Raúl intentaba subir al campamento casi cada día y hacía que sus visitas coincidieran con la hora del almuerzo o del recreo para poder pasar algo de tiempo con los chicos en el patio de juegos. Era divertido jugar a la pelota con ellos y, aunque eran demasiado pequeños como para lanzar o atrapar un balón de fútbol americano, jugaban bien con una de béisbol y la tienda de deportes de Josh había donado varias.

Cuando llegó aquel día, los niños aún seguían almorzando y fue a ver a Dakota.

Ella era una de esas personas ordenadas que tenía archivos clasificados por códigos y colores. Muy parecido al despacho de Pia, pero sin el enorme calendario ni los pósters del Día de los Fundadores y del Puesto de los Besos. «Un dólar por beso».

– ¿Qué tal va todo? -preguntó él.

– Genial -ella le indicó que pasara y él se sentó-. Todos los niños están ubicados en sus clases. Vamos bien de pupitres, aunque un poco escasos de pizarras y libros. Así que estamos haciendo uso de la creatividad. Puede que a los alumnos les venga bien aprender que en la vida hay que ser flexibles.

Él se rio.

– Utilizar el desastre como método para la enseñanza.

– Claro, ¿por qué no? -ella sacó una carpeta y la miró-. Deberíamos tener un presupuesto estimado del coste de la reparación del colegio para finales de semana. Si oyes un gruñido generalizado el viernes a las diez de la mañana, eso es el consejo escolar reunido con el consejo de la ciudad. Creo que la cosa se pondrá fea.

– ¿No hay un seguro?

– Claro, pero no creo que sea suficiente para reformar toda la escuela. Seguro que también hay dinero estatal, pero veo que vamos a tener que hacer muchas recaudaciones de fondos.

Él recordó la divertida tarde de sábado que habían pasado en el parque.

– Pia montó una buena fiesta.

– Tiene mucha experiencia.

Un grupo de niños gritando pasó por delante de la puerta del despacho.

– El almuerzo debe de haber terminado.

– Eso parece.

Más niños pasaron corriendo.

– ¿Te molesta el ruido? ¿Quieres que te ponga el despacho en otra parte?

Dakota se rio.

– Somos seis hermanos. Estoy acostumbrada al ruido.

– ¿Una infancia feliz y llena de ruidos?

– Absolutamente. Los niños llegaron primero y con años de diferencia, pero cuando llegamos las chicas, mamá tuvo que vérselas con tres bebés a la vez. No entiendo cómo pudo hacerlo. Sé que mi padre la ayudó y también los vecinos echaron una mano, pero ¿trillizas? No sé cómo, pero lo logró.

Pensó en Pia. Le implantarían los tres embriones al mismo tiempo y si todos sobrevivían, ella también tendría trillizos.

– Entonces estás acostumbrada al caos.

– Ni siquiera lo noto. Hay complicaciones con muchos niños, pero por lo que yo sé, lo positivo supera a lo negativo.

– ¿Planeas tener una gran familia?

Ella asintió y se rio.

– Pero debería estar empezando ya, ¿eh?

– ¿Hay algún chico?

– Eso me gustaría -arrugó la nariz-. Lo sé… que aburrido, pero quiero ser tradicional. Casarme, tener hijos, una casa con valla y un perro. No son cosas que un jugador de fútbol americano pueda encontrar interesantes.

– ¿Qué te hace pensar que no quiero lo mismo?

– ¿Lo quieres? -preguntó ella ladeando la cabeza mientras lo observaba.

– Me gustaría.

– Has estado casado una vez.

– No funcionó.

– ¿Habrá una próxima vez?

– No lo sé -admitió. Igual que le sucedía a Pia, le costaba confiar en la gente. En su caso, su problema eran específicamente las mujeres.

– Puede ser distinto. Mejor.

Él estaba menos seguro.

– ¿Qué hay de ti? ¿Algún marido en el horizonte o estás esperando al chico perfecto?

– No tiene que ser perfecto, sino un chico normal que quiera una vida normal -sacudió la cabeza-. Encontrar eso es más complicado de lo que piensas. Aquí en el pueblo tenemos escasez de hombres.

– Ya lo he oído.

– Podrías decirle a alguno de tus colegas del equipo que nos visitara, como un gesto de cortesía hacia las solitarias mujeres del pueblo.

– Ceder el campamento ha sido mi buen acto de la semana.

Él se levantó y se asomó a la puerta. Un grupo de niños, en el que se encontraba Peter, pasó por allí.

Raúl se giró hacia Dakota.

