Le gustaba ese hombre. Y teniendo en cuenta que iban a casarse, era genial. Pero Liz tenía razón, tenía que tener cuidado. Si dejaba que le gustara demasiado acabaría siendo vulnerable. Ya le habían hecho demasiado daño en la vida. No necesitaba buscar problemas. La mayor parte del tiempo parecía que ellos la encontraban a ella sin ninguna ayuda.
Raúl llegó al campamento justo cuando los niños estaban tomándose su descanso de la tarde. Hacía fresco, pero el cielo estaba claro. Se encontró en mitad de un grupo de niños que corrían para aprovechar al máximo sus veinte minutos de juegos.
– Ey, Raúl -le gritó Peter mientras pasaba por delante-. Ven a jugar.
Había visto al chico varias veces desde que habían almorzado juntos. Peter era inteligente, simpático y le gustaban los deportes. No había señal de abuso de ningún tipo. Tal vez, él se lo había imaginado al verlo encogerse de miedo durante el incendio.
Siguió a los niños hasta el patio y el nivel de ruido aumentó cuando comenzaron a jugar. Había gritos además de carcajadas.
Al mirar a su alrededor, quedó complacido al ver en lo que se había convertido su campamento. Era genial, pensó cuando unas niñas lo convencieron para que sujetara un extremo de una comba.
– Más deprisa -dijo una niña con el pelo rizado-. Yo salto muy bien.
La profesora, al otro lado de la cuerda, y él hicieron lo que les dijo y la giraron más deprisa mientras la niña se reía entre carcajadas.
Por el rabillo del ojo vio a varios chicos en los columpios y a Peter trepando hasta lo alto. Sospechó lo que iba a pasar, a pesar de saber que estaba demasiado lejos como para evitarlo.
A Peter se le resbaló la mano y mientras Raúl echaba a correr hacia él, el chico cayó al suelo aterrizando sobre su brazo. Inmediatamente, Raúl supo que sería grave.
– Quédate quieto -le ordenó cuando llegó a su lado.
Peter parecía más aturdido que lesionado. Comenzó a levantarse y Raúl vio la extraña forma que había adoptado su brazo.
– Me duele -dijo el chico, pálido y con el rostro desencajado antes de empezar a llorar.
– Lo sé. Es el brazo. ¿Te duele algo más?
Peter negó con la cabeza y las lágrimas cayeron sobre sus mejillas mientras Raúl lo tomaba en brazos.
Un puñado de alumnos se habían arremolinado a su alrededor y los profesores llegaban corriendo.
– Se ha roto el brazo -dijo Raúl-. No sé si se ha hecho daño en alguna otra parte. Me lo llevo al hospital. Será más rápido que esperar una ambulancia. Llamad al hospital para que sepan que vamos y a la policía por si pueden reunirse conmigo en la parte baja de la montaña y escoltarme hasta el hospital y localizar a sus padres adoptivos.
Peter apenas pesaba nada, pensó Raúl mientras corría al aparcamiento. Una de las profesoras iba con ellos y le sacó las llaves de la chaqueta. Les abrió la puerta, y él se agachó para tender al niño sobre el asiento.
La señorita Miller apareció a su izquierda.
– Yo también voy. Llevaré mi propio coche y os seguiré -se agachó y acarició el rostro de Peter-. Te pondrás bien. Cuidaremos de ti.
El chico seguía llorando.
Raúl le abrochó el cinturón y la señorita Miller se apartó y cerró la puerta.
– ¿Sabes dónde está el hospital? -preguntó ella mientras Raúl corría hacia el lado del conductor.
– Sí.
– Allí nos vemos.
Casi dos horas después, Raúl estaba en la sala de espera de Urgencias, donde habían atendido a Peter casi de inmediato. La radiografía mostraba una clara rotura que se curaría rápidamente. Estaban poniéndole una escayola mientras la señorita Miller esperaba para hablar con la trabajadora social con la que habían contactado. Por el momento, no habían aparecido los padres adoptivos.
– ¿Señor Moreno?
Él alzó la mirada hacia una enfermera alta y rubia con una carpeta.
– Sí.
– Hola, soy Heidi. Peter se pondrá bien, pero me preguntaba si podría hablar con usted un minuto.
– Claro.
La siguió hasta una sala de examen vacía.
– ¿De qué conoce a Peter?
– Del colegio. Va a la escuela que se ha quemado y por eso ahora todos los niños están en mi campamento. He jugado al balón con él y con sus amigos algunas veces. ¿Por qué?
Ella apretó los labios.
