– Suele ayudar.
– Deja que adivine -lo miró de reojo-. Tú tienes planes múltiples. A corto, largo y posiblemente medio plazo.
– Claro -él lanzó una carcajada-. En parte son responsables de mi éxito profesional. Quiero ascender lo antes posible.
– ¿Pretendes llegar a presidir una empresa algún día?
– Desde luego que sí. ¿Por qué no? Me gustaría el reto de dirigir algo grande. Entretanto, estoy afianzando mi curriculum.
– ¿Y tu vida personal? -inquirió ella.
– Hablas como mi hermana. CeeCee siempre está dándome la lata para que forme una familia.
– ¿Y tú no quieres? -preguntó Hannah con un nudo en el estómago.
– Quiero formar parte de algo -aclaró él. Terminó de vaciar la caja y empezó con otra-. Tú ya eres parte de algo. Así que tienes esa necesidad resuelta.
– Si te refieres a los Bingham, no me considero parte del núcleo familiar. Soy una pariente accidental.
– Eso no es verdad.
– ¿Estás seguro? -ella se irguió y alzó los hombros-. Mi abuela siempre ha sido buena conmigo, pero lo cierto es que existo porque su hijo cometió un error. No le gustará que haya dejado Derecho -ni mi embarazo, pensó-. No quiero ver la decepción en sus ojos, por eso no le he dicho aún que he vuelto. Si se entera por otra persona, la decepción será aún mayor. Así que aquí estoy, temiendo a mi abuela, sin plan ni rumbo.
– Estás en un periodo de transición -se acercó y acarició su barbilla-. Eso cambiará.
– Si no cambia, iré a pedirte que me des lecciones de planificación.
– Puedo ofrecerte algunos consejos -afirmó él, volviendo a la caja.
– Tu hermana debe estar muy orgullosa de ti. De tus logros -a Hannah la asombraba cuánto había avanzado en un periodo de tiempo tan corto.
– Lo está.
– ¿Os lleváis bien?
– Sí -Eric sonrió-. Intentamos cenar juntos una vez a la semana. Ella me dice lo que debo arreglar en mi vida y yo hago chapuzas en su casa.
– Eso está muy bien. Mientras crecía siempre quise tener un hermano o hermana. Alguien con quien jugar y compartir cosas.
– CeeCee es casi once años mayor que yo. No era una compañera de juegos.
– Supongo que no, pero estaba allí contigo.
Eso era lo que ella quería. Una familia con la que contar, amigos de los que ocuparse. Si conseguía eso, podría enorgullecerse de su vida.
Ya tenía una familia, pero no estaban muy unidos. En parte era culpa suya, sobre todo desde que había regresado y evitado a todo el mundo. Hizo voto de cambiar de actitud.
El lunes, Hannah fue en coche a ver a su abuela. Myrtle vivía en la mansión que su marido construyó a principios de los cincuenta. Aparcó, salió del coche y se estiró la falda de lana y la chaqueta corta.
Estaba más que nerviosa… se sentía indigna. Quizá fuese porque había crecido en la zona pobre de la ciudad, con dificultades para llegar a fin de mes. O quizá porque era una hija bastarda.
Poniendo su corazón en actuar como una Bingham, fue hacia la puerta y llamó. Una sirvienta uniformada la condujo a la sala de estar de Myrtle.
Hannah ya había estado allí. Siempre había fuego en la chimenea y jarrones de flores frescas en varias mesitas. Los tonos rosados y rojos daban a la sala un aspecto muy acogedor. Una alfombra oriental cubría el suelo de madera, dos sofás pequeños y un sillón orejero creaban una zona de conversación.
El sillón era de su abuela. En su primera visita a la casa había cometido el error de sentarse en él y su abuela le había pedido, gentil pero firmemente, que cambiara de sitio. Entonces sólo tenía catorce años, lloraba la muerte de su madre y acababa de enterarse de que Billy Bingham era su padre. Myrtle le comunicó que habían decidido que iría a un internado en el este.
Se abrió una puerta y su abuela entró. Myrtle Northrup Bingham estaba a punto de cumplir ochenta años, pero aún se movía con la seguridad de una joven. Sonrió al ver a Hannah y extendió las manos.
– Nadie me dijo que estabas en la ciudad, Hannah. Es una sorpresa encantadora.
– Gracias -Hannah apretó sus manos levemente y la besó en la mejilla-. Llevo unos días aquí -dijo, aunque en realidad eran casi tres semanas.
– ¿Tenéis vacaciones en la universidad?
– Yo… -tragó saliva-no. He dejado Yale. Definitivamente.
