– Ya imagino que estás muy ocupado -señaló la puerta-. ¿Te importaría dejarla abierta para que pueda echar otro vistazo? Cerraré cuando me vaya.
– Haré algo mejor -le dio las llaves-. Puedes devolverlas mañana.
– ¿Estás seguro?
– Sí, confío en que no harás pintadas ni robarás los electrodomésticos.
– No creo que pudiera con el frigorífico -rió ella-. Pero me apetece volver con un metro y empezar a hacer planes.
– Como quieras. Entretanto yo pondré en marcha los papeles. Alguien traerá la información sobre la casa mañana.
– Cuánta eficacia -se levantó-. Estoy impresionada.
Él también lo estaba, pero por otras razones. Titubeó un momento; el deseo de besarla era muy fuerte y tenía la impresión de que no la molestaría. Pero ésa era una reunión de negocios y decidió esperar a la cena.
– Te veré mañana -hizo un gesto de despedida con la mano y fue hacia el coche. Estaba nervioso y excitado; ella le gustaba y mucho.
La tienda de artículos para el hogar que había a la salida de la ciudad era nueva. Hannah empujaba un enorme carro por los anchos pasillos, pensando que sería fácil perderse allí dentro. Se detuvo ante una colección de persianas que le embotó el cerebro.
– Y yo creía que la zona de las telas era demasiado grande… -murmuró para sí, observando las distintas texturas y colores disponibles.
Su prioridad era decorar la planta superior, en la que viviría. Sin embargo, se había dado cuenta de que los dormitorios de abajo no tenían nada en la ventana y quería cubrirlas antes de instalarse. Tocó las persianas de plástico y las de metal. Había de madera, pero no quería hacer una inversión tan grande de momento.
– Siempre podría clavar unas telas -se recordó. Sería una solución fácil y barata.
Estaba encantada de tener que tomar ese tipo de decisiones. Apenas había mirado el contrato que había enviado Eric, pero ya se sentía dueña de la casa.
Sería el primer hogar real que tendría desde que su madre murió cuando ella tenía trece años. Hasta entonces había vivido felizmente en una vieja y dilapidada casa de dos dormitorios. Tenía muchas corrientes de aire y era pequeña, pero había sido su hogar. Después había pasado unas confusas semanas en la mansión de los Bingham, donde conoció a su padre por primera vez. El duelo por su madre y enfrentarse a una familia nueva había sido demasiado para ella. La alegró que decidieran enviarla a un internado para chicas.
Desde entonces había vivido en dormitorios comunes y últimamente, en un pequeño apartamento. Pero habían sido lugares temporales. Por primera vez en diez años iba a tener un sitio propio y se sentía muy bien.
Abandonó la confusión de las persianas y fue hacia la zona de jardinería. Quizá podrían informarla de si era demasiado tarde para plantar arbustos de bayas. Sonrió al imaginarse montones de hojas verdes y frutos brillantes y maduros. Su madre siempre había congelado varios kilos y hecho mermelada con las demás. Tendría que buscar una buena receta.
Rió para sí al imaginarse lo que pensarían sus amigos de la facultad de Derecho si supieran que la emocionaba comprar persianas y hacer mermelada casera. No la reconocerían.
En ciertos sentidos Hannah tampoco se reconocía. Por primera vez en su vida no estaba haciendo lo que todos esperaban y querían. Estaba haciendo lo mejor para ella.
Entró en una amplia zona cubierta, adosada al edificio principal, e inhaló el aroma de las plantas. Antes de que pudiera seguir el cartel que indicaba la zona dedicada a las bayas, alguien la llamó.
– ¿Hannah?
Se volvió y vio a un hombre alto y guapo caminando hacia ella. Hannah sintió alegría y también cierto disgusto. En una ciudad tan pequeña, era inevitable que se encontrara con algún miembro de su familia, pero no había contado con que ocurriese tan pronto.
Ronald Bingham, poderoso y encantador, dirigía Empresas Bingham con la facilidad de alguien nacido para el mando. Técnicamente era su tío, el hermano de su difunto padre, pero como no había crecido con él, lo consideraba simplemente el cabeza de familia.
– Sí, eres tú -dijo él, acercándose.
– Me has cazado en la sección de jardinería de un almacén de cosas para el hogar. ¿Qué va a decir la abuela? -exclamó ella con ligereza, para ocultar su nerviosismo.
– No tengo ni idea -Ron la abrazó y besó su mejilla-. Seguramente que estás preciosa -la apartó un poco para observarla-. Lo que sea que hayas estado haciendo te ha sentado muy bien, Hannah.