– Hay un chico en la clase de la señorita Miller, Peter. Se asustó mucho en el incendio. Fui a agarrarlo de la mano para sacarlo, pero cuando alargué el brazo, se encogió como si pensara que iba a pegarlo.

Ella frunció el ceño.

– No me gusta cómo suena eso -anotó el nombre en una libreta-. Hablaré con su profesora e investigaré un poco.

– Gracias. Seguro que al final no es nada.

– Seguro que sí, pero nos aseguraremos -miró el reloj-. Será mejor que te vayas. Tus fans están esperando.

Él se movió incómodo.

– No son fans.

– Te veneran. Eres alguien a quien han visto jugar por la tele y ahora estás en su patio, lanzándoles una pelota de béisbol. Si eso no es cosa de fans, ¿entonces qué?

– Solo voy a pasar un rato con los chicos. No hagas que parezca más de lo que es.

– Afectuoso y modesto… sal conmigo.

– No soy tu tipo.

– ¿Cómo lo sabes?

Porque desde el momento en que se habían conocido, no había habido química. Además, Dakota trabajaba para él.

– ¿Me equivoco?

Ella suspiró teatreramente.

– No, no lo eres. Por eso me interesa conocer a tus compañeros de equipo.

– Lo dudo. Encontrarás a tu hombre tú misma.

– ¿Podrías decirme cuándo? -le preguntó ella con una carcajada-. ¿Para poder poner una estrella junto a ese día en el calendario?

– Cuando menos te lo esperes.


Pia estaba sentada frente a Montana Hendrix en su pequeño despacho. Conocía a las trillizas de toda la vida, unas chicas cuya familia siempre había sido importante allí y cuyo linaje se remontaba a los fundadores del pueblo.

La gente que daba por hecho que las tres hermanas actuaban igual, porque se parecían, estaba claro que no las conocían. Nevada era la más tranquila, la que había estudiado ingeniería y trabajaba con su hermano. Dakota era más como una niña… quería que todo el mundo le hiciera caso. Montana era la más pequeña, tanto en orden de nacimiento como en personalidad. Era divertida e impulsiva, y ésa a la que Pia estaba más unida.

– ¿Entonces está todo vendido? -preguntó Montana, doblando una carta y metiéndola en un sobre.

– Sí. La subasta ha sido todo un éxito. A pesar del hecho de que no había pujas mínimas, sacamos casi el doble de lo que esperábamos.

– Todo el mundo quiso ayudar -dijo Montana.

– Igual que tú hoy -sonrió Pia-. ¿Te lo he agradecido ya?

– Vas a invitarme a almorzar.

– Ah, sí, lo había olvidado.

Hablaron sobre lo que estaba sucediendo en el pueblo y con sus amigas.

– Me han ofrecido un trabajo a jornada completa en la biblioteca.

Pia enarcó las cejas.

– Eso es genial. Felicidades.

Montana no parecía muy emocionada.

– ¿Es genial, verdad? Llevo trabajando ahí dos años a jornada partida y ahora me van a dar un buen ascenso y tendré beneficios.

– ¿Pero?

Montana respiró hondo.

– No quiero -alzó una mano-. Lo sé, lo sé. ¿En qué estoy pensando? Es una gran oportunidad. Me ayudarían a pagar un máster en biblioteconomía. Me encanta vivir en Fool’s Gold y ahora tengo seguridad laboral.

– ¿Pero? -volvió a preguntar Pia.

– No es lo que quiero hacer -admitió Montana en voz baja-. No me encanta trabajar en la biblioteca. Quiero decir, me gusta, los libros son geniales, y me gusta ayudar a la gente y trabajar con niños, pero ¿a tiempo completo? ¿Todos los días durante ocho horas?

Apoyó los brazos sobre la mesa y se dejó caer en su asiento.

– ¿Por qué no puedo ser como los demás? ¿Por qué no puedo saber lo que quiero hacer con mi vida?

– Creí que te gustaba la biblioteca. El verano pasado te hizo mucha ilusión ayudar a montar la firma de libros de Liz.

– Eso fue divertido, pero… Tú sabías lo que querías hacer.

– No, no tenía ni idea. Empecé en este trabajo porque parecía que me ofrecía muchas opciones y empecé como asistente antes de descubrir que me gustaba. Tuve suerte. No estaba planeado.

– Yo necesito tener suerte -murmuró Montana y después sonrió-. Iba a decir que no en un sentido amoroso, aunque eso tampoco estaría mal -su sonrisa se disipó-. Me siento como una estúpida.

– ¿Por qué? No lo eres. Eres inteligente y divertida.

