Le sirvió unas tortitas y luego se llenó su plato.
– Gracias, Molly. No tenías por qué hacer esto, pero te lo agradezco. ¿Qué te parece si empezamos otra vez y somos amigos? Me caes bien. Creo que podríamos divertirnos mucho juntos.
La sonrisa la hacía bonita. Qué curioso que hacía diez años no se diera cuenta de lo preciosa que era su sonrisa. Tal vez era demasiado joven y estaba demasiado preocupado por aparentar. Tal vez nunca se había tomado la molestia de fijarse en ella.
– Me parece bien -le dijo-. Tú también me caes bien, Dylan, y siempre lo hemos pasado bien juntos. No hay razón para pensar que eso haya cambiado.
– Me has leído el pensamiento -repuso Dylan.
Era un hombre adulto, no había razón por la que no pudiera mantener su libido bajo control. O empezaría a ponerse pantalones más holgados.
Molly masticó una tortita durante un minuto, luego tragó saliva.
– Pero todavía siento lo de anoche, perdí por completo el control. He estado sometida a mucha presión últimamente, en el trabajo y con Grant.
– Eh, gracias por la disculpa, pero es hora de olvidarlo. Cualquiera habría reaccionado de esa forma. Ya es terrible que te hayan despedido, pero si encima estás saliendo con un idiota como ese Grant, ¿qué otra cosa puedes hacer sino enfadarte?
Molly se quedó mirándolo. Tenía un ligero rubor en el rostro, seguramente por haber cocinado. Le gustaba el color de sus mejillas.
– Grant no es un idiota en realidad.
Dylan dejó el tenedor en el plato.
– Explícame eso. Las mujeres siempre hacéis lo mismo. Algunos tipos os tratan como basura y luego los defendéis.
Molly abrió la boca, luego la cerró y movió la cabeza.
– Tienes razón, no puedo creerlo. Las mujeres hacemos eso. ¿Por qué? No sé por qué lo he dicho. Realmente es un cretino. A veces deseo encontrármelo y darle una paliza. Pienso olvidarlo lo antes posible, pero eso no significa que no tenga derecho a estar furiosa.
– Bien, porque si realmente tienes algo bueno que decir de él, te perderé el respeto.
– Si me sorprendes defendiéndolo otra vez, dímelo, ¿vale?
– Claro -Dylan se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa-. Lo digo en serio, Molly. No creo que nadie deba seguir en una relación si no es feliz, pero hay muchas formas menos cobardes de irse. Lo que Grant hizo fue una canallada, tienes suerte de haberte librado de él. Estoy segura de que ahora no lo sientes así, pero es cierto.
– Te agradezco lo que me dices, aunque te extrañará saber que lo echo muy poco de menos. Y eso indica que nunca debí haber accedido a casarme con él. Pero es que pensé…
Molly se quedó callada, y sus ojos perdieron parte de su luminosidad.
– ¿Qué pensaste?
– Que era una apuesta segura. Es abogado y está en un bufete respetable. El tipo de hombre que mi madre habría elegido. No lo sé. No hago más que pensar en mis elecciones y no me gusta lo que veo.
– Está bien que te hayas dado cuenta ahora. Los tipos como él se pasan la vida haciendo canalladas. Si se fue con una mujer antes de la boda, imagínate lo que habría hecho después.
– ¿Es furia lo que detecto en tu voz? -le preguntó Molly-. Este tema te importa.
– Por supuesto. Soy un fiel partidario de la monogamia. Tal vez mis relaciones no duren mucho, pero cuando estoy con alguien, estoy ahí. Está bien, como adolescente me importaba más la cantidad, pero todo el mundo madura. Grant es un perdedor y estarás mejor sin él. Si te hace sentir mejor, me encantaría darle una paliza por ti.
Molly se echó a reír.
– Dylan, eres un cielo, pero no, gracias. Creo que el destino o como quieras llamarlo le pasará la cuenta a Grant a su debido tiempo -ladeó la cabeza-. No habría imaginado eso de ti. Lo de la monogamia.
– ¿Porque soy de los que les gusta alternar?
– No -Molly frunció el ceño-. Qué raro. Nunca habría dicho que te gusta alternar, pero tampoco que te había creído un hombre fiel.
– Pues es una cosa, o la otra -dijo en tono desenfadado, para que no supiera que el hecho de que pensara bien de él le resultaba importante.
– Supongo que pensé que resultabas tan atractivo a las mujeres, que no podías evitar que te tentaran constantemente. Pero no digo que no sería culpa tuya. Es algo complicado. Bueno, supongo que en el fondo lo que pasa es que estoy impresionada.
