Stephen se colocó en la fila y aguardó su turno para servir dos platos con una selección de entremeses salados y dulces, con la esperanza de que a lady Paget le gustara alguno.
Cuando regresó a la mesa que ocupaban, la encontró abanicándose con una expresión altiva y una sonrisa desdeñosa. Todas las mesas a su alrededor estaban ocupadas. Nadie estaba hablando con ella, y tampoco parecían estar criticándola. Al menos no de forma evidente, pero era obvio que todos estaban muy pendientes de ella. Supuso que más de uno había elegido sentarse en esa estancia debido a su presencia, con la intención de poder describir su comportamiento durante los días venideros y de ventilar la indignación de haberse visto obligado a compartir espacio con ella.
Tal era la naturaleza humana.
Después de colocar un plato frente a ella, Stephen ocupó su asiento. Alguien les había servido el té.
– Espero haber traído algo que le guste -dijo. La vio observar ambos platos.
– Pues sí -comentó la dama con esa voz tan ronca y sensual-. Ha traído usted su propia persona.
Se preguntó si tendría por costumbre mantener esa clase de conversación tan escandalosa.
Posiblemente fuera… No, se corrigió. Sin género de duda lady Paget era la mujer con más atractivo sexual que había visto en la vida. Mientras bailaban el vals se había sentido rodeado por su calor corporal a pesar de haber mantenido una distancia decente entre ambos en todo momento.
– ¿Temía usted que no regresara? -le preguntó-. ¿Se ha sentido incómoda y observada?
– ¿Se refiere al hecho de que todos los presentes están esperando que saque un hacha de debajo de las faldas y comience a blandiría sobre la cabeza con un grito escalofriante? -preguntó ella a su vez con las cejas enarcadas-. No, ese tipo de tonterías no me afecta.
Era una mujer directa. Aunque tal vez hubiera llegado a la conclusión de que la mejor defensa era un buen ataque.
– Los rumores suelen ser absurdos -señaló él.
Sus labios aún esbozaban la sonrisa desdeñosa mientras elegía una tartaleta de langosta de su plato y se la llevaba a la boca.
– Cierto -convino, mirándolo a los ojos mientras mordía la tartaleta. No volvió a hablar hasta que hubo masticado el bocado y se lo hubo tragado-. Pero a veces no lo son, lord Merton. Usted mismo debe de estar preguntándoselo.
No le quedó más remedio que seguir el pie que ella acababa de darle.
– ¿Se refiere a si mató a su marido? -le preguntó-. No es de mi incumbencia, señora.
Lady Paget se echó a reír… logrando que varias cabezas se volvieran para mirarlos.
– En ese caso, es tonto -replicó-. Si va a permitirme seducirlo, sería muy saludable que se planteara con cierto temor lo que puedo llegar a hacerle cuando haya bajado la guardia y esté desnudo en mi cama.
La conversación se tornaba más escandalosa con cada frase. Ojalá no estuviera ruborizado, pensó Stephen.
– Pero tal vez no se lo permita, señora -repuso-. En realidad, creo que jamás me permitiría dejarme seducir. En el caso de que me decidiera a mantener a una querida o a tomar una amante ocasional, lo haría por decisión propia y teniendo en cuenta tanto mis deseos como los de la mujer en cuestión. No porque caiga en la trampa de una seductora.
De repente, se dio cuenta de que había perdido el apetito, comprendió al mirar su plato. Se preguntó por qué lo había llenado tanto.
Además, ¿por qué estaba manteniendo semejante conversación? ¿De verdad acababa de decir en presencia de una dama las palabras: «En el caso de que me decidiera a mantener a una querida o a tomar una amante ocasional»?
¿Acaso había olvidado las buenas costumbres? Por muy infame y deslenguada que fuera lady Paget, no dejaba de ser una dama. Y él seguía siendo un caballero.
– No le tengo miedo -añadió en voz alta.
Aunque tal vez debiera tenerlo. Tal vez todo lo que le había dicho eran palabras huecas. Nunca había mantenido a una amante, aunque no era virgen. En ocasiones envidiaba un poco a Con, que siempre parecía encontrar a una viuda respetable con la que mantener una relación discreta cuando se encontraba en la ciudad. Unos años antes fue con la señora Hunter; el año anterior, con la señora Johnson. Esa temporada en concreto ignoraba si ya había encontrado a alguien.