La única reacción de Myrtle fue alzar levemente las cejas. Después sirvió dos tazas de té y le ofreció una.
– Ya veo.
– Verás, sentí la necesidad de establecerme y he comprado una casa. Es preciosa. Espero que puedas venir a verla.
Myrtle le ofreció un platillo de canapés.
– No, gracias -murmuró Hannah-. La casa está al otro lado de la ciudad, pero aquí no hay distancias. Tiene unas vistas preciosas y un jardín. He estado trabajando en ella -se dio cuenta de que tenía las uñas rotas, de cortar setos y ocultó la mano libre bajo la chaqueta.
Su abuela tomó un sorbo de té. Después dejó la delicada taza sobre el platillo y suspiró.
– Creía que querías ser abogada.
– Quería. Puede que aún quiera, no lo sé. Tengo que pensar en algunas cosas.
Tenía que pensar en el bebé, por ejemplo. Pero decidió guardarse esa noticia para la siguiente vez; no quería provocarle un infarto a su abuela.
– ¿Hay algún joven? ¿Has regresado para casarte?
– No. En realidad no -Hannah no sabía si podía contar a Eric, acababan de empezar a salir.
– Nunca te imaginé ociosa, Hannah. Eres una chica sensata; estoy segura de que te aclararás. ¿Has pasado por el parque de la zona este? Uno de mis comités reunió fondos para mejorar toda la zona infantil. Myrtle charló sobre sus obras de beneficencia. Hannah fue hundiéndose en el asiento más y más cada segundo. La decepción de su abuela era tan palpable como un ser vivo. El mensaje era claro: «Te dieron una oportunidad y la desaprovechaste». Hannah estaba de acuerdo. Había cometido muchos errores. Lo sabía y por eso quería enderezar su vida.
Cuarenta y cinco minutos después, Hannah se excusó, prometió volver de visita y casi corrió hacia el coche. Ahí acababa su esfuerzo por conectar con la familia. Nunca encajaría con ellos, estaba sola.
– Pero te tengo a ti -dijo, palpándose el estómago-. Seremos una familia.
Se preguntó si Eric quería formar parte de su mundo. Si estaba interesado en amar y en ser amado. Eso era lo que ella deseaba casi por encima de todo: un hombre que la amase con todo su corazón. Quería ocupar el primer lugar en la vida de otra persona.
Capítulo 7
HANNAH se sentía peor que un gusano después de dejar a Myrtle. Además, era un gusano desagradecido, que no había aprovechado las maravillosas oportunidades que le habían brindado.
Pero ella no estaba segura de haber querido estudiar Derecho. Fue Myrtle quien la encaminó en esa dirección, diciéndole: «Es lo que deseaba tu padre». No había podido resistirse a ese argumento y había terminado sintiéndose tan infeliz que había tenido que escapar.
Se detuvo en el cruce para ceder el paso a un coche que iba a entrar en la calle. Reconoció inmediatamente el enorme Mercedes oscuro y al hombre que lo conducía. El cristal ahumado de la ventanilla descendió silenciosamente y Ron Bingham le sonrió.
– Veo que has decidido sincerarte con tu abuela. ¿Cómo te fue?
– Estoy intentando pensar en algo que sea peor que un gusano; eso definiría mi estado actual.
– Malo -su tío hizo una mueca-. Eso te convierte en una jovencita que necesita un rescate y sé cómo hacerlo. Sígueme -subió la ventanilla y dio marcha atrás, sin darle tiempo a protestar.
Ella habría preferido irse a casa y acurrucarse en el sofá con una caja de pañuelos de papel, pero tuvo que seguir a su tío hacia el centro. Diez minutos después, él aparcó junto a la heladería May's Dairy y esperó a que ella saliera del coche.
Hacía años que Hannah no iba, pero todo parecía igual. Seguía habiendo bancos en la parte delantera, una ventana para pedir y aparcamiento para sólo dos coches. Era día de colegio, así que no había otros clientes.
– No es que no aprecie el gesto -Hannah se acercó a su tío-. Pero creo que soy un poco mayor para solucionar mis problemas con un helado.
– Eso es porque no lo has probado -dijo él. La agarró del brazo y la llevó a la ventana-. Cura muchos males. La gente debería respetar los poderes curativos de un buen helado con caramelo caliente.
– Lo probaré -Hannah no pudo evitar reírse a pesar de que se sentía como un gusano.
– Chica lista.
Hannah se acercó a la ventana y pidió dos bolas de helado con caramelo caliente. Ron pidió un banana split. Se sentaron en un banco que estaba a la sombra.
