Dejó de mirarlo y siguió con su escrutinio. Y en ese momento, justo al otro lado del salón, vio a su ángel.

Parecía incluso más guapo que el día anterior en el parque. Iba ataviado con un frac negro, unas calzas plateadas, un chaleco bordado, una prístina camisa blanca, y corbata y medias de ese mismo color. Era alto y de constitución perfecta, delgado pero musculoso en los lugares precisos. Su pelo rubio, aunque corto y bien peinado, tenía tendencia a rizarse y daba la impresión de que estaría alborotado sin una mano experta. También parecía un resplandeciente halo alrededor de su cabeza.

Estaba con una dama y un caballero tan parecido al señor Huxtable que tuvo que mirar de nuevo al susodicho a fin de comprobar que no había atravesado a toda velocidad el salón para colocarse delante de ella. Sin embargo, ese hombre no iba vestido de negro y su rostro era mucho más agradable. Aunque podían ser hermanos. Incluso gemelos.

Miró una vez más al ángel, al conde de Merton. Era el único caballero del salón del que sabía algo. Si se fiaba de los comentarios de las cinco damas del parque, y ya habían acertado al predecir el éxito del baile, era un hombre muy rico. Y estaba soltero.

Y tenía un aura de inocencia. ¿Eso era algo bueno o malo?

En ese preciso instante, tal como le había sucedido con el señor Huxtable, sus ojos se encontraron a través de la distancia.

El ángel no le sonrió. Ni tampoco enarcó una ceja con gesto burlón. Se limitó a mirarla de frente mientras ella se abanicaba y le regalaba una ligera sonrisa antes de arquear las cejas. El conde inclinó ligeramente la cabeza a modo de saludo… y alguien se interpuso entre ellos, bloqueándole la visión.

Le latía el corazón con fuerza. El juego había comenzado. Ya había hecho su elección.

Por fin llegó la hora de comenzar el baile, aunque calculó que no llevaba más de cinco o diez minutos en el salón. Los condes de Sheringford salieron a la pista y los demás los imitaron. El conde de Merton, según comprobó, estaba en la línea de los caballeros y le sonreía a su pareja de baile, una jovencita muy guapa. La orquesta, tras recibir la señal, tocó un acorde y las damas hicieron una reverencia que fue correspondida por los caballeros. Comenzó una alegre contradanza.

Por su parte, Cassandra retomó el atento escrutinio de los caballeros presentes mientras ese mar de vacío que la rodeaba parecía expandirse.


Stephen había cenado en Claverbrook House con sus hermanas y sus cuñados, y también con el marqués de Claverbrook y con sir Graham y lady Carling, el padrastro y la madre de Sherry.

Meg estaba nerviosísima por el baile. Estaba convencida de que nadie asistiría, a pesar de que todo el mundo le había dado la razón a Monty cuando afirmó que habría que echar abajo las paredes del salón de baile antes de que acabara la noche para dejar espacio a todos los que querían entrar.

Y a pesar de que casi todo aquel que había recibido una invitación había confirmado su presencia.

El baile había sido idea de Meg. En palabras de su hermana, no tenía sentido regresar a la ciudad ese año si iban a entrar a hurtadillas en Londres con la esperanza de que nadie se diera cuenta. Lo mejor era coger el toro por los cuernos y organizar un gran baile en plena temporada social. El abuelo de Sherry, que llevaba años sin salir de casa antes de que Meg se casara con su nieto y que desde entonces tampoco se prodigaba mucho salvo por sus frecuentes y largas visitas al campo, los sorprendió a todos al ofrecer Claverbrook House para celebrar el acto antes de que Elliott o Stephen mismo pudieran ofrecer sus residencias londinenses.

Después de la cena, Meg se convirtió en un manojo de nervios. Al menos, hasta que los invitados comenzaron a llegar… y siguieron llegando y llegando hasta que los primeros en llegar empezaron a preguntarse cuándo daría comienzo el baile propiamente dicho.

Por supuesto, hubo una gran distracción que hizo que todo el mundo se olvidara de la larga espera. Alguien se había colado. Una mujer que había aparecido escandalosamente sola. Una dama que poseía el título de baronesa, lady Paget. También era muy famosa, aunque la palabra se quedaba corta. Había matado a su marido un año atrás. O ese era el rumor que le llegó a él.

Con un hacha.

