, una dama muy elegante y un caballero que parecía imposible que fuera tan guapo.

El ángel sonrió.

Y tal vez selló su destino.

Tenía un aire de inocencia que armonizaba con su aspecto angelical. Sin duda alguna era un hombre muy rico… En ese momento se percató de que las damas que caminaban tras ella estaban hablando de él.

– ¡Ay! -suspiró una de ellas-. Ahí está el conde de Merton con el señor Huxtable. ¿Habéis visto a un hombre más apuesto? Además de guapo, es rico y tiene propiedades. Y un título. Y el pelo rubio, los ojos azules, los dientes perfectos y una sonrisa encantadora. No me parece justo que un solo hombre lo tenga todo. Si tuviera diez años menos… y siguiera soltera…

Las cinco damas se echaron a reír.

– Pues yo creo que me quedaría con el señor Huxtable -dijo otra-. De hecho, estoy convencida de que lo haría. Ese pelo tan oscuro, ese aire taciturno y esas facciones griegas… No me importaría que me hiciera una visita a la cama algún día que Rufus no estuviera en casa. -Se produjo un coro de exclamaciones escandalizadas y de risillas.

En ese momento Cassandra miró a Alice y se percató de que había apretado tanto los labios que casi no se le veían y de que tenía las mejillas coloradas.

Un ángel con inocencia, fortuna y título nobiliario, pensó. ¿Había una mezcla más potente?

– Estoy segura de que o bien acabo derretida en el suelo o bien estallo en un millón de pedacitos -comentó-. Y ninguna de las dos cosas me haría gracia. ¿Te parece que nos volvamos a casa, Alice?

– A algunas personas deberían lavarles la boca con jabón -dijo su antigua institutriz mientras atravesaban el prado, donde apenas había gente-. Con razón los niños son tan maleducados, Cassie. Y luego esperan que las institutrices disciplinen a sus criaturitas sin reñirles y sin levantarles la mano.

– Tiene que ser indignante para ti -comentó ella.

Caminaron en silencio un rato.

– Vas a ir a ese baile, ¿verdad? -Preguntó Alice cuando salieron a la calle-. Al de lady Sheringford.

– Sí -contestó-. No tendré problemas para entrar, no te preocupes.

– No me preocupa que no puedas entrar -replicó Alice con sequedad.

Cassandra volvió a sumirse en el silencio. No tenía sentido seguir discutiendo el asunto. Alice debió de llegar a la misma conclusión, porque tampoco dijo nada más.

El conde de Merton.

El señor Huxtable.

Un ángel y un demonio.

¿Asistirían al baile?

Claro que aunque no lo hicieran, muchos otros caballeros sí lo harían.


Cassandra se vio obligada a gastar parte de su menguante y escaso dinero en el alquiler de un carruaje que la llevara a Grosvenor Square a la noche siguiente. No sería sensato recorrer a pie esa distancia de noche, ataviada con sus mejores galas, y sin la compañía de un sirviente. Aun así, no realizó todo el trayecto en carruaje. Le indicó al cochero que la dejara antes de entrar en la plaza y la atravesó a pie.

Había planeado llegar un poco tarde. Pese a ese detalle, había una hilera de elegantes carruajes a la espera de llegar a las puertas de una de las mansiones, resplandeciente por la luz de las velas del interior. Una alfombra roja cubría los escalones y parte de la acera para que los invitados no se mancharan los zapatos.

Cassandra atravesó la plaza, llegó a la alfombra, subió los escalones de entrada y se coló en la casa aprovechando la llegada de un nutrido y ruidoso grupo de invitados. Le dio su capa a un criado, que le hizo una reverencia respetuosa mientras ella murmuraba su nombre, pero que no hizo ademán alguno de ponerla de patitas en la calle. Caminó hasta la escalinata y la subió despacio, junto con otras personas. A esa hora seguro que los anfitriones todavía estaban en la puerta del salón de baile recibiendo a sus invitados, razón del retraso. Justo lo que había esperado evitar llegando más tarde.

Se le había olvidado, si acaso alguna vez lo había aprendido, que para llegar tarde a un acto de la alta sociedad había que llegar tardísimo.

Las personas se saludaban las unas a las otras a su alrededor. Todo el mundo parecía muy contento. Nadie le dirigió la palabra a esa mujer solitaria que aguardaba en medio del grupo. Claro que tampoco gritaron escandalizados ni la señalaron con un dedo mientras exigían que sacaran a rastras a esa impostora. Que supiera, nadie la estaba mirando, claro que como ella tampoco miraba a los demás, no estaba segura de ese punto.

Tal vez nadie la recordara después de todo. Había visitado Londres en dos o tres ocasiones con Nigel, y habían asistido a muy pocos acontecimientos juntos. De todas maneras, era muy improbable que alguien la reconociera esa noche.

Esa esperanza no tardó en hacerse añicos. Con voz distante y lánguida, le dijo su nombre a un criado elegantemente ataviado con librea que esperaba junto a la puerta del salón de baile y aunque consultó la lista que tenía en la mano y fue evidente que no encontró su nombre, ella apenas titubeó. Enarcó una ceja y cuando el criado la miró, compuso la expresión más altanera de la que fue capaz, de modo que el hombre acabó diciéndole el nombre al mayordomo que esperaba al otro lado de la puerta y que a su vez lo anunció en voz alta y clara. Todos los invitados presentes en el salón de baile debieron de escucharlo, pensó ella, y lo habrían hecho aun cuando hubieran estado tarareando con los oídos tapados.

– Lady Paget -anunció el mayordomo.

