– Eric, no puedes -musitó Hannah.
– Claro que puedo. Me deben un montón de días de vacaciones. Iré a tu casa y dirigiré tu vida -sonrió-. Te va a encantar.
– ¿En serio? -Hannah apretó los labios-. ¿Harías eso por mí?
– Desde luego. Deja de preocuparte y concéntrate en ponerte bien. El resto déjamelo a mí.
Se volvió hacia la doctora y escuchó sus instrucciones. Hannah tenía que hacer reposo, beber mucho y tomarse la tensión a diario.
Por primera vez desde que se había mareado, Hannah se relajó un poco. Saber que no estaría sola alivió su miedo. Sentía remordimientos porque había achacado el dolor de cabeza y estómago a que echaba de menos a Eric; en otro caso habría ido a la clínica antes.
Había pensado que cuando llegara a casa tendría que llamar a su abuela, o a un centro de atención a domicilio. No había creído que Eric se ofreciera, sobre todo después de su comentario sobre la familia.
Tal vez se había precipitado al juzgarlo. Quizá él había hablado sin pensar; sin tener en cuenta que había algo nuevo en su vida: Hannah y el bebé. Su expresión de miedo al entrar había sido muy significativa.
Lloró con más fuerza al pensar que, afortunadamente, su relación no había terminado. Lo había echado muchísimo de menos, no tenía duda de que estaba enamorada.
– Te veré en un par de días -la doctora apretó la mano de Hannah-. Si tienes alguna duda, llámame, ¿de acuerdo? -Hannah asintió.
– Vamos a casa -dijo Eric cuando se quedaron solos.
Ella sonrió entre lágrimas, eran las mejores palabras que podía haberle dicho.
Capítulo 13
REGRESARON a casa en el coche de Eric. Hannah se tumbó en el asiento trasero e intentó relajarse, pero a pesar de las garantías de la doctora, tenía miedo.
– ¿Cómo estás? -preguntó Eric abriéndole la puerta.
– Bien -se sentó, pero antes de que pudiera levantarse, él la detuvo alzando una mano.
– Espera aquí hasta que abra la puerta y tengamos vía libre hasta el dormitorio.
Ella asintió y le dio su bolso. Cuando regresó, empezó a levantarse.
– No tan rápido -dijo él. Se inclinó y la alzó en brazos.
– ¡Eric, no! Te harás daño.
– Oye, soy un tipo duro, un macho.
– Sí, pero yo peso como una embarazada.
– Apenas se te nota, puedo contigo. Sujétate y disfruta del viaje.
Ella se rindió a la sensación de estar junto a él y se agarró a su cuello. Una vez dentro, la llevó al dormitorio y la depositó sobre el colchón.
– ¿Qué quieres ponerte? -preguntó-. ¿Un camisón?¿Un pantalón de deporte y una camiseta?
– Pantalón y camiseta -señaló la cómoda-. Hay uno de algodón en el cajón de abajo. Las camisetas están en el del medio.
Él le llevó la ropa y la dejo sola para que se cambiara. Cuando acabó, ella se acurrucó en la cama y lo escuchó hablar por teléfono. Estaba explicándole la situación a Jeanne y pidiéndole que reorganizase sus citas para que pudiera pasar con Hannah el día siguiente.
– No tienes que renunciar a tu vida por mí -dijo ella con voz firme y controlada-. El trabajo es importante para ti, tienes que ir a la oficina.
– Voy a tomarme el resto de hoy y mañana libres -dijo él sentándose al borde de la cama y le acarició el pelo-. Después ya veremos. No te preocupes. Ya te he dicho que tengo días de vacaciones pendientes. En este momento, tu salud y la del bebé son mi prioridad. Tengo que ir a casa a recoger algunas cosas. ¿Estarás bien sola unos cuarenta y cinco minutos?
Hannah asintió con la cabeza y él besó su mejilla.
– Volveré pronto. No te vayas a ningún sitio.
– No me iré -dijo ella sonriendo débilmente.
Cuando se marchó, se acurrucó de costado e intentó no llorar. Estaba asustada y confusa, pero también feliz. La asombraba lo bien que se estaba portando Eric, aunque no tenía sentido después de sus palabras de la otra noche. Quizá entonces había dicho lo que creía cierto, pero sus acciones hablaban por su corazón.
Reconfortada, cerró los ojos y se tranquilizó. No iba a estar sola y la doctora había dicho que todo iría bien.
– Estaremos bien. Te lo prometo -susurró, acariciándose la tripa-. Ya verás.
Eric regresó una hora después con una pequeña maleta, un maletín lleno de trabajo y un juego de ordenador. Ella enarcó las cejas al verlo.
– ¿Es tuyo? -le preguntó burlona.
