Era el demonio, comprobó Cassandra… el señor Huxtable.

– ¡Ah, Constantine! -Exclamó la condesa con una cálida sonrisa-. ¡Por fin llegas! Ya me veía como un florero viendo bailar a los demás porque se te había olvidado que tenías que bailar la siguiente pieza conmigo.

– ¿Cómo se me iba a olvidar? -Replicó el señor Huxtable, que se golpeó el pecho con una mano-. Llevo todo el día deseando que llegue este preciso momento, Margaret.

– ¡Hay que ver qué tonto eres! -Lady Sheringford se echó a reír-. ¿Conoces a lady Paget? Señora, le presento a Constantine Huxtable, mi primo segundo.

El señor Huxtable la miró con esos ojos tan oscuros e hizo una reverencia.

– Lady Paget, es un placer -le dijo.

– Señor Huxtable -replicó ella después de saludarlo con una inclinación de cabeza y empezar a abanicarse.

Captó el interés en su mirada, aunque fue muy respetuoso. Sin embargo, decidió que quedaba totalmente descartado. Porque también captó algo desagradable y peligroso en esos ojos, como si estuviera advirtiéndole sin necesidad de palabras que tendría que vérselas con él en caso de que tuviera la intención de arruinar de alguna manera el baile de su prima segunda. Sería un desafío demasiado arriesgado. Si solo fuera un juego, habría resultado interesante. Pero era algo muchísimo más importante.

– Tu baile es todo un éxito, Margaret -le dijo a su prima-. Tal como vaticiné. -Esos ojos negros no la abandonaron mientras hablaba.

Cassandra apuró su copa de vino.

– Creo que la música está a punto de comenzar -dijo lord Sheringford, quitándole la copa vacía de las manos para dejarla en una mesa situada junto a la pared-. Si me permite… -Le ofreció el brazo.

– Gracias. -Aceptó su brazo y dejó que el abanico colgara de la cinta que lo aseguraba a su otra muñeca.

Se preguntó si los condes de Sheringford solo querían reducir los daños que su presencia en el baile podría causarles o si estaban siendo amables de forma sincera. Sospechaba que se trataba de lo primero, pero fuera como fuese les estaba agradecida.

Miró al conde con curiosidad mientras se colocaban en sus posiciones. ¿Cómo fue capaz de abandonar a su pobre novia el día de su boda? Sin embargo, casi se echó a reír al pensar que él podría estar mirándola con curiosidad y preguntándose cómo había sido capaz de matar a su propio marido. Con un hacha, nada menos.

La orquesta empezó a tocar y ella aprovechó para echar un vistazo a su alrededor mientras bailaban. Se habían convertido en el centro de muchas miradas. Las dos personas más infames del salón. Pero ¿por qué mirarlos? ¿Qué creía la gente que iba a suceder? ¿Qué esperaban que sucediera? ¿Creían que el conde iba a cogerla de la mano y que correrían juntos hacia la puerta del salón, protagonizando una irreflexiva huida hacia la libertad?

Esa imagen hizo que sonriera con sinceridad, aunque la sonrisa fue algo desdeñosa. En ese preciso instante sus ojos se encontraron con los del conde de Merton. Estaba bailando con la dama con quien lo había visto hablar antes de que el baile diera comienzo.

El conde le devolvió la sonrisa.

Sí, le había sonreído a ella. Porque después volvió a mirar a su pareja de baile sin reparar en nadie más e inclinó la cabeza para escuchar lo que le estaba diciendo.


Stephen estaba bailando la segunda pieza con Vanessa. La habría bailado con lady Paget si no hubiera invitado previamente a su hermana. Se alegraba muchísimo de que Meg y Sherry hubieran ido a hablar con ella después de la primera contradanza y de que Sherry la sacara a la pista para la segunda pieza de la noche. Sentía mucha lástima por esa mujer.

Aunque tal vez no debiera tenérsela. Donde había humo, siempre solía haber fuego, aunque solo fuera un rescoldo. No creía esa historia de la asesina del hacha, aunque era más una simple descripción que una historia, ya que no había detalles que ampliaran la información. De hecho, no terminaba de creer la historia del asesinato en sí. Lady Paget estaría encarcelada si fuera cierta. Y dado que había pasado más de un año desde la muerte de su marido, a esas alturas ya estaría muerta. La habrían ahorcado.

Puesto que estaba vivita y coleando, y en el baile de Meg, o bien no había asesinado a su esposo o bien no había pruebas fehacientes de que lo hubiera hecho, porque de lo contrario la habrían detenido.