En el caso de decidirse a tomar una amante a la que mantener (y que Dios lo ayudara porque eso era precisamente lo que se estaba planteando), ¿lo haría porque había tomado la decisión de forma repentina, pero deliberada y meditada en medio de un baile, o más bien porque lo había seducido una mujer que había expuesto sin tapujos sus intenciones?
Lady Paget no era su tipo de mujer, se recordó. No era el tipo de mujer que consideraría como esposa, en todo caso, no la estaba considerando como esposa.
De repente, se la imaginó desnuda en la cama y sintió una alarmante tensión en la entrepierna.
«¡Hasta aquí hemos llegado!», pensó.
– Lady Paget -dijo con voz firme-, ya va siendo hora de que cambiemos el tema de conversación. Hábleme sobre usted. Cuénteme algo sobre su infancia, si lo desea. ¿Dónde creció?
Ella eligió un entremés dulce de su plato y alzó la cabeza para mirarlo con una sonrisa.
– Pasábamos gran parte del tiempo en Londres -contestó-. Y en los balnearios. Mi padre era un jugador empedernido, así que nos trasladábamos allí donde se realizaran las apuestas más altas. Vivíamos en aposentos alquilados y en hoteles. Pero no piense que fue una infancia triste, lord Merton, porque nada más lejos de mi intención que provocarle lástima. Le aseguro que mi padre nos adoraba a mi hermano y a mí con la misma pasión que adoraba el juego. Y según sus propias palabras tenía la suerte del diablo. Con eso se refería a que siempre ganaba algo más de lo que perdía. Ni siquiera recuerdo a mi madre, pero tuve una institutriz desde que era muy pequeña, y me trató con tanto cariño como lo habría hecho cualquier madre. Vimos mucho mundo juntas la señorita Haytor y yo… en la realidad y a través de las páginas de los libros. Usted habrá disfrutado de una infancia mucho más privilegiada, pero le aseguro que no pudo ser ni más feliz ni más entretenida que la mía.
Por primera vez a lo largo de la noche percibió que lady Paget mentía, aunque le era imposible saber a ciencia cierta qué detalles de su historia eran falsos. Su relato había sonado demasiado a la defensiva como para ser verdadero. Si las líneas generales de lo que le había contado eran reales, una vida semejante debía dejar secuelas en forma de inseguridades y temores en un niño. Porque en su opinión, los niños debían contar con un hogar estable.
– ¿Más privilegiada? -replicó-. Quizá. Pasé los primeros años de mi vida en la vicaría de un pueblo de Shropshire, dado que mi padre era el vicario. Después de su muerte nos mudamos a una casita de la misma localidad. Viví con mis hermanas. Meg, la condesa de Sheringford, es la mayor, y al igual que su señorita Haytor fue una espléndida madre suplente. Nessie, la duquesa de Moreland, es la segunda por orden de nacimiento, y Kate, la baronesa Montford, es solo unos años mayor que yo. Yo soy el benjamín. Fui un muchacho feliz hasta que heredé el título a los diecisiete años. Descubrirlo fue un gran impacto para todos, porque ignorábamos que fuera el siguiente en la línea de sucesión. Sin embargo, me alegra que fuera así. Crecer con la idea de tener que trabajar para sobrevivir y para mantener a la familia forja el carácter de un hombre. O al menos espero que ese sea mi caso. Porque así puedo interpretar tanto los privilegios como las ventajas y desventajas que conllevan, quizá mejor de lo que lo habría hecho de haber crecido con otras expectativas.
– ¿Lady Sheringford es su hermana? -le preguntó lady Paget con las cejas enarcadas.
– Sí -contestó.
– Y se casó con el infame conde de Sheringford -añadió-, que se fugó el mismo día de su boda hace unos años con la esposa de otro y tuvo un hijo con ella.
Para Stephen era irritante no poder decir la verdad de lo que había sucedido antes y después de que Sherry se llevara a la señora Turner de Londres la víspera de su boda con la hermana del señor Turner. Sin embargo, le había prometido a su cuñado que jamás desvelaría la verdad.
– Toby -dijo en cambio-. Es un miembro muy querido de nuestra familia. Meg lo quiere tanto como a sus dos hijos. Igual que Sherry, el conde de Sheringford. Toby es hijo de ambos. Mi sobrino.
– Veo que he metido el dedo en la llaga -comentó ella al tiempo que colocaba un codo en la mesa, tras lo cual apoyó la barbilla en la palma de la mano-. ¿Por qué se casó su hermana con él?