– Está muy delgado para su edad y nos preocupa cómo se está alimentando. Sus huesos no son tan fuertes como deberían. Por lo que nos ha dicho la señorita Miller del patio, no debería haberse roto ningún hueso con esa caída. ¿Sabe si come lo suficiente?
Él sacudió la cabeza, ignorando la rabia que bullía en su interior. No tenía paciencia para la gente que no se ocupaba de los niños que se les confiaban. Él había pasado por todo eso mientras creció.
– ¿Hará alguna prueba? -preguntó él.
– Tenemos que hablar con sus padres.
– Padres adoptivos. Perdió a sus padres hace un tiempo.
– No me gusta cómo suena eso. Ahora sé por qué la señorita Miller quería que llamáramos a los servicios sociales. Hablaré con la encargada del caso cuando llegue y le preguntaré qué hacer.
Raúl la miró.
– ¿Hay señales de maltrato físico?
– No hemos visto nada. ¿Sospecha que puede estar pasando algo?
– Estuve en la escuela cuando estalló el fuego y Peter fue uno de los últimos niños en salir. Cuando iba a ayudarlo, se apartó. Tal vez no signifique nada, pero…
– Tal vez -Heidi no parecía muy convencida-. También mencionaré eso. No tiene nada de malo ser cauto -tomó anotaciones-. Gracias por la información.
Heidi y él salieron de la sala y Raúl vio a la señorita Miller corriendo hacia él.
– ¿Puedes venir a la habitación de Peter? No está bien.
– ¿Qué pasa? Estaba bien hace unos minutos.
– Tiene la escayola puesta y están dándole algo para el dolor -dijo la mujer-. No es el brazo -bajo la voz-. Al parecer, la última vez que estuvo en un hospital fue después de aquel terrible accidente que se llevó a sus padres. No deja de hablar de ellos y de preguntar por ti -miró a Raúl-. Creo que verle lo haría sentir mejor.
– Claro.
– Adelante -le dijo Heidi-. Yo voy a ver a qué hora viene la trabajadora social.
Ya que a Peter le darían el alta en una hora, aproximadamente, no le habían asignado habitación. Raúl siguió a la señorita Miller por el laberinto de pasillos que conformaban la zona de Urgencias. Petar estaba incorporado en la cama, muy pequeño y pálido. La escayola le llegaba hasta el codo y era del azul de los Cowboys de Dallas. Pero el chico no pasea contento con ella mientras lloraba cubriéndose los ojos.
– Ey, colega -dijo Raúl al entrar en la habitación-. ¿Qué pasa?
– Quiero irme a casa… -lloraba.
– Estamos buscando a tus padres adoptivos.
– No, no los quiero a ellos. Quiero estar con mis papás.
Raúl maldijo en silencio. Ése era un problema que no podía solucionar. Miró a la señorita Miller, que estaba conteniendo las lágrimas, y después volvió a mirar al chico.
Raúl fue hacia la cama, tomó al niño en brazos y se sentó con él en una silla.
El chico lo abrazaba y lloraba sobre su hombro.
Estaba delgadísimo. Se le marcaban los huesos y pesaba demasiado poco para su edad. Raúl no le dijo nada al chico, solo le acarició la espalda, y al cabo de unos minutos, el llanto se suavizó y el niño pareció quedarse dormido.
– Me siento fatal por él -susurró la señorita Miller-. He llamado a todos los números que habían dejado los señores Folio y no ha habido respuesta. La empleada del señor Folio me ha dicho que el hombre ha salido del pueblo unos días. Pero si eso es verdad, ¿quién está cuidando de Peter?
Raúl no tenía respuestas. Sabía que la situación no era tan poco habitual, que ser pequeño y estar solo en el mundo nunca era nada bueno, que había padres adoptivos excelentes, pero que muchos de ellos solo iban tras el dinero.
Una mujer más mayor entró. Parecía cansada, agotada; llevaba el pelo recogido hacia atrás y unas gafas que le colgaban de una cadena.
– Soy Cathy Dawson -dijo y bajó la voz al ver a Peter-. ¿Está bien?
– Ha sido una rotura limpia y, según los médicos, se recuperará pronto -respondió la señorita Miller-. Pero no podemos localizar a sus padres adoptivos.
La trabajadora social frunció el ceño, se puso las gafas y leyó los papeles que tenía en la mano.
– Veo que también hay cierta preocupación por su estado físico. Puede que no esté comiendo bien -suspiró-. De acuerdo. Denme unos minutos.
Justo en ese momento, Peter se movió y se incorporó.
– Hola, señora Dawson -dijo y bostezó.
– Hola. Parece que te has caído.
