Sus labios se posaron en los suyos. Molly medio esperaba que el mundo se detuviese, y al ver que eso no ocurría, esperó a que Dylan se diera cuenta de quién era ella y de lo que estaba haciendo y retrocediera con disgusto. Pero no lo hizo, sino que siguió apretando sus labios contra los suyos. Aquel contacto firme y cálido le hizo estremecerse de pies a cabeza y hundió los dedos en la arena.
Tragó saliva, sin saber qué hacer. Un grito se formó en su interior, pero lo suprimió. Aquél no era el momento de gritar. Se sentía un poco extraña allí de pie con las manos atrapadas entre sus cuerpos. ¿Realmente había querido besarla?
Eso parecía, porque seguía sosteniendo su rostro entre las manos con suavidad, como si fuera alguien importante para él. Comprendió que tenía los ojos cerrados y, al abrirlos, se quedó atónita al ver que él también los tenía cerrados. Por extraño que pareciera, aquello hacía que el beso fuera todavía más íntimo, aunque no sabía exactamente por qué.
Sus labios se movieron. Por un instante, tuvo miedo de que los retirara, pero no lo hizo, sino que siguió besándola hasta presionar suavemente su labio inferior con la punta de su lengua.
A Molly le dio un vuelco el corazón y las llamas prendieron por todo su cuerpo al verse invadida por la pasión. Sintió que se ponía a temblar y tuvo que agarrarse a su cintura para no caer. Era magia… no, mejor que magia, porque era real. Allí, en la playa, Dylan la estaba besando.
Dylan enterró una de sus manos en su pelo, y la acción hizo que ladeara un poco la cabeza. Se movió para seguir besándola, y luego abrió la boca sobre la suya. Molly respondió sin pensar, separando los labios y luego diciéndose que era una tonta. Dylan no querría besarla de esa manera, ¿no?
Al parecer, sí. Molly sintió la primera caricia de su lengua detrás del labio inferior. Contuvo el aliento. Luego, él profundizó la incursión. Sabía a whisky y a pecado, combinados con una dulzura que tenía que ser su esencia. Se apoyó en él, dejando que la sostuviera mientras trabajaba exquisitamente con su boca.
Todo su cuerpo reaccionó al beso. Sintió los senos llenos, anhelantes de caricias. Entre los muslos, el centro de su ser se humedeció para prepararse para todo lo que podía ofrecerle. Su piel se sensibilizó hasta notar el roce más leve de tela o del aire. En su bajo vientre, el deseo se hizo necesidad.
Aquél no era el breve abrazo que le había dado hacía diez años, no era un beso entre amigos, sino entre un hombre y una mujer, un beso de pasión y promesa. La única pregunta era por qué.
Dylan se separó lo suficiente para susurrar su nombre y luego deslizó una hilera de besos por su mandíbula. Desde allí trazó una línea húmeda hasta su oreja. Molly se estremeció mientras él la mordisqueaba y la lamía. Se apretó más a él, deseando más, deseando que no parara nunca. ¿Qué importancia tenían los porqués? De momento, era bastante que estuviera viva y que pudiera sentir.
Molly se apretó contra él, y al hacerlo, él se movió un poco. En las profundidades de su mente, penetró la realidad. Los pensamientos cobraron forma y, aunque trató de ignorarlos, persistieron. No se estaban tocando por debajo de la cintura. Molly se acercaba cada vez más a él, pero Dylan se retiraba una y otra vez. Había algo sobre lo que no quería que se apoyara. ¿Por qué?
Entonces lo supo. La verdad fue fría y brutal y casi le desgarró el corazón. Aquello no le importaba. No quería que se apretara contra él porque no quería que viera que no estaba mínimamente excitado por lo que estaban haciendo.
El dolor fue tan intenso que se quedó sin aliento. Aun así, el orgullo fue aún mayor. Tenía que salir de aquella situación para poder estar sola. Una vez en su habitación, hallaría la manera de sobrevivir a la humillación y reuniría el valor para volver a enfrentarse a Dylan otra vez. O tal vez haría el equipaje y saldría corriendo.
Ni siquiera era culpa de Dylan, pensó con tristeza. Sólo estaba tratando de portarse bien y ofrecerle consuelo. Se enderezó y luego se separó de él. Dylan la soltó, pero cuando lo miró, parecía aturdido.
– ¿Molly? -parecía confuso y ligeramente abrumado.
Si no se hubiera percatado de la falta de evidencia física de su deseo, habría jurado que estaba tan absorto en el momento como ella.