Montaba bajó la voz.

– Creo que puede que no sea muy fiable.

Pia hizo lo que pudo por no sonreír.

– Eres todo menos eso.

– No puedo elegir una carrera. Tengo veintisiete años y no sé lo que quiero hacer cuando sea mayor. ¿No debería haber crecido ya? ¿No es ahora mi futuro?

– Suenas como un póster. No se trata del futuro, sino de ser feliz. No tiene nada de malo intentar distintas carreras hasta que encuentres la que te guste. Te mantienes a ti misma. No es que estés viviendo con tu madre y viendo la tele todo el día. No pasa nada por explorar posibilidades.

– Tal vez -dijo Montana-. Nunca pensé que no sabría lo que quiero hacer.

– Mejor seguir intentándolo hasta descubrir lo que te hace feliz que elegir algo ahora y después odiar tu trabajo durante los próximos años.

Montana sonrió.

– Haces que suene muy fácil.

– Arreglar la vida de otro no es difícil. La única vida con la que tengo problemas es la mía.

Montana enarcó las cejas.

– ¿Este problema tiene que ver con cierto exjugador de fútbol americano alto y muy musculoso?

Pia se advirtió que no debía sonrojarse.

– No. ¿Por qué lo preguntas?

– Has almorzado con él.

– Fue un almuerzo de negocios.

– A mí no me pareció un almuerzo de negocios -dijo Montana.

«Así es la vida en un pequeño pueblo», pensó Pia.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Lo viste?

– Me lo han contado y hasta me han dicho que hubo un beso, pero no me han confirmado nada.

Pia suspiró.

– Te juro que por aquí necesitamos ampliar los canales de la televisión por cable. La gente está hambrienta de entretenimiento.

– Entonces, ¿no hay nada entre Raúl y tú? -preguntó Montana decepcionada.

Pia vaciló.

– ¡Sí que lo hay!

– No te emociones tanto. No es lo que crees. No es romántico -¿cómo podía serlo? Su futuro embarazo ahuyentaría a cualquier hombre en su sano juicio.

Pia respiró hondo.

– Crystal me ha dejado sus embriones.

Montana abrió los ojos de par en par.

– Creía que te habías quedado con su gato.

– Y así fue hasta que me enteré de lo de su testamento. Jo tiene el gato.

– ¿Y tú los bebés? Es increíble. ¡Oh, Dios mío! Vas a tener a sus bebés. Tienes que decidir qué hacer con ellos. ¿Te ha dejado instrucciones?

– No específicamente. Sé que lo de tenerlos está implícito, no es que quiera que los mantenga congelados para siempre. Dejó dinero para cubrir algunos de los gastos médicos y establecer un fondo para la universidad.

– ¿Vas a tenerlos?

Pia asintió lentamente, aún no lo había asumido del todo; aceptar algo así llevaba su tiempo.

Montana se levantó, rodeó la mesa, se agachó y abrazó a Pia.

– No puedo creerlo. Es increíble. Vas a tener los bebés de Crystal. ¿Estás aterrorizada?

– Mucho, además de confundida y preocupada. ¿Por qué me ha tenido que elegir a mí? Hay muchas otras mujeres con más potencial para ser madre.

Montana se puso derecha y volvió a su asiento.

– Eso no es verdad. Tú eres la persona que quería que tuviera sus hijos.

– Lo dices como si tuviera todo el sentido del mundo.

Montana parecía confundida.

– ¿Y por qué no iba a tenerlo?

– No sé nada de bebés y mucho menos de cómo criar a tres. No me habló de esto, no me advirtió. Se suponía que yo me quedaba con el gato. Le caigo fatal, así que es casi mejor que no lo tenga yo, pero aun así… -se mordió el labio-. ¿Por qué me eligió Crystal?

– Porque te quería y confiaba en ti. Porque sabía que tomarías las decisiones correctas.

– Eso no podía saberlo. Ni siquiera lo sé yo. ¿Y si sucede algo malo? ¿Y si los embriones me odian tanto como Jake?

– No están en posición de juzgarte.

– De acuerdo, no ahora, pero lo estarán. Una vez que hayan nacido.

– Los bebés se unirán a ti porque eres maravillosa. Pero incluso aunque no lo fueras, lo harían.

– Me sentiría mejor si les gustara por mí misma y no por algo biológico.

– Eso también pasará -le aseguró Montana-. Serás una mamá genial.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Pia, preocupada y desesperada-. Mis novios siempre me dejan, ni siquiera el gato quería vivir conmigo. ¿Qué tengo que ofrecerle a un bebé?