– Gracias -Hannah deseó que siguiera pensando lo mismo cuando contestase a las inevitables preguntas.
– ¿No deberías estar en New Haven? -preguntó-. ¿Estáis de vacaciones en la universidad?
– Debería estar en Yale, pero no estoy -dijo ella-. Estoy aquí.
– ¿Quieres decirme por qué?
Ella estudió su rostro y sus ojos avellana. Hannah había entrado en su familia de repente; una más entre los bastardos engendrados por Billy Bingham. Ron la había acogido con cariño y deseó que eso no cambiara.
– ¿Te importaría que te dijese que no y cambiase de tema?
– Sobreviviría.
– Me alegro -sonrió-. ¿Qué haces tú aquí, rodeado de plantas? ¿No tienes un imperio que dirigir?
– Sí -soltó una risa-, pero a veces hay demasiadas reuniones. Entonces me escapo un par de horas. Estoy añadiendo un porche nuevo a la casa y vine a echar una ojeada a la madera.
– ¿No hay lacayos y contratistas que lo hagan por ti?
– Claro, pero si lo hicieran ellos, no podría decirle a mi asistente que tengo que hacerlo yo para escapar.
– ¿Por qué no te tomas un día libre?
– Ejem -miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo oía-. Un día libre no es tan divertido como escaparse un par de horas.
– Yo creía que siempre seguías las reglas.
– No cuando me conviene romperlas.
– Es bueno saberlo -se apoyó en el carro-. Pero mirar madera no es muy buena excusa.
– No necesito una mejor. Soy el jefe. ¿Qué haces de vuelta en la ciudad?
– ¿No acabo de evitar esa pregunta? -suspiró ella.
– Sólo temporalmente. Lo siento Hannah, insistiré hasta que me convenzas de que todo va bien.
Hannah deseó decirle que no tenía que preocuparse por ella, pero no creía que la escuchara. Aunque no había pasado mucho tiempo con los Bingham, sabía que Ron la consideraba parte de la familia. Por desgracia, desilusionarlo iba a darle mucha vergüenza.
– He vuelto a la ciudad.
– ¿Y tus estudios de Derecho? -preguntó él sin parpadear.
– Todavía me faltan dieciocho meses.
– Nadie lo sabe, ¿verdad? -adivinó él, tras estudiar su rostro. Ella asintió-. Y no quieres que se enteren.
– No exactamente -lo sabrían antes o después, pero Hannah deseaba algo de tiempo-. Sé que no tengo muchas posibilidades de guardar el secreto.
– Aquí, no -puso la mano en su hombro-. De acuerdo, chica. No diré una palabra. Ni siquiera a Myrtle.
– Gracias -dijo Hannah, intentando no estremecerse al oír nombrar a su abuela. La matriarca de la familia no se tomaría su decisión tan bien como Ron.
– ¿Estás bien? -inquirió él-. ¿Puedo ayudarte en algo?
– Estoy perfectamente -le prometió-. Ah, pero sí necesito el nombre de un abogado experto en gestiones inmobiliarias. Voy a comprar una casa.
– Veo que no bromeabas con respecto a tu vuelta -su tío enarcó las cejas-. Está bien, te conseguiré el teléfono de un buen abogado. ¿Dónde te alojas?
– En el Lakeshore Inn.
– Te dejaré un mensaje allí.
– Te lo agradezco mucho, de verdad.
– Es un placer -miró su reloj-. Tengo que volver a la oficina. Cuídate, Hannah. Si necesitas algo, sabes cómo ponerte en contacto conmigo.
– Sí. Gracias otra vez, por todo -le dio un abrazo y lo despidió con la mano. Sabía que cuando regresara al hotel ya le habría dejado un mensaje, era ese tipo de hombre: amable, digno de confianza y considerado.
Y se sentía solo. No se le notaba tanto como hacía dos años, pero aún se veía en sus ojos. Su esposa, Violet, había muerto repentinamente muchos años antes, pero Ron seguía echándola de menos. Habían estado locamente enamorados hasta el día en que ella murió.
Hannah no podía evitar envidiar el amor que Violet y él habían compartido. Se preguntó cómo sería amar y ser amado de esa manera. Ser lo primero en la vida de alguien. Siempre lo había deseado y se preguntaba si alguna vez lo conseguiría.