Peter asintió.
– Me he roto un brazo -alzó la escayola y miró a Raúl-. Es del azul de los Cowboys de Dallas.
– Ya me he fijado -dijo Raúl-. ¿Vas a dejarme firmar tu escayola?
– Ajá -respondió el niño sonriendo tímidamente.
– Bien.
La señora Dawson se sentó en la otra silla.
– Peter, ¿dónde has estado los últimos días?
– Con la señora de al lado -le dio el nombre.
– ¿Cuánto hace que se fueron tus padres adoptivos?
Peter se encogió de hombros.
– Un tiempo.
– ¿Desde el fin de semana?
Peter arrugó la nariz.
– Desde antes, creo.
– Entiendo. ¿Sabes cuándo volverán?
Él sacudió la cabeza y se sujetó el brazo contra el pecho.
– ¿Se van a enfadar conmigo porque me he hecho daño?
– Claro que no -dijo ella con firmeza-. Se alegrarán de que estés bien. Todos nos alegramos -se detuvo-. ¿Sabes lo que pienso?
– ¿Qué?
– Creo que puede que necesites un poco de helado. Sé que tienen en la cafetería y si no te importa, voy a ir a por un poco.
El alivio se reflejó en el rostro de Peter, que sonrió.
– No me importa.
– Eres muy amable, pero bueno, es un hospital muy grande. ¿Te importaría que me acompañara el señor Moreno?
– Vale.
Raúl no sabía qué pretendía la trabajadora social, pero se levantó y volvió a dejar a Peter en la cama.
– Puede que tenga algunas pegatinas en mi despacho. Mañana lo comprobaré y si tengo, te las pegaremos en la escayola.
El niño sonrió.
La señorita Miller se movió hacia él.
– Te esperaré aquí -dijo ella.
Raúl siguió a la señora Dawson hasta el pasillo.
– La cafetería está por allí -dijo señalando.
– Entonces no necesita que la ayude a encontrarla.
– Quería tener la oportunidad de hablar con usted. Supongo que conocerá a alguien en el pueblo, ¿verdad?
– Sí -respondió él con cautela.
– Bien. Eso ayudará con el papeleo. Conozco a un juez muy agradable. Si me da dos o tres nombres que utilizar como referencia, podemos solucionar esto en una hora.
– ¿Solucionar qué?
– Que Peter se quede con usted hasta que regresen sus padres adoptivos y veamos si es seguro que vuelva con ellos.
Pia llegó a casa de Raúl a las siete con dos bolsas de la compra. Él tenía la puerta abierta antes de que ella llegara al pequeño porche.
– ¿Qué es todo eso?
– Cena para muchos días. Hay más en el coche.
– ¿Más qué?
Pobre hombre, pensó al entregarle las bolsas.
– Comida. Se dice que vas a quedarte con Peter. La gente no sabía cuándo volverías a casa, así que me lo han llevado todo a mí.
Él seguía de pie confundido cuando ella volvió al coche a por una segunda ronda de bolsas. Recogió las tres últimas, cerró la puerta con la cadera y volvió a la casa.
– No lo entiendo -dijo Raúl siguiéndola hasta la cocina.
– ¡Pia!
Ella se giró y vio a Peter corriendo hacia ella. Tenía una escayola en su delgadito brazo y llevaba puesto un pijama de coches de carreras.
– Hola -dijo ella dejando las bolsas-. ¿Qué te ha pasado?
– Me he caído. Mira.
– Es impresionante. ¿Te duele?
– No. Me han dado gotas.
Algún analgésico, supuso ella.
– Guai. ¿Has cenado?
Peter sacudió la cabeza.
– Solo helado.
Pia enarcó las cejas.
– A mí no me mires -le dijo Raúl-. Ha sido idea de la señora Dawson.
– Ya, seguro -se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla-. Bueno, ¿qué nos apetece? Hay mucho donde elegir.
Ella se movió hacia la encimera y comenzó a sacar cacerolas de las bolsas.
– Lasaña, pastel de tamales de siete pisos -fue leyendo cada etiqueta según dejaba los recipientes-. Pollo con fideos, pastel de verduras -arrugó la nariz hacia Peter-. Seguro que esto no, ¿verdad?
Él se rio.
– Me gusta la lasaña.
– A mí también -miró a Raúl-. ¿Puedes poner a calentar el horno? No está congelada, así que no tardará mucho en estar lista.
Él seguía de pie, mirándola.
– No lo entiendo.
– Cuando la gente se ha enterado de que Peter se quedaría contigo unos días, han traído comida para ayudarte y que no tengas que cocinar por las noches.
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