– Pues yo lo dudo mucho -afirmó Vanessa, la duquesa de Moreland, a Elliott y a él mismo. Se encontraba entre ambos a la espera de que Meg y Sherry abandonaran la recepción para abrir el baile-. ¿Cómo pudo coger un hacha sin que los jardineros se lo impidieran o le preguntaran qué quería hacer para evitarle el trabajo? Sería imposible que les dijera que iba a descuartizar a lord Paget, ¿verdad? Ni tampoco pudo preguntarles si eran tan amables de ahorrarle el esfuerzo. Además, a menos que sea una mujer muy fuerte, no habría sido capaz de levantar el hacha lo suficiente para herirlo por encima de los tobillos.

– En eso tienes razón -comentó Elliott con voz risueña.

– Y si de verdad lo mató -prosiguió Vanessa- y si hay pruebas de que lo hizo… Vamos, si hay alguien que la vio blandir el hacha… ¿por qué no la han detenido?

– Lo habrían hecho sin pérdida de tiempo -contestó Elliott-. Y posiblemente no habría tardado en acompañar a su difunto marido en su último viaje… llevando un bonito collar en torno al cuello. Desde luego que no estaría en el salón de baile de Claverbrook House en busca de alguien con quien bailar.

Vanessa le echó una mirada suspicaz a su marido.

– Te estás riendo de mí -lo acusó.

– En absoluto, amor mío. -Elliott le cogió una mano y se la llevó a los labios, guiñándole un ojo a Stephen mientras lo hacía.

– Pues yo estoy contigo, Nessie -dijo Stephen-. Creo que podemos descartar el detalle del hacha. Y tal vez todo lo demás. Solo espero que su inesperada aparición no arruine el baile de Meg.

– Será la comidilla durante semanas -vaticinó Elliott-. ¿Qué anfitriona podría pedir un entretenimiento mejor? Apostaría lo que fuera a que ya ni recuerdan de lo que acusan al pobre Sherry. Sus supuestos crímenes quedarán eclipsados por la asesina del hacha. Ciertamente, creo que deberíamos darle las gracias a la dama en persona.

Vanessa le lanzó otra mirada suspicaz a su esposo y Stephen miró hacia donde se encontraba lady Paget de pie, rodeada por un espacio vacío como si las personas que se encontraban más cerca de ella esperasen que sacara un hacha de debajo del vestido y comenzara a asestar golpes.

La había mirado una vez, cuando el rumor le llegó y alguien le indicó de quién se trataba. No quería que la pobre mujer se creyera el centro de todas las miradas.

¿Por qué había cometido la tontería de asistir al baile? Y además sola. Y sin invitación. Claro que si esperaba a recibir alguna, podría esperar sentada en casa el resto de su vida.

Era una mujer alta y voluptuosa. Y el vestido que llevaba no ocultaba sus curvas. Era de un verde esmeralda y caía plisado desde debajo del pecho. Si su figura fuera menos exuberante, las faldas la envolverían sin amoldarse a su cuerpo. Sin embargo, le marcaban la cintura, las caderas y las largas y torneadas piernas. El vestido era de manga corta y su escote dejaba muy poco a la imaginación. Salvo por los largos guantes blancos, el abanico y los escarpines, no llevaba más adornos. No lucía joyas ni plumas en el pelo. Era una idea muy inteligente. Porque su pelo era su rasgo más esplendoroso. Era de un brillante rojo y lo llevaba recogido en la coronilla, salvo por algunos mechones que le caían por el cuello e invitaban a contemplar la cremosa blancura de su piel y el elegante arco de su cuello. Su rostro era la belleza en estado puro, pese a la expresión hastiada, altiva y ligeramente desdeñosa que lucía… Una de las mejores máscaras que había visto. Dudaba mucho que se sintiera tan segura como aparentaba. Era imposible distinguir el color de sus ojos, pero tenían un levísimo sesgo almendrado que los hacía muy intrigantes.

Se había percatado de todos esos detalles cuando la miró por primera vez. Sin embargo, en esa segunda ocasión se dio cuenta de que ella lo miraba con descaro. Resistió el primer impulso, que fue el de apartar la mirada a toda prisa. Seguramente eso fuera lo que estaban haciendo los demás. De modo que le devolvió la mirada. Y ella no la apartó, como había esperado que hiciera. La vio cerrar el abanico muy despacio, enarcar las cejas con gesto arrogante y esbozar una media sonrisa que no alcanzaba a serlo.

La saludó con una inclinación de cabeza justo cuando Carling y su esposa se acercaban a ellos para decirles que el baile estaba a punto de comenzar.

