Lo rodeaba un aura de sinceridad, casi de inocencia.
Le colocó una mano en el hombro y la otra en la mano cuando la tomó por la cintura con el brazo derecho y la música empezó a sonar.
No estaba obligada a proteger su inocencia. Había sido muy sincera con él. Le había dicho que lo recordaba del día anterior.
Había reconocido haber hecho averiguaciones sobre su identidad y había confesado que el encontronazo entre ellos había sido premeditado a fin de que la invitara a bailar. Era advertencia más que suficiente. Si era lo bastante tonto después de ese vals para seguir relacionándose con la infame lady Paget, la asesina del hacha, la matamaridos, él tendría la culpa de lo que sucediera a continuación.
Cerró los ojos un instante mientras lord Merton la hacía girar con los primeros compases de la música. Y cedió a una momentánea melancolía. Habría sido maravilloso relajarse durante media hora y disfrutar. Tenía la sensación de que su vida llevaba muchísimo tiempo desprovista de toda diversión.
Sin embargo, la relajación y la diversión eran lujos que no se podía permitir.
Lo miró a los ojos. Y él le devolvió la mirada con expresión risueña.
– Baila muy bien el vals -lo oyó decir.
«¿En serio?», se preguntó. Lo había bailado en una sola ocasión en Londres hacía muchos años y alguna que otra vez en las fiestas campestres. No se consideraba una experta en los pasos.
– Por supuesto que lo bailo bien… cuando tengo una pareja que lo baila todavía mejor.
– La menor de mis hermanas estará encantada de adjudicarse todo el mérito -comentó lord Merton-. Me enseñó a bailar hace años, cuando era un niño muy patoso que creía que el baile era cosa de niñas y que solo quería estar en el exterior, trepando a los árboles y nadando en el río.
– Su hermana fue muy lista -replicó ella-. Se dio cuenta de que los niños se convierten en hombres que acababan comprendiendo que el vals es un preludio necesario al cortejo.
Lo vio enarcar las cejas.
– O… -añadió-, a la seducción.
Esos ojos azules se clavaron en ella, pero el silencio se prolongó unos instantes.
– No estoy intentando seducirla, lady Paget -dijo a la postre-. Le pido disculpas si…
– Creo que es usted un perfecto caballero, lord Merton -lo interrumpió-. Sé que no está intentando seducirme. Es justo lo contrario. Soy yo quien intenta seducirlo a usted. Y estoy decidida a salirme con la mía, por cierto.
Siguieron bailando en silencio. La orquesta tocaba una conmovedora y lenta melodía. Giraron por la pista de baile mezclándose con el resto de las parejas. Los vestidos de las damas conformaban un calidoscopio de colores y las velas de los candelabros, un torbellino de luz. Por encima de la música se escuchaban voces que reían o conversaban.
Ella percibía el calor corporal de lord Merton procedente de su hombro y de la palma de su mano, y notaba cómo se extendía hasta su pecho, su vientre y la cara interna de sus muslos desde el resto de su cuerpo.
– ¿Por qué? -preguntó él en voz baja al cabo de un rato.
Echó la cabeza hacia atrás y esbozó una sonrisa deslumbrante.
– Porque es un hombre atractivo, lord Merton -contestó-, y porque no tengo el menor interés en enredarlo en un cortejo, como la mayoría de las jovencitas aquí presentes. Ya he estado casada en una ocasión, y la experiencia me basta para toda la vida.
El conde no correspondió a su sonrisa. Su mirada se tornó muy intensa. Pero de repente, su expresión se suavizó, sonrió de nuevo y esbozó una sonrisa que aumentaba su atractivo.
– Lady Paget, creo que le encanta escandalizar a los demás.
Ella se encogió de hombros y mantuvo el gesto, a sabiendas de que la postura revelaba todavía más sus pechos. Hasta ese momento, lord Merton había sido un perfecto caballero. Sus ojos no habían bajado más allá de su barbilla. Sin embargo, en ese instante bajó la mirada y un ligero rubor le tiñó las mejillas.
– ¿Está preparado para casarse? -le preguntó-. ¿Está buscando una esposa? ¿Quiere sentar cabeza y comenzar a tener descendencia?
La música había llegado a su fin y estaban de pie, mirándose el uno al otro, a la espera de que la orquesta interpretara la segunda melodía del vals.
– No, señora -respondió él con seriedad-. La respuesta a todas sus preguntas es no. Todavía no. Lo siento, pero…
– Veo que estaba en lo cierto -dijo-. ¿Cuántos años tiene, lord Merton?