– Ya sé que es una pérdida de tiempo, a veces juego para relajarme. Pensé que podrías jugar aquí -explicó, señalando la televisión que había frente a la cama.
– Nunca me han gustado mucho los juegos, pero ésta es una gran oportunidad para aficionarme. Gracias -Hannah se dijo que Eric era muy considerado.
– Jeanne ha reorganizado todo para dejarme mañana libre. Ya veremos cómo va todo. Si me necesitas el viernes, soy tu hombre.
– Estaré perfectamente -por mucho que le gustara la idea de que pasara una semana con ella, tenía que ser realista.
– Lo decidiremos el viernes por la mañana, ¿de acuerdo? He traído sábanas y un par de almohadas. Acamparé en la habitación de al lado.
Ésa era la habitación del bebé. Había una mecedora y una lámpara, nada más.
– Todavía no tiene muebles -dijo ella.
– Aunque los tuviera, no creo que entrase en la cuna -encogió los hombros-. Dormiré en el suelo.
– ¿Por qué? -ella señaló la enorme cama en la que estaba tumbada-. Aquí hay sitio de sobra.
– Ya lo sé, pero…
– ¿Es que ronco? -preguntó ella. Su reticencia no tenía sentido; habían dormido juntos antes.
– No -rió él-. La verdad es que no estoy seguro de poder compartir una cama contigo. No sin… -volvió la cabeza, pero ella notó su expresión avergonzada.
– ¿Qué? -preguntó-. Dime, por favor. ¿Es por el bebé? ¿Tienes miedo de hacerme daño?
– Sí, pero no en el sentido que piensas -tomó su barbilla en el mano y le frotó los labios con el pulgar-. Te deseo, Hannah. Compartir la cama contigo sería incómodo.
A ella le encantó su respuesta. A pesar de todo, seguía considerándola sexy y tentadora. En ese momento se sentía tan atractiva como una bayeta, pero daba igual. Eric veía más allá de sus lágrimas, su tripa y su miedo.
– No podemos, bueno ya sabes. Hasta que mi presión sanguínea vuelva a la normalidad -dijo-. Pero se pueden hacer otras cosas.
– ¿Dónde habría aprendido una buena chica como tú ese tipo de cosas? -dijo él, simulando asombro.
– Cursos de perfeccionamiento.
– Eso no será necesario -dijo él, soltando una carcajada profunda y grave-. Pero si me ofreces un trozo de cama, lo acepto. Controlaré mis instintos animales.
– Sólo hasta que esté mejor -dijo ella.
– No lo dudes.
– Te ha salido muy bien -felicitó Hannah.
– ¿De verdad? -Eric le retiró el plato de la bandeja.
– Estoy impresionada -sonrió-. De veras. No tenía ni idea de que sabías cocinar.
– Ni yo tampoco -rió él-. Tuve que llamar a CeeCee dos veces para asegurarme de que iba bien -aclaró, recogiendo su plato de la mesilla-. ¿De verdad hay diferencia entre utilizar orégano o albahaca?
– ¡Ah, sí! Las hierbas lo cambian todo. En eso tienes que fiarte de mí.
– Llevaré esto a la cocina y limpiaré el caos que he organizado mientras cocinaba.
– Me siento culpable de que tengas que hacer todo eso -Hannah arrugó la nariz.
– No sufras. Meter las manos en agua jabonosa caliente debe reforzar el carácter o algo así. Sobreviviré.
– Muchas gracias.
Él se fue con los platos, pensando que era una suerte que Hannah no pudiera levantarse. Si viese el estado de su cocina se desmayaría. O lo mataría a él.
Observó el lío de cazos y sartenes que había sobre la encimera, las latas abiertas, los frascos de especias y los quemadores sucios. Tenía trabajo de sobra, pero antes decidió hacer una llamada. Su hermana contestó al primer timbrazo.
– ¿Lo quemaste todo?
– No. La cena estaba muy buena.
– Estás mintiendo -rió CeeCee.
– No. El pollo estaba hecho, las verduras un poco blandas, pero pasables. Lo más difícil fue el arroz. Creí que simplemente se hervía hasta estar hecho.
– No es exactamente así -suspiró ella-. ¿En qué me equivoqué contigo, hermanito?
– No te equivocaste. Soy perfecto.
– Sí, sí. Claro. Y ahora tienes que fregarlo todo.
– Eso mismo estaba pensando yo. Supongo que no te apetece venir a ayudarme, ¿verdad?
– Ni en sueños. Llámame si necesitas recetas para mañana.
– Había pensado que podíamos pedir la comida.
– Entonces, ¿te vas a quedar ahí? -la voz de CeeCee sonó entre sorprendida y curiosa.