Dylan tomó un sorbo de café.
– No creo que haya dicho nada tan especial.
– Desayuno con tortitas y clase de filosofía -dijo, y sonrió-. ¿Qué conseguiré si hago unos gofres?
– Poesía francesa -bromeó Dylan.
Capítulo 6
La pequeña ciudad holandesa de Solvang estaba diseñada para los turistas. Durante el verano y los fines de semana estaba abarrotada de gente, pero entre semana y fuera de temporada, como aquel día, sólo había un puñado de personas mirando los escaparates y entrando en los numerosos restaurantes. Molly levantó la cara hacia el sol cálido y sonrió. La vida era agradable. Pensó que se lo pasaría bien con Dylan, pero no había imaginado que llegaría a disfrutar tanto. Los cuatro días que llevaban juntos habían estado llenos de diversión y conversaciones agradables. Le gustaba estar con él, y no sólo porque diera gusto mirarlo.
Estaban tomándose las vacaciones día a día. Aquella mañana habían decidido ir en motocicleta a Solvang, que estaba a una hora de distancia de su playa en dirección norte. Por la tarde visitarían las bodegas de la localidad.
– Tienen un molino de verdad funcionando -dijo Dylan cuando se pararon delante de un escaparate.
Varios molinos de cerámica azul y blancos brillaban a la luz del sol.
– Es parte del atractivo -dijo Molly-. Pero también tienen arte exclusivo, encaje y cosas bonitas para la casa. Y comida. Una comida deliciosa.
– Entonces, ¿nos quedamos a almorzar? -preguntó Dylan, mirando su reloj.
– Me gustaría. Tienen unos pasteles de ensueño.
– ¿Habías estado aquí antes?
Molly asintió.
– Pero cuando era niña. Pasé un fin de semana con una amiga y su familia. Fue muy divertido.
Al volverse para seguir bajando por la calle, Dylan le rozó con el brazo. Se había acostumbrado a los contactos casuales que formaban parte del día a día. Se había acostumbrado, pero no podía ignorarlos. No importaba en qué estuviera pensando, si Dylan la tocaba de alguna forma, todo su cuerpo se ponía en alerta roja. A veces era una grata distracción. Si podía conseguir que la tocara cuando estaba preocupada o ansiosa, nunca tendría que enfrentarse con su trauma personal.
Avanzaron hasta el establecimiento siguiente. En aquél vendían cristal. El escaparate estaba lleno de pequeñas figuras de dragones y grifos, jarras preciosas, jarrones y copas.
– No te encapriches con nada -la advirtió Dylan-. Lo que compres tiene que caber en tu bolsa de tela.
– Siempre podría hacer que me lo enviaran a casa -le recordó.
– Buena idea.
Molly pensó en su motocicleta. Se había acostumbrado a montar en ella y le gustaba. Aunque preferiría conservar el coche para los desplazamientos diarios, no le importaría tener una moto para dar un paseo los fines de semana.
– ¿Cómo entraste en el mundo de las carreras de motos? -preguntó mientras caminaban por la calle.
A su izquierda había un amplio parque, a su derecha, más tiendas. Al final de la calle había un restaurante que recordaba por su deliciosa comida. Tal vez podrían almorzar allí.
– Por la puerta de atrás -dijo Dylan-. Cuando me fui de casa tenía veinte dólares en el bolsillo. Viajé hacia el este durante un par de días, hasta que me quedé sin dinero, y luego conseguí un trabajo en un taller de reparación. Era bastante bueno, sobre todo con las modificaciones. Uno de mis clientes, Bill Jensen, tenía varias motos de carreras y me ofreció que pilotase una los fines de semana.
– ¿Qué tal se te dio?
– En las regionales, bien, pero cuando fui a las nacionales, no tanto. Se me daba muy bien hacer cambios en las motos, pero la carrera en sí era más difícil de lo que creía.
Dylan bajó la cabeza y sus miradas se cruzaron. Su pelo negro, sus ojos oscuros, sus rasgos atractivos. Era una tentación viviente, pensó. Y simpático. Tuvo que morderse el labio inferior para no sonreír, consciente de que Dylan querría saber qué era tan divertido.
– Nunca volviste -dijo para cambiar de tema.
– No tenía nada a lo que volver -hundió las manos en los bolsillos del pantalón. Llevaba una camisa de mangas largas de color burdeos, con las mangas recogidas en los codos-. Pensé en volver a casa, ¿pero para qué? Dudo que mis padres llegaran a notar que me había ido.