– No tienes por qué hacer esto -le dijo, y se alegró de oír que su voz parecía normal-. Te pedí que me llevaras a correr una aventura, pero los besos piadosos no son parte del trato. La compasión está bien, puedo soportarla, pero no me gusta que me compadezcan. Así que, ¿por qué no olvidamos lo que ha pasado?
Por segunda vez aquella noche, Molly desapareció en la oscuridad. Dylan se quedó mirándola, preguntándose qué había ido mal. Estaba besando a Molly pensando que podía explotar de un momento a otro y, de repente, ella lo empujaba y hablaba de besos piadosos.
– Maldita sea, Molly, te he besado porque quería hacerlo, no por un retorcido sentido de la piedad -gritó a sus espaldas, pero era demasiado tarde. Ya había entrado en la casa.
Maldijo entre dientes y volvió a la hoguera para recoger sus pertenencias. Ojalá hubiera sido piedad. Entonces no se sentiría tan incómodo en aquellos momentos, con la necesidad presionándole en la entrepierna. Empezó a apilar los platos. ¿Por qué pensaría que sólo estaba fingiendo? ¿Por qué iba a hacerlo?
No encontraba las respuestas, ni a su comportamiento ni al de Molly. Se dijo que no importaba, pero no era cierto. ¿Por qué iba a desear a Molly? No era su tipo, al menos físicamente. Era la hermana pequeña de Janet, nada más.
Pero no la había sentido como una hermana pequeña en sus brazos. Era toda una mujer y la deseaba. Había accedido a hacer el viaje con ella porque necesitaba el descanso y pensó que podían pasarlo bien juntos, pero las cosas ya empezaban a complicarse. Molly no era la mujer que había creído que era, o tal vez era él el que había cambiado.
Cargó las cosas y las llevó al interior de la casa. Una cosa era segura, no estaba dispuesto a disculparse. En primer lugar, no había quebrantado ninguna regla, y en segundo lugar, le había gustado demasiado besarla como para olvidar que había ocurrido.
Molly seguía despierta a medianoche. Había oído entrar a Dylan hacía un par de horas después de hacer varios viajes para recoger las cosas de la playa. Se sentía mal por dejarle hacer todo el trabajo, pero no habría podido enfrentarse a él. No estaba segura de poder volver a verlo. Tal vez lo mejor para los dos era que se fuera.
Salvo… que no quería irse. No quería tener que buscar otro lugar donde esconderse y no quería dejar a Dylan, lo que significaba que tendría que reconciliarse con lo que había ocurrido entre ellos.
¿Acaso había sido tan terrible?, se dijo. Pensando en ello racionalmente, casi podía convencerse de que no tenía importancia. Habían hablado de su vida y de cómo se había venido todo abajo; él había tratado de bromear y ella había reaccionado mal. Luego, Dylan la había seguido para asegurarse de que estaba bien y, cuando había visto que no lo estaba, le había ofrecido consuelo.
Aquél era todo su crimen. No se había excitado al besarla, pero eso no iba en contra de la ley. No era culpa suya que se hubiera vuelto a enamorar platónicamente de él y de que lo que había ocurrido fuera, para ella, una experiencia pasional increíble. Dylan no había hecho nada malo, debía entenderlo porque era cierto. En realidad, había sido un cielo. Huir en aquel momento sería una cobardía, por no decir una estupidez. Le gustaba estar con él. Durante los quince días siguientes iba a necesitar una distracción y él era la mejor que se le ocurría. Además, le caía bien.
Molly se acercó a la ventana y contempló la oscuridad. ¿Y qué si le habían pisoteado un poco el orgullo? Había sobrevivido en peores situaciones. El truco era superarlo y seguir adelante, porque en el fondo de su corazón, sabía que no quería irse.
– Me prometí a mí misma que no seguiría lamentándome -susurró en la oscuridad-. Que no me reprocharía nada ni pensaría en lo que podría haber sido. Me prometí que iba a vivir la vida en lugar de tomar siempre la opción más segura.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como una acusación. Por la mañana haría las paces con Dylan, se disculparía por su comportamiento y se olvidaría de lo ocurrido. Podría seguir disfrutando de su amor platónico a solas y dejaría de esperar que él participara en ningún sentido. «Nada de seguir lamentándome por todo», se dijo. «Me limitaré a vivir».
Cuando Dylan salió de la ducha, olió a comida y su estómago rugió, lo cual no tenía sentido. Normalmente le bastaba con un café y un donut si Evie los llevaba a la oficina. Pero, de repente, la idea de desayunar le parecía espléndida.