Cuando probó el helado, Hannah casi se mareó de placer. Al tercer bocado sus problemas no le parecían tan terribles. Quizá Ron tuviese razón. Su tío esperó a que se acabase la primera bola antes de hablar.
– ¿Quieres contarme lo que ocurrió con tu abuela?
– Claro -se limpió la boca con una servilleta-. No hay mucho que contar. Myrtle fue tan encantadora y gentil como siempre. Quizá todo sea cosa mía. Puede que proyecte mi culpabilidad interior sobre ella. No sé… -miró a Ron-. No estoy segura de si alguna vez he deseado ser abogada.
– Entonces estudiar Derecho sería mucho más difícil.
– No digo que no lo desee -añadió ella-. Supongo que no sé lo que quiero. Nadie me lo ha preguntado nunca, ni siquiera yo a mí misma. Supongo que con catorce años no habría tomado las decisiones correctas. No lamento haber ido al internado, aprendí mucho. Pero fue difícil alejarme de mis amigos justo después de perder a mi madre. Después, todo el mundo esperaba que fuera a una universidad prestigiosa y lo hice, estuvo bien. Pero lo de estudiar Derecho… de eso nunca estuve segura. Ahora estoy confusa.
– Estás tomándote un descanso -la tranquilizó su tío-. Eso no es el fin de mundo.
– Cierto, pero tú no estabas allí -soltó un suspiro-. No oíste la desilusión de su voz, no viste su mirada. Dijo todo lo correcto, pero yo sabía lo que estaba pensando. Me siento culpable y atrapada al mismo tiempo. He estado viviendo para cumplir las expectativas de una familia de la que no me siento parte -Hannah se detuvo y gimió-. Perdona. Estoy liándolo todo.
– Tranquila. ¿Crees que me sorprende oír que te sientes como una intrusa? Hannah, tenías trece años cuando descubrimos que eras hija de Billy. Queremos que te integres en la familia, pero eso requiere tiempo. Siempre que empezábamos a conocernos tenías que marcharte, al internado o a la universidad; apenas hemos podido relajarnos juntos. Pero todos te queremos y deseamos que seas feliz. Incluso tu abuela.
– Lo sé. En cierto modo.
– Opinas que ella quiere que seas feliz siendo abogada -apuntó él con una sonrisa-. ¿Me equivoco?
– Probablemente no, pero sólo es su opinión.
– Tú eres quien ha de vivir tu propia vida y enfrentarte a las consecuencias de tus actos.
Ella pensó en el bebé que crecía en su interior. Esa era una consecuencia de sus actos.
– Te recomiendo que pidas consejo a gente con la experiencia adecuada. Pero la decisión final ha de ser tuya. Cuando la tomes, no mires atrás: avanza y disfruta.
– ¿Ése es tu consejo?
– Sin duda. Eso y comer mucho helado por el camino. Sigue a tu corazón. Yo seguí al mío y nunca me arrepentí de hacerlo.
– Te refieres a Violet, ¿verdad?
– Sí. Era una mujer maravillosa. Fui afortunado de tenerla en mi vida.
La historia de su amor era legendaria. Hannah quería encontrar ese tipo de amor. Uno que durase y creciera. Instintivamente, pensó en Eric.
– Has pensado… -se aclaró la garganta-. Sé que Violet fue el amor de tu vida, pero, ¿has pensado en encontrar a otra persona?
– ¿Un viejo como yo? -sonrió Ron. Ella estudió su atractivo rostro. Tenía algunas arrugas y un par de canas en las sienes, pero no era viejo.
– Apostaría un montón de dinero a que te adoran donde quiera que vas -le dijo-. Si sigues solo, es por elección.
– Tuve mi gran amor. No digo que sólo tengamos una oportunidad de ser felices. Pero lo que tuvimos Violet y yo fue extraordinario. ¿Qué posibilidades hay de encontrar la luna una segunda vez?
– Así que no te opones a querer a otra persona. No quieres conformarte con menos de lo mejor.
– ¡Eh, un momento!. La sesión de heladería era por ti, no por mí.
– Lo sé -rió Hannah-. Pero quiero verte feliz. Siempre has sido muy bueno conmigo y te lo agradezco.
– Yo también quiero que seas feliz -señaló el envase vacío-. ¿Te sientes mejor?
– La verdad es que sí. Gracias.
– Llámame cuando quieras. Si esto está cerrado, podemos hacer terapia de helado en mi casa.
– Trato hecho.
El buen estado de ánimo le duró a Hannah hasta bien entrada la mañana siguiente. Suponía que se debía a la mezcla de haberse sincerado con su abuela y haber hablado con su tío. Por mucho que insistiera Ron, no creía que el efecto del helado durase tantas horas.
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