Como no iba a conseguir una respuesta, decidió centrarse en sus compras para la casa y en los temas que podía controlar. Por ejemplo, lo que iba a decir su abuela cuando descubriera que Hannah había vuelto para quedarse. No era una conversación a la que deseara enfrentarse.
Desafortunadamente, su vuelta no era lo único que había ocultado. Hannah se detuvo y apretó la mano contra el leve bulto de su vientre. Era su primer embarazo y apenas se le notaba, aunque estaba de cuatro meses.
A su abuela le iba a dar un ataque por su vuelta, pero no podía ni imaginarse lo que diría cuando descubriese que había un bebé en camino… y ni rastro del padre.
Su abuela no iba a ser la única sorprendida. Hannah no quería pensar en la reacción de Eric cuando se enterase. No era asunto suyo, pero si seguían viéndose iba a tener que decirle la verdad, o arriesgarse a que creyera que tenía tendencia a engordar.
Pero no era necesario decírselo aún. Una cena no implicaba que fueran a iniciar una relación.
Capítulo 3
ERIC, animado por la recompensa de cenar con Hannah, salió de la oficina a su hora. Fue a casa, se duchó y cambió de ropa y apareció en su hotel puntualmente. Ella abrió la puerta y sonrió.
– Eric.
Había oído su nombre cientos de veces, pero Hannah lo decía de una forma especial que le gustaba. No solía distraerse en el trabajo, pero esa tarde había pensado más de una vez en la cena. Al verla, supo que no había sobreestimado su atractivo.
Llevaba el pelo rubio suelto y rizado y un poco de maquillaje acentuaba sus grandes ojos verdes. El vestido color melocotón era lo suficientemente escotado como para acelerarle el pulso y le llegaba justo por encima de la rodilla.
Era una mujer adulta, sofisticada y tentadora. Él era un hombre que no había sido tentado en bastante tiempo; le gustaba la combinación.
– Aquí tienes los documentos legales -dijo, entregándole los contratos.
– Bien. Tengo el nombre de una abogada; mañana se los llevaré para que los estudie -dejó la carpeta en la mesa y le devolvió las llaves de la casa-. He dejado todo exactamente como estaba.
– Eso no me preocupaba.
– ¿A dónde vamos? -preguntó ella tras recoger su bolso.
– Lo dices como si hubiera una docena de opciones -Eric soltó una risa-. Esto no es Nueva York.
– ¿En serio? -simuló sorpresa-. Eso explica que no haya ruido de tráfico. Me extrañaba tanto silencio -bromeó ella, mientras bajaban al vestíbulo.
– ¿Qué has hecho hoy? ¿Has comprado alguna baya?
– Ahora te burlas de mí, pero serás tú el que te arrastres por mi jardín, suplicando que te deje probarlas.
Eric no dudaba que suplicaría, pero no sería fruta lo que pidiera.
Cuando salieron el sol se había puesto, tiñendo el cielo de rosa. Ya se veían algunas estrellas.
– He echado esto de menos -Hannah inspiró con anhelo-. Me alegro de estar aquí.
– Espera a que llegue la humedad del verano.
– No me molestará -negó con vehemencia-. Pienso disfrutar de cada segundo de sudor.
– Siempre puedes ir a remojarte al lago.
– Es verdad. Sólo está a unos peldaños de distancia.
Eric metió la mano en el bolsillo y sacó el control remoto del coche. Los cierres de BMW 330i se levantaron y él abrió la puerta del pasajero.
– Bonito coche.
– Sí -Eric sonrió-. Ya lo sé. Es un capricho. Siempre me gustaron los coches, pero estaba demasiado ocupado ganando para comer o estudiando para permitirme uno que fuera más que un medio de transporte básico. Con el último ascenso, decidí que había llegado el momento.
– Te lo has ganado. Me alegro de que seas capaz de disfrutar de tu éxito. Algunas personas se pierden trabajando y no llegan a disfrutar de lo que tienen.
Hannah entró en el coche, Eric cerró la puerta y fue al otro lado.
El BMW había sido su primer y único capricho. Vivía con sencillez y metía la mayoría de sus ganancias en el banco. Pero el coche había sido un sueño desde su infancia. No le interesaban las casas grandes ni las vacaciones lujosas; un coche era algo distinto.
Según decía CeeCee, su hermana, era típico en los hombres. Nunca había entendido su fascinación por los motores; se negaba a hablar del tema con él.
A los dieciséis años, le había parecido igual de importante ahorrar para el coche que para pagarse la universidad. Había trabajado duro, pero tenía estudios, un buen trabajo e iba a cenar con una mujer bellísima.
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