– Comprendo perfectamente lo que dices. Cuéntame cómo empezaste a diseñar motocicletas.
Dylan la miró.
– ¿A qué vienen tantas preguntas?
– Estoy interesada. Somos amigos, ¿no? Los amigos siempre se cuentan sus vidas. ¿O es que me estoy adentrando en terreno personal?
– Creo que puedo compartir algunos de mis secretos contigo, pero tienes que prometerme que no se los contarás a nadie
Su tono de voz era desenfadado y alegre. Pareció deslizarse por su espalda y Molly se estremeció de placer.
– Te lo prometo -se llevó la mano al corazón-. Llevaré tus secretos a la tumba. Ahora, háblame de tus diseños.
– Sólo si vamos a almorzar, estoy muerto de hambre. ¿Qué tal allí? -dijo señalando el restaurante al final de la calle.
– Bien.
Emprendieron la marcha hacia el restaurante. Después de entrar y sentarse a una mesa, miraron la carta y pidieron.
– Empecé echándole una mano a un compañero -dijo Dylan, recostándose en su asiento-. Sabía lo que le había hecho a mi moto y estaba teniendo problemas con la suya, así que le eché un vistazo e hice un par de modificaciones. Ganó las tres carreras siguientes. Corrió el rumor, hice algunos cambios más y preparé mi primer diseño.
– Parece un comienzo difícil.
– Lo fue. Las cosas iban despacio, no tenía ahorros ni dinero. No me habrían venido mal -Dylan sonrió-. Hace siete años, mis motos empezaron a ganar en las competiciones regionales. Hace cinco, fuimos al campeonato nacional. Monté mi negocio con apenas dinero, sólo mucho sudor y un par de encargos. Al principio fue duro, pero me encantaba. Las primeras doce motos las hice yo solo. En la puerta de al lado había una tienda de maquinaria y a veces utilizaba su equipo para hacer algunas de las partes. Fue una locura.
– Pero divertida -dijo Molly al ver en su expresión el placer que le producía aquel recuerdo.
– Sí, eran buenos tiempos.
– Apuesto a que les sorprendiste a todos.
La camarera apareció con sus refrescos. Le dieron las gracias y se fue.
– Supongo que sí. Nadie pensó que llegaría muy lejos, ni siquiera yo.
– Pues lo has hecho -corroboró Molly. Mira qué casa tienes. Es increíble.
Dylan quitó el envoltorio de papel a su paja de refresco y se encogió de hombros, un poco nervioso.
– Sé que es un poco grande para una persona.
– ¡Un poco! Podrías alojar a todo pequeño ejército. Dylan, tienes un arroyo y un estanque interiores. Esa casa ha salido de una película, no de la vida real.
– Lo sé. Estaba en venta cuando quise comprar una casa. Fue una ganga -Dylan parecía un niño explicando por qué había comido chocolate antes de la cena.
– Ya, ¿y pretendes que me lo crea? Además, eso es lo de menos. No tienes que justificarte por tener esa casa. Te la has ganado.
– Creo que por eso la compré -su expresión se tornó seria-. Porque podía permitírmelo. No tiene nada que ver con la casa remolque en la que crecí. Odiaba ese lugar, en lo único en lo que pensaba era en irme de allí.
– Pero no te fuiste hasta que no acabaste el instituto.
– No podía. Cuando mi padre murió, no quise dejar a mi madre. Bebía tanto que sabía que no duraría mucho -bebió un buen trago de su refresco-. Así fue. Luego me quedé por Janet. Cuando eso terminó, nada me retenía allí.
Molly había oído historias, todos en el pueblo lo habían hecho, de que sus padres bebían. Que su padre pegaba a su mujer y a su hijo. Que las visitas a urgencias por magulladuras y huesos rotos no eran inusuales. Aunque su infancia había sido menos que perfecta, no era nada comparada con la de Dylan.
– Lo siento -le dijo.
– Yo también, pero no puedo hacer nada al respecto. Pienso en el alcoholismo. Dicen que puede ser genético, así que me controlo. De joven solía ir a fiestas y bebía, pero ahora sólo tomo un par de cervezas a la semana. Esa botella de whisky que compramos ha sido la primera copa de verdad que he tomado en dos o tres años. No me obsesiono, pero sé que no debo tentar la suerte.
– Me alegro -dijo Molly-. No me gustaría que te pasara nada malo.
– Gracias.
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