La melodía resultó más alegre que la anterior. Y la expresión del conde se tornó risueña una vez más. -Tengo veinticinco -le contestó.
– Y yo veintiocho -repuso ella-. Y por primera vez en la vida soy libre. Ser viuda conlleva una maravillosa libertad, lord Merton. Por primera vez en la vida no le debo lealtad a ningún hombre, sea padre o marido. Por fin puedo hacer lo que quiera con mi vida, sin tener que ceñirme a las reglas de esta sociedad machista en la que vivimos.
Tal vez esas palabras fueran ciertas si no se encontrara en la ruina. Si otras tres personas, por causas ajenas a ellas, no dependieran totalmente de ella. De todas maneras, su alarde sonaba muy bien. La libertad y la independencia siempre sonaban bien.
Lord Merton volvía a sonreír.
– Como ve, no supongo una amenaza para usted, milord -continuó-. No me casaría con usted aunque se me acercara de rodillas todos los días durante todo un año y me enviara dos docenas de rosas rojas un día sí y otro también.
– Pero sí me seduciría -señaló él.
– Solo en caso de necesidad -replicó, devolviéndole la sonrisa-. Si no fuera receptivo o titubeara, me refiero. Verá, es usted guapísimo, y si yo quisiera hacer uso de mi libertad pasando por alto las restricciones morales, preferiría compartir mi lecho con alguien perfecto a hacerlo con alguien que no lo sea.
– En ese caso no tiene esperanzas, señora -dijo él, con una expresión traviesa en los ojos-. Ningún hombre es perfecto.
– Y sería un soberano aburrimiento si lo fuera -señaló ella-. Pero hay hombres que son perfectos en su belleza y en su atractivo. Al menos, supongo que hay más de uno. De momento yo solo he visto uno. Y tal vez no haya nadie más que usted. Tal vez usted sea único.
Lord Merton se echó a reír a carcajadas y por primera vez.
Cassandra se percató de que estaban llamando muchísimo la atención, al igual que había sucedido mientras bailaba la segunda pieza con el conde de Sheringford.
El día anterior en el parque Cassandra había pensado que el conde de Merton y el señor Huxtable eran un ángel y un demonio. Seguramente los invitados de esa noche los veían a ellos dos de la misma manera.
– Es escandalosa, no cabe la menor duda, lady Paget -dijo él-. Creo que debe de estar pasándolo en grande. Y también creo que deberíamos concentrarnos en los pasos de baile durante un rato.
– ¡Vaya! -Exclamó ella, y añadió en voz más baja-: Me parece que tiene miedo. Tiene miedo de que yo esté hablando en serio. O de que no lo haga. O tal vez solo tiene miedo de que alguna noche le abra la cabeza con un hacha, mientras duerme a mi lado.
– Ninguna de las tres cosas, lady Paget -le aseguró él-. Pero tengo miedo de perder la cuenta, de pisarle los pies y de quedar en ridículo si seguimos con esta conversación. Mi hermana me enseñó a contar los pasos mientras bailaba, pero me resulta imposible contar mientras mantengo una conversación picante con una mujer hermosa y seductora.
– En ese caso, siga contando.
Lord Merton ignoraba si estaba hablando en serio o no, pensó mientras bailaban en silencio. Justo lo que pretendía.
Sin embargo, se sentía atraído… intrigado y atraído. Justo lo que pretendía.
Ya solo tenía que convencerlo de que la invitara a bailar el último baile de la noche, y en ese momento descubriría la verdad… En ese momento sabría si hablaba en serio o no.
No obstante, la suerte le sonreía y no tuvo que esperar. Bailaron un buen rato en silencio y cuando inspiró para hablar una vez que la música acabó, él se le adelantó.
– Este es el descanso para la cena, lo que me concede el privilegio de acompañarla al comedor y sentarme a su lado… si usted está de acuerdo, por supuesto. ¿Me concede el honor?
– Por supuesto que sí -contestó, mirándolo con los párpados entornados-. ¿Cómo si no voy a completar mi plan de seducirlo?
Lord Merton sonrió y acabó riendo entre dientes.
CAPÍTULO 04
Stephen se sentía fascinado e incómodo, embobado y confuso.
¿En qué lío se había metido… o más bien en qué lío lo habían metido?
¿Sería cierto que el día anterior lo había visto en el parque oculta por el tupido velo mientras Con y él la miraban, y esa noche lo había reconocido y había decidido darse de bruces de forma intencionada con él para que no le quedara otra opción que invitarla a bailar el vals?