– Eso creo. Hannah necesita ayuda y no me importa quedarme.
– Interesante.
– Somos amigos -insistió él, incómodo con el tono de su hermana.
– Amigos que se acuestan juntos.
– Eso es irrelevante -descartó él, sin querer discutir.
– A mí me parece muy relevante. Nunca te habías responsabilizado de nadie. No digo que sea malo -añadió rápidamente-. Digo que tus objetivos siempre se han basado en tu carrera, no en las personas.
– Hannah no es un objetivo. Es… -deseaba decir que era alguien que le importaba, pero su hermana sacaría demasiado partido a eso-. No quiero que les ocurra nada a ella y al bebé.
– Lo sé y me alegro de que te sientas así. La situación me parece fascinante. Mantenme informada.
– Sí, claro. Llamaré para cotillear al menos tres veces al día.
– No me imaginaba que conocieras el significado de la palabra cotilleo -CeeCee soltó un suspiró-. En serio, llámame si pasa algo. Yo tampoco quiero que Hannah y su bebé tengan problemas.
– Gracias, hermanita. Lo haré -colgó el teléfono y se apoyó en la encimera.
Su hermana tenía razón. En el pasado siempre había elegido a mujeres que no esperaban ni necesitaban de sus cuidados. Incluso cuando su madre estuvo enferma, fue CeeCee la que se ocupó de todo, hasta el final.
Eric nunca había tenido una relación profunda con su madre. CeeCee hablaba de una mujer alegre y feliz que daba abrazos, hacía pasteles y contaba cuentos. Pero eso fue en la infancia de CeeCee; él había conocido a una mujer retraída y distante. Al crecer se enteró de que su padre la había enamorado, dejado embarazada y huido con todos sus ahorros y el dinero del seguro de vida que había dejado el padre de CeeCee al morir. Eric era el bastardo de un hombre merecedor de ese apelativo.
Su padre fue un hombre guapo y encantador, que se aprovechaba de todo el mundo. Eric se había prometido no utilizar a nadie en su vida. La forma más sencilla de conseguirlo era no tener relaciones serias.
Se preguntó cómo aplicar esa filosofía a la situación actual. Estaba involucrado, sin duda; estaba viviendo con Hannah, cuidándola. Suponía un riesgo, pero no podía abandonarla. Quería que el bebé y ella estuvieran seguros. Necesitaba ayudarlos y no sabía por qué.
Hannah no era como otras mujeres con las que había salido. Nunca habían tenido la conversación sobre una relación sin ataduras y ya no tenía sentido. Conocía la respuesta: Hannah no se conformaría con eso, buscaba mucho más. Eso quería decir que él no encajaba.
Pero era demasiado tarde para dar marcha atrás. Tenía que quedarse allí, al menos mientras durase la crisis. Después tendría que decidir si huía mientras estuviese a tiempo o llegaba hasta el final. Movió la cabeza. En su mundo el amor nunca duraba y «felices para siempre» era algo que sólo ocurría en las películas.
– Toc, toc -llamó una voz.
– Aquí, Jeanne -Hannah sonrió y dejó el libro-. El dormitorio está en la parte de atrás.
– ¡Oh, me encanta lo que has hecho con el salón! ¿El sofá es nuevo? -Jeanne entró en el dormitorio con una bolsa en una mano y dos botellas de agua en la otra-. ¿Conseguiste el sofá en la ciudad o es de encargo? Es precioso. Has elegido muy bien los colores.
– Gracias. Es de encargo, pero de aquí. De Millers.
– ¿Cómo lo conseguiste tan rápido? -Jeanne dejó una botella de agua en la bandeja de cama de Hannah y otra en la mesilla.
– Es uno que rechazaron -sonrió Hannah-. Por lo visto, la persona que lo encargó lo odió a primera vista. Me enamoré de él inmediatamente, aunque confieso que eso hizo que me cuestionara mi buen gusto.
– Estoy de acuerdo contigo. Es fantástico. Quizá vaya este fin de semana a ver tapicerías y modelos -se sentó en la silla y miró a Hannah-. ¿Cómo estás?
– Aburrida y muy agradecida por tu compañía. Gracias por traerme el almuerzo.
– Es un gusto escapar de la oficina. Debería darte las gracias yo a ti.
Sacó sándwiches, varios recipientes de ensalada, tenedores de plástico y servilletas de papel de la bolsa.
– ¿Qué tal te encuentras? -insistió.
– Muy bien -Hannah señaló con la cabeza el tensiómetro que había junto a la cama-. A las once de la mañana tenía la tensión normal y no tengo fiebre. Estoy bebiendo suficiente líquido para hundir un barco, lo que implica muchos viajes al cuarto de baño, pero como es mi única excusa para moverme, no me molesta.
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