Y con esas dos palabras se desvaneció su esperanza de mantener el anonimato.

Cassandra procedió a estrecharles la mano a la dama de pelo oscuro que supuso que era la condesa de Sheringford y al apuesto caballero que tenía al lado, que debía de ser el infame conde. Sin embargo, no tuvo tiempo de observar a la pareja a placer. Le hizo una reverencia al anciano que estaba sentado junto a ellos. Supuso que se trataba del ermitaño marqués de Claverbrook.

– Lady Paget -la saludó la condesa con una sonrisa-, estamos encantados de que haya podido venir.

– Disfrute del baile, señora -dijo el conde, también con una sonrisa.

– Lady Paget -dijo el marqués con voz gruñona al tiempo que inclinaba la cabeza.

Estaba dentro.

En un abrir y cerrar de ojos.

Aunque su nombre la había precedido.

Tenía el corazón a punto de salírsele del pecho, de modo que abrió el abanico y comenzó a abanicarse con gesto lánguido mientras se adentraba en el salón de baile caminando despacio. No fue fácil. La estancia estaba abarrotada. Las cinco damas del día anterior habían estado en lo cierto al afirmar que irían muchas personas, aunque solo fuera por la malsana esperanza de ver cómo el matrimonio que habían visto celebrarse tres años atrás hacía aguas.

Su primera impresión de los condes había sido buena. Tal vez porque podía identificarse con su notoriedad y conocía perfectamente el dolor que debió de causarles… y que seguramente todavía les causaba.

Estar sola no era una sensación agradable. Todas las damas parecían contar con un acompañante, una pareja o una carabina. Todos los caballeros parecían formar parte de un grupo.

Sin embargo, no solo era su aislamiento lo que la inquietaba. Era la atmósfera del salón de baile. Sintió un escalofrío en la espalda al comprender que otras muchas personas habían escuchado su nombre, además de los condes de Sheringford y del marqués de Claverbrook. Y aquellos que no lo habían hecho en su momento lo estaban haciendo en ese preciso instante, ya que los susurros corrían rápidamente por el salón. Tan rápidos como la pólvora.

Se detuvo, abrió el abanico de nuevo y empezó a abanicarse muy despacio mientras miraba a su alrededor con la barbilla en alto y una leve sonrisa en los labios.

Nadie la miraba directamente. Y sin embargo todo el mundo la veía. Era una contradicción curiosa, pero muy cierta. Nadie se había apartado de ella mientras paseaba y nadie la evitaba de forma exagerada una vez quieta, pero se sentía aislada en un mar de vacío, como si la rodeara un aura invisible de medio metro de grosor.

Aunque al mismo tiempo se sentía desnuda.

Evidentemente, ya había previsto algo así. Había decidido no utilizar un nombre falso ni su apellido de soltera. Y había ido con la cara descubierta. No tenía un velo negro tras el que ocultarse. Era inevitable que alguien la reconociera.

Sin embargo, no creía que la echaran aunque eso sucediera.

De hecho, toda esa atención bien podría jugar a su favor. Si la alta sociedad había asistido esa noche al baile para ver a un hombre que en el pasado se fugó con una mujer casada, ¿no encontraría muchísimo más fascinante a la asesina del hacha? Era consciente de que los rumores y los cotilleos preferían esa descripción de su persona a cualquier aproximación a la verdad.

Miró a su alrededor de forma deliberada, convencidísima de que nadie iba a devolverle la mirada y a pillarla. No reconoció a nadie. Se concentró en los caballeros, y se dio cuenta de la difícil tarea que se había impuesto. Había jóvenes y viejos, y de cualquier edad intermedia, y todos iban de punta en blanco. Sin embargo, no había modo de saber quiénes estaban casados y quiénes solteros, quiénes eran ricos y quiénes pobres, quiénes tenían firmes valores morales y quiénes eran unos libertinos… y quiénes se encontraban en algún estadio intermedio en dicha escala. No disponía de tiempo para averiguar lo que necesitaba saber antes de tomar una decisión y pasar a la acción.

Y en ese momento su mirada se posó en una cara familiar. En realidad, en tres caras. Allí estaba el demonio del día anterior, con el mismo aspecto satánico vestido con el traje de gala negro. A su lado estaba la amazona del paseo, con la mano sobre su brazo, riendo y hablando. El caballero que le pareció tan exageradamente guapo observaba la escena con una sonrisa alegre en los labios.

El demonio la miró desde el otro lado de la estancia, directamente a los ojos. Cassandra movió despacio el abanico y le devolvió la mirada. El hombre enarcó una ceja antes de inclinar la cabeza para decirle algo a la dama, que se echó a reír de nuevo. Supuso que no estaban hablando de ella.

El demonio era el señor Huxtable. Siguió mirándolo un poco más. Le había proporcionado una excusa, que ella podría utilizar más adelante si no se le presentaba nada mejor.

«Antes le vi mirándome, señor -podría decirle-. Y desde entonces no dejo de pensar si nos hemos visto antes. Por favor, sáqueme de dudas.»

Ambos sabrían que no se habían visto antes, y él sabría que lo había hecho de forma intencionada. Sin embargo, ya tendría la puerta abierta y se aseguraría de que el señor Huxtable la atravesara.

Salvo por el hecho de que estaba convencida de que era un hombre peligroso. Y al fin y al cabo, ella no era una cortesana experimentada. Solo era una mujer desesperada que se sabía atractiva a ojos de los hombres. Esa característica le había parecido una desventaja durante años. Esa noche la convertiría en una ventaja.