«Sé que no está intentando seducirme. Es justo lo contrario. Soy yo quien intenta seducirlo a usted. Y estoy decidida a salirme con la mía, por cierto.»
«Porque es un hombre atractivo, lord Merton.»
«Preferiría compartir mi lecho con alguien perfecto a hacerlo con alguien que no lo sea.»
Rememoró sus palabras, aunque le costaba trabajo creer que no hubieran formado parte de un sueño.
Cuando la música acabó, le ofreció el brazo y ella lo aceptó, pero en vez de hacerlo como marcaba la etiqueta, limitándose a colocarle una mano apenas sin rozarlo, lady Paget lo tomó del brazo con plena confianza y se pegó a él. El salón de baile no tardó en quedarse vacío. Todos los invitados se encaminaron al comedor y a las estancias contiguas, dispuestos a comer y a recuperar las fuerzas.
Y todos los observaban. Aunque lo hacían de reojo ya que eran demasiado educados para mirarlos abiertamente. La sensación de haberse convertido en el centro de atención era fruto de su imaginación, concluyó. Era comprensible. La llegada de lady Paget al baile de Meg sin haber sido invitada había causado un enorme revuelo.
No le avergonzaba tenerla como compañera. En realidad, le alegraba, ya que su compañía le evitaría algún tipo de insulto, incluso impediría que los demás le dieran la espalda, un arte dominado por gran parte de la alta sociedad. Aunque ignoraba los detalles del caso de lady Paget, Meg y Sherry no la habían echado de Claverbrook House. Al contrario, habían hecho todo lo posible por que se sintiera bien recibida. De modo que los demás invitados estaban obligados a demostrarle un mínimo de educación, como poco.
Localizó una mesita con solo dos sillas que seguía desocupada en el lateral izquierdo de la estancia y condujo a lady Paget en esa dirección.
– ¿Nos sentamos aquí? -propuso.
Tal vez en ese lugar se sintiera más cómoda que si ocupaban dos sillas en una de las largas mesas del comedor, donde estaría expuesta al escrutinio de los demás.
– ¿Un tête à tête? -Preguntó ella a su vez-. Qué ingenioso por su parte, lord Merton.
Stephen le retiró la silla para que tomara asiento y se dirigió al comedor a fin de servir un par de platos.
¿De verdad se había ofrecido para ser su amante? ¿O su invitación se limitaba a una sola noche? ¿Habría malinterpretado sus palabras? ¿Se trataba todo de una broma? Pero no, no había malinterpretado nada. Le había dicho claramente que quería seducirlo. ¡Por Dios! Si hasta le había preguntado si le asustaba la posibilidad de que lo matara con un hacha mientras dormía a su lado…
Alguien lo tomó del brazo y le dio un buen apretón. Al volverse vio a Meg con una deslumbrante sonrisa en los labios.
– Stephen -le dijo-, estoy orgullosísima de ti. Y de mí por haberte educado para que seas todo un caballero. Gracias.
– ¿Por qué? -le preguntó, enarcando las cejas.
– Por bailar con lady Paget -contestó ella-. Sé muy bien lo que se siente al ser un paria, aunque en mi caso no he llegado a conocer el ostracismo. Todo el mundo merece ser tratado con cortesía, sobre todo si hablamos de alguien a quien se ha juzgado solo por unos cuantos rumores. ¿Vas a sentarte con nosotros para cenar?
– Lady Paget está en la estancia contigua, esperando que le lleve un plato de comida -contestó.
– Muy bien -comentó su hermana-. Nessie y Elliott han ido a buscarla. Tenían la intención de invitarla a sentarse con ellos. Estoy muy orgullosa de todos vosotros. Aunque supongo que lo estáis haciendo no solo por ella, sino también por mí.
– ¿Dónde está el marqués de Claverbrook?
– Ya se ha acostado -respondió Meg-. El muy tonto insistió en formar parte de la recepción y en sentarse para observar las dos primeras piezas de baile, pese al cansancio. ¡Con lo que detesta este tipo de actos! Luego empezó a refunfuñar porque íbamos a permitir que se bailara el vals y afirmó que en su época no se aceptaba ese tipo de indecencias. Etcétera, etcétera. -El buen humor le iluminaba los ojos-. Hasta ahí podíamos llegar. Lo desterré a su dormitorio. Duncan asegura que soy la única persona capaz de manejar a su abuelo. Pero estoy segura de que todos podrían hacerlo si no le tuvieran tanto miedo. Bajo toda esa ferocidad se esconde un corderito.
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