– Supongo que porque él se lo pidió -respondió-. Y porque quiso hacerlo.
Lady Paget hizo un mohín y su mirada adquirió esa expresión ligeramente desdeñosa.
– Está molesto -señaló-. ¿Le resulto impertinente y atrevida, lord Merton?
– En absoluto -contestó Stephen-. Fui yo el primero en hacer preguntas de índole personal. ¿Hace mucho que ha llegado a la ciudad?
– No -respondió ella.
– ¿Se aloja con algún pariente? Ha mencionado a un hermano.
– No soy el tipo de persona que los parientes gusten de reconocer -replicó-. Vivo sola. Sus miradas se encontraron. -Muy sola -añadió la dama.
Sin embargo, vio que sus labios también sonreían, como si se estuviera riendo de sí misma, al tiempo que la mano en la que había estado apoyada su barbilla se trasladaba hacia abajo para recorrer con gesto distraído el escote de su vestido con la yema de un dedo. En un momento dado introdujo la primera falange del dedo por debajo de la tela, pero sin apartar el codo de la mesa.
En cuanto notó el calor opresivo de la estancia, Stephen comprendió que era un gesto premeditado.
– En ese caso, ¿ha venido sola en su carruaje? -le preguntó-. ¿O ha traído algún acomp…?
– No tengo carruaje -lo interrumpió ella-. He venido sola en un carruaje alquilado, lord Merton, pero le ordené al cochero que me dejara antes de entrar en la plaza. Habría sido humillante llegar hasta la alfombra roja de recepción en un vehículo alquilado, sobre todo sin estar invitada. Y sí, gracias, lo acepto.
– ¿El qué? -le preguntó con gesto interrogante.
– Su oferta de acompañarme a casa en su carruaje -contestó lady Paget con una mirada risueña-. Estaba a punto de ofrecerse, ¿verdad? No me avergüence ahora diciéndome que no tenía la intención de hacerlo.
– Será un placer acompañarla, señora -respondió él-. Le diré a Meg que nos envíe una doncella para que nos acompañe.
Sus palabras le arrancaron una carcajada ronca y sensual.
– Eso sería un inconveniente -la oyó decir-. ¿Cómo voy a seducirlo delante de una doncella o a invitarlo a entrar en mi casa con ella caminando detrás?
Comprendió que a medida que pasaba el tiempo se sentía cada vez más enredado por sus ardides. Lady Paget estaba decidida a convertirse en su amante.
Tal vez fuera comprensible.
Llevaba poco tiempo en Londres y había descubierto que su reputación la precedía. Era una paria. La había abandonado incluso su hermano, si acaso este se encontraba en la ciudad. En caso de asistir a algún acto o de buscar compañía, se vería obligada a hacerlo sola y sin contar con una invitación, como había sucedido esa noche. Ciertamente estaba muy sola.
Y seguro que se sentía así.
Era una mujer de una extraordinaria belleza. Viuda a los veintiocho años. En circunstancias normales estaría buscando la forma de lograr un futuro más brillante, ya que el período de luto habría pasado. Sin embargo, la opinión pública la acusaba de ser la asesina de su esposo. Que no así la ley, porque estaba en libertad. No obstante, la opinión pública era una fuerza poderosa.
Sí, debía de sentirse muy sola.
Y había decidido tratar de aliviar esa soledad con la ayuda de un amante.
Era muy comprensible. Pero lo había elegido a él.
– Espero que no insista en comportarse como el perfecto caballero -dijo lady Paget-. Espero que no se limite a ayudarme a bajar del carruaje y a acompañarme hasta la puerta para darme las buenas noches con un beso en el dorso de la mano.
La miró a los ojos y comprendió que la compasión y el atractivo sensual conformaban una mezcla letal.
– No -dijo-. No voy a hacerlo, lady Paget.
La vio apartar el codo de la mesa y clavar la mirada en el plato. Sin embargo, no pareció encontrar nada apetecible. Volvió a mirarlo y se percató de que le latía el pulso de forma visible en un lado del cuello.
– Lord Merton, ya no tengo el menor interés en seguir en el baile -afirmó-. He bailado, he comido y lo he conocido. Lléveme a casa.
Él sintió una punzada de deseo en la entrepierna y se vio obligado a refrenar la lujuria.
– Me temo que no puedo marcharme todavía -replicó-. Tengo comprometidas las dos siguientes piezas de baile con dos señoritas.
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