De modo que se marchó en busca de lady Christobel Foley, que había pasado por su lado acompañada de su madre en cuanto entraron en el salón de baile y se detuvo para saludarlo. Antes de que se alejaran, acordaron que la pieza reservada el día anterior en el parque fuera la primera y que bailarían otra pieza más.

Volvió a mirar hacia lady Paget cuando estaba con su pareja de baile a la espera de que la orquesta empezara a tocar. La encontró en el mismo lugar, aunque ya no lo miraba.

Y de repente la reconoció. Aunque aún tenía sus dudas. De todas formas, estaba casi convencido de que lady Paget era la viuda vestida de negro que Con y él habían visto en el parque mientras daban un paseo a caballo.

Sí, sin duda era ella, aunque tenía un aspecto radicalmente distinto.

El día anterior se ocultaba tras un impenetrable disfraz.

Esa noche se exponía abiertamente al asombro y a la crítica de la alta sociedad.

Esa noche solo llevaba el disfraz de su gélida indiferencia, o más bien de su desprecio por la opinión de los demás.

CAPÍTULO 03

La segunda pieza sería la decisiva, se dijo Cassandra. No podía seguir plantada allí toda la noche sin hacer el ridículo… porque de esa forma la dolorosa experiencia habría sido en vano.

Sin embargo, cuando terminó la primera pieza, los condes de Sheringford fueron a hablar con ella. Los vio acercarse y abrió el abanico una vez más. Esbozó una leve sonrisa y enarcó una ceja. Si iban a pedirle que se marchara, no le daría a nadie la satisfacción de verla humillada.

– Lady Paget, pese a todos nuestros esfuerzos por mantener una temperatura agradable en el salón abriendo todas las ventanas, hace demasiado calor aquí dentro -dijo el conde-. ¿Le apetece que le traiga algo de beber? ¿Tal vez un poco de vino, de jerez o ratafía? ¿O limonada?

– Una copa de vino me vendría de maravilla -contestó-. Gracias.

– ¿Maggie? -le preguntó el conde a su esposa.

– Otra para mí, Duncan -respondió la condesa, que lo siguió con la mirada.

– Su baile es todo un éxito -comentó Cassandra-. Debe de sentirse orgullosa.

– Ha sido un enorme alivio -admitió la anfitriona-. Antes de casarme organicé un sinfín de actos para mi hermano y no me puse nerviosa en ninguna de las ocasiones. Nunca pensaba que pudiera suceder una catástrofe que estropeara el acontecimiento. Este es el primer baile que organizo en Londres desde que me casé hace tres años, y todo parece distinto, sobre todo mi confianza. Tal vez deberíamos haber vuelto antes, pero hemos sido muy felices en el campo con nuestros hijos.

Eso quería decir que ella era la catástrofe que podría arruinar esa noche en particular. Apretó los labios pero no dijo nada.

– Me aterraba la idea de que nadie viniera al baile -prosiguió lady Sheringford-, salvo mis hermanos y mi suegra, aunque era un consuelo saber que todos vendrían con sus cónyuges… salvo mi hermano, claro. Ya que todavía no se ha casado.

– No tendría que haberse preocupado -le aseguró Cassandra-. Las personas con cierta reputación siempre llaman la atención. La gente es curiosa por naturaleza.

La condesa enarcó las cejas y habría hecho algún comentario, pero su esposo regresó en ese momento con las bebidas.

– Tal vez, lady Paget -le dijo el recién llegado mientras ella bebía un sorbo de vino-, pueda concederme el honor de bailar la próxima pieza.

Respondió a la invitación con una sonrisa, que trasladó a la condesa antes de devolverla a lord Sheringford.

– ¿Está seguro de que prefiere bailar conmigo en vez de pedirme que me vaya de Claverbrook House? -le preguntó.

– Totalmente seguro, señora -contestó él con una sonrisa al tiempo que miraba a su esposa.

– Tenemos bastante experiencia con… ciertas reputaciones, lady Paget -comentó la condesa-. La suficiente para no reparar en la de los demás. Sobre todo cuando la persona en cuestión es nuestra invitada.

– Sin invitación -puntualizó ella, que bebió otro sorbo de vino.

– Aunque no tenga invitación -le aseguró la condesa, que se echó a reír de repente-. Conocí a mi esposo durante un baile al que no había sido invitado. Siempre he agradecido que nos encontráramos allí. Quizá no lo habría conocido de no ser así. Por favor, disfrute de la velada. -Alguien acababa de tocarle el hombro y lady Sheringford se giró para ver de quién se trataba.