No obstante, parecía lo suficientemente osada como para ser una asesina. Y esa maravillosa melena sugería una naturaleza apasionada y un fuerte temperamento. A pesar de lo que Nessie había comentado sobre la dudosa capacidad de una mujer para blandir un hacha, lady Paget le parecía lo bastante fuerte.

Aunque todo eso no eran más que especulaciones e ideas impropias de él. No sabía nada ni sobre ella ni sobre las circunstancias en las que había muerto su esposo. Y tampoco era de su incumbencia.

De todas maneras, se compadecía de ella porque sabía que casi todos los presentes estaban pensando lo mismo que él y porque muy pocos pondrían freno a dichos pensamientos ni le otorgarían a la dama el beneficio de la duda.

Bailaría la siguiente pieza con ella, decidió, pero eso fue antes de recordar que sería un vals y que a él le gustaba bailarlo con jovencitas, ya que se acercaban más a su ideal de belleza femenina. Ese en especial quería bailarlo con alguna jovencita, porque era la pieza previa a la cena y así podría compartirla con ella. Tenía a varias candidatas en mente, aunque todas estaban muy demandadas y tal vez ya tuvieran comprometido el vals. Algunas, por supuesto, ni siquiera podrían bailarlo porque todavía no tenían el permiso del comité organizador de Almack's. El vals todavía se consideraba un baile demasiado descocado para las jovencitas inocentes.

De modo que decidió bailar con lady Paget la pieza posterior a la cena. Tal vez algún caballero tendría la bondad de bailar con ella el vals o al menos darle conversación durante el mismo. Tal vez ni siquiera se quedara hasta después de la cena. Tal vez se marchara sin que nadie se diera cuenta, consciente de que su reputación la había precedido. Sería un alivio que se fuera. No le apetecía mucho bailar con ella.

La señorita Susanna Blaylock ya le había reservado el vals a Freddie Davidson, descubrió cuando se acercó a ella después de la segunda pieza. La muchacha parecía muy decepcionada dijo que tenía libre la siguiente pieza. Que reservó para él. Por supuesto, era tras la cena.

Y después, antes de que pudiera continuar con su búsqueda de pareja para el vals, unos cuantos conocidos lo introdujeron en su conversación para preguntarle si creía más acertado que uno de ellos comprara una pareja de bayos o una pareja de tordos para su nuevo tílburi. ¿Qué quedaría más lucido? ¿Qué sería más manejable? ¿Y más a la moda? ¿Más rápido? ¿Más adecuado para los colores de su tílburi? ¿Qué preferirían las damas? Se sumó a la discusión y a las carcajadas que esta suscitó.

Si no se alejaba pronto del grupo, pensó al cabo de unos minutos, no quedaría ninguna dama libre con la que bailar… y detestaba no bailar el vals.

– ¿Por qué no uno bayo y otro tordo? -Propuso con una sonrisa-. Eso sí que llamaría la atención que tanto buscas, Curtiss. Ahora, si me perdonáis… -Se giró mientras hablaba y no terminó la frase porque estuvo a punto de darse de bruces con alguien que pasaba a su lado. El instinto hizo que cogiera a la mujer de los brazos para evitar tirarla al suelo-. Le pido disculpas -dijo, y se encontró cara a cara y con los ojos casi a la misma altura que los de lady Paget-. Debería mirar por donde voy.

La dama no hizo ademán alguno por apartarse. Estaba abanicándose muy despacio con un abanino de varillas de marfil talladas con una delicada filigrana.

¡Por Dios, sus ojos eran del mismo color que su vestido! Nunca había visto unos ojos tan verdes y efectivamente eran almendrados. Rodeados por todo ese pelo rojo, resultaban extraordinarios. Sus pestañas eran espesas y largas, un poco más oscuras que el pelo, al igual que sus cejas. Llevaba un perfume que no consiguió identificar, un aroma floral, ni demasiado fuerte ni demasiado dulzón.

– Lo perdono -replicó ella con una voz aterciopelada tan sensual que le provocó un escalofrío.

Ya se había dado cuenta del calor que reinaba en el salón a pesar de que las ventanas estaban abiertas. Sin embargo, no había reparado hasta ese momento en el detalle de que la estancia se había quedado sin aire.

La dama esbozó el asomo de una sonrisa y siguió mirándolo.

En cualquier momento seguiría su camino, fuera el que fuese. No lo hizo. Tal vez porque… ¡ah! Tal vez porque seguía sujetándola por los brazos. La soltó con otra disculpa.

– Hace un momento lo he visto mirándome -dijo ella-. Yo lo miraba a usted, por supuesto, o no me habría dado cuenta. ¿Nos hemos visto antes?