Se dio prisa en vestirse y afeitarse, luego se peinó el pelo todavía húmedo y se dirigió a la cocina. Se paró a la entrada y miró a Molly. Estaba removiendo algo en un enorme cuenco. Había una jarra de café en la mesa y el beicon se freía en una sartén. Aquella escena doméstica debía haberle espantado, ya que si a alguna de sus compañeras de cama se le ocurría empezar el día de aquella manera, Dylan salía por la puerta antes de que pudieran decirle «Buenos días». Claro que raras veces pasaba toda la noche con ellas, y así evitaba todo aquel asunto.
Con Molly no sentía deseos de salir corriendo. Al contrario, se imaginó acercándose a ella por detrás y rodeándole la cintura con los brazos. Quería inspirar la fragancia de su suave piel, rozar los labios contra su nuca y luego besarla por la espalda hasta que se le pusiera la carne de gallina. Pensó en quitarle el cuenco de las manos y dejarlo sobre la mesa para luego estrecharla entre sus brazos y besarla. El mostrador parecía un poco alto, pero apostaba a que la mesa tenía la altura adecuada. La imaginó sentada y vestida sólo con una camiseta, con las piernas abiertas y dándole la bienvenida mientras él…
– Buenos días.
Dylan oyó las palabras y tuvo que hacer un esfuerzo por volver a la realidad. Tragó saliva, luego se movió, confiando en que Molly no se hubiera percatado del repentino cambio en la delantera de sus pantalones.
– Ah, hola -consiguió decir en tono ligeramente ronco.
Molly llevaba una camiseta blanca de mangas largas remangada hasta los codos que le llegaba hasta la mitad del muslo. Tenía los pies desnudos y la cara limpia. Se había recogido el pelo en una trenza que le caía por la espalda. Tenía que tener veintisiete o veintiocho años, pero estaba igual que a los diecisiete. La recordó como había sido entonces, con el aparato ortopédico en la boca y los granos. De acuerdo, se corrigió, tal vez estuviera diferente, pero no mucho. Molly le dedicó una rápida sonrisa y luego le señaló el cuenco con la cabeza.
– Estoy haciendo tortitas, espero que te gusten.
– Me encantan, y estoy muerto de hambre.
– Bien, siéntate.
Dylan entró en la cocina.
– ¿Puedo ayudarte?
– No, lo tengo todo controlado -se mordió el labio inferior-. Dylan, respecto a lo de anoche… -Dylan levantó una mano para detenerla.
– No tienes que explicarte.
– Bien, porque no iba a hacerlo, pero sí que voy a disculparme. No puedo cambiar el modo en que reaccioné, pero puedo intentar hacer las paces -sostuvo en alto el cuenco-. Por eso he hecho las tortitas. Deberían arreglar la situación.
A Dylan no le importaba que le guardara secretos, Dios sabía que él también tenía unos cuantos, pero le gustaba que reconociera que se había comportado de forma un poco extraña.
– Tortitas de disculpa, ¿eh? -dijo, mientras se acomodaba en una de las sillas de metal detrás de la pequeña mesa-. No sé si es una buena idea. Las estás sometiendo a mucha presión, ¿crees que podrán funcionar como tortitas? Apuesto a que las has dejado marcadas de por vida. Ahora tendrán que someterse a terapia durante mucho tiempo.
Molly se quedó mirándolo durante un par de segundos, luego se echó a reír.
– Si nos las comemos, el problema queda resuelto, ¿no?
– No lo había pensado. Parece una solución extrema, pero seguramente funcionará.
– Y yo que pensaba que era la única loca -dijo, mientras se disponía a verter la masa en la sartén.
Unos pocos minutos después, colocó un plato con una pila de tortitas y una fuente con beicon en la mesa. Después de servir el café, Molly se sentó.
– Tienen un aspecto fabuloso -le dijo Dylan.
– Esperemos que sepan igual.
– Lo harán.
Habló con soltura, pero en el fondo sabía que no importaba lo que decía. En aquellos momentos no podía saborear nada, sólo podía mirarla y recordar lo que había sentido la noche anterior al abrazarla y besarla. La deseaba… otra vez. Se estaba convirtiendo en un problema de todos los días. La cuestión era que no iba a hacer nada al respecto.
"Sin miedo a la vida" отзывы
Отзывы читателей о книге "Sin miedo a la vida". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Sin miedo a la vida" друзьям в соцсетях.