Debía de saber que no se conocían ni de vista. A menos que…

– La vi en Hyde Park ayer por la tarde -contestó Stephen-. Tal vez le resulto familiar porque me vio allí pero no se acuerda. Llevaba luto.

– ¡Pero qué listo es usted! -exclamó ella-. Creí estar irreconocible con el velo. -En su mirada apareció un brillo risueño.

Sin embargo, Stephen no supo si estaba ocasionado por el buen humor o por un inexplicable desprecio.

– Me acuerdo muy bien -añadió lady Paget-. Me he acordado nada más verlo esta noche. ¿Cómo olvidarlo? Cuando lo vi en el parque me pareció usted un ángel, y lo he vuelto a pensar esta noche.

– ¡Caray! -Stephen se echó a reír con una mezcla de vergüenza y buen humor. Parecía que esa noche no estaba muy ágil para conversar-. Mucho me temo que las apariencias engañan, señora.

– Sí, puede ser -comentó ella-. Tal vez cuando nos conozcamos mejor, cambie mi opinión sobre usted… si acaso llegamos a conocernos mejor.

Ojalá su pecho no estuviera tan expuesto ni ella estuviera tan cerca. Sin embargo, se sentiría un poco tonto si daba un paso atrás en ese momento, ya que tendría que haberlo hecho en cuanto le soltó los brazos. Sabía que era imperativo mantener los ojos clavados en su cara.

Lady Paget tenía unos labios carnosos y una boca grande. Posiblemente fuera una de las bocas más apetecibles que había visto en la vida. No, estaba seguro de que no había visto nada igual. Un rasgo que añadir a una belleza ya de por sí perfecta.

– Le pido disculpas una vez más -dijo al tiempo que retrocedía por fin para hacer una ligera reverencia-. Soy Merton. A sus pies, señora.

– Ya lo sabía -contestó ella-. Cuando una ve a un ángel, tiene que averiguar su identidad enseguida. No hace falta que le diga quién soy yo.

– Es lady Paget -dijo-. Encantado de conocerla.

– ¿En serio? -Había entornado los párpados y lo miraba con los ojos entrecerrados. Su mirada seguía siendo risueña.

Por encima del hombro de lady Paget, Stephen vio que las parejas salían a la pista de baile. Los músicos preparaban sus instrumentos.

– Lady Paget, ¿le gustaría bailar el vals?

– Me encantaría… si tuviera pareja.

Y en ese momento la vio esbozar una sonrisa tan radiante que casi retrocedió otro paso.

– Déjeme que lo diga de otra manera. Lady Paget, ¿le gustaría bailar el vals conmigo?

– Me encantaría, lord Merton -contestó ella-. ¿Por qué cree que me he dado de bruces con usted?

Por Dios.

¡Por el amor de Dios! Le ofreció el brazo.

Y ella lo tomó con una mano de dedos largos enfundados en un guante blanco. Tal vez esa mano nunca hubiera blandido un hacha, pensó. Tal vez nunca hubiera sostenido un arma con intención letal. Pero era peligrosa de todas maneras.

Lady Paget era peligrosa.

El problema era que no entendía lo que quería decirle su mente con esa frase.

Iba a bailar el vals con la infame lady Paget… y a cenar con ella después.

Habría jurado que le hormigueaba la muñeca allí donde ella había posado la mano.

Por tonto que pareciera, se sentía demasiado joven, inocentón e ingenuo… y no era ninguna de esas cosas.


El conde de Merton era más alto de lo que Cassandra había creído en un principio. De hecho, le sacaba media cabeza por lo menos. Tenía hombros anchos y el torso y los brazos musculosos. No necesitaba rellenos para aderezar su figura. Era de cintura y caderas estrechas, y piernas largas y fuertes. Sus ojos eran de un azul intenso y parecían sonreír aunque el resto de su cara estuviera serena. Tenía una boca grande y de rictus afable. Siempre había pensado que los hombres morenos eran el epítome del atractivo masculino. Pero ese hombre en concreto era rubio y físicamente perfecto.

Tenía un aroma muy viril, con una nota almizcleña muy suave. Estaba segurísima de que era más joven que ella. También era muy popular entre las damas, cosa que no le extrañaba en absoluto. Había visto que las que no bailaban lo seguían con mirada anhelante durante las dos primeras piezas. Incluso lo miraban algunas que estaban bailando. A medida que se acercaba el momento de escoger pareja para el vals, vio que muchas lo observaban con creciente nerviosismo. No le cabía duda de que algunas jovencitas habían esperado hasta el último momento para aceptar otras parejas de baile menos deseadas.