Había una zona de juegos más adelante, con varios bancos. A aquella hora del día, cuando ya hacía fresco, no había ningún niño a la vista. Vio a un anciano sentado en un banco con un perro grande a su lado. Alguien más estaba más próximo a la orilla, sobre la arena. Al acercarse se dio cuenta de que era Molly. A su alrededor, trepando sobre ella, lamiéndole la cara y mordisqueándole los dedos, había media docena de cachorros negros de perro labrador.
El anciano levantó la vista al verlo y señaló a Molly.
– ¿Es su esposa?
Por un instante, Dylan quiso decir que sí. No sabía por qué, pero la necesidad de que la perteneciera era fuerte.
– Una amiga -dijo en cambio.
– Los cachorros nos ayudan en los momentos de aflicción.
Al oír las palabras del anciano, Dylan se fijó en Molly y vio que estaba llorando. A pesar de que acariciaba y jugaba con los perros, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Molly no lo había visto y Dylan no hizo nada para llamar su atención. Cuando el anciano se movió para hacerle sitio en el banco, le dijo que no con la cabeza. Prefería volver a la casa y dejar a Molly a solas, pero se sentía mal por ella. ¿Por qué lloraba? ¿Por la conversación que habían tenido? ¿Tendría algo que ver con las llamadas que hacía todas las noches? Quería preguntárselo, pero no lo hizo.
El viento agitó su trenza y la deshizo casi por completo. Los largos mechones de pelo ondearon en torno a su rostro, y uno de los cachorros se lanzó a atrapar un rizo.
Molly se echó a reír y apartó al animal. Entonces, la luz del ocaso cayó sobre ella, acentuando el color rubio pálido de su pelo y el brillo de sus mejillas. Estaba increíblemente hermosa y triste a la vez. No sabía por qué no se había dado cuenta antes. Quería hacer o decir algo, pero no tenía derecho a irrumpir en su intimidad, así que dio media vuelta y volvió a la casa para esperarla allí.
Capítulo 7
El día era perfecto. Cielo azul, buena temperatura, una leve brisa. Molly se apoyó sobre los cojines de tela impermeable de la cabina del barco de vela y trató de mantener los ojos abiertos. El impulso de dejarse llevar, como el barco, era fuerte.
– ¿Quieres que haga algo? -le preguntó a Dylan.
Estaba sentado junto a la caña del timón, también relajado, pero parecía estar más alerta que ella. Los dos llevaban vaqueros, camisetas y zapatillas de deporte.
– Pensé que no habías navegado antes.
– Cierto.
– Entonces, ¿cómo sabrías qué hacer?
– Supongo que tú me lo dirías. En realidad no quiero hacer nada, sólo estaba siendo educada.
– No te molestes. Pareces estar a gusto ahí sentada. Disfruta del viaje.
– Si insistes… Eso haré.
Hizo lo que le ordenó, y se hundió más aún en los cojines. El aire salado era un perfume punzante y el suave balanceo del barco de vela, por extraño que pareciera, le hacía sentirse a salvo.
– Pensé que pasaría miedo -dijo, manteniendo los ojos cerrados-, pero es agradable.
– Tenemos muchos chalecos salvavidas, lo comprobé antes de que zarpáramos.
– Eres muy organizado. Creo que eso me gusta.
Molly cambió de postura hasta quedar tumbada boca arriba, mirándolo. Apoyó la cabeza en el brazo. La vela mayor, como Dylan la había llamado, aguantaba firmemente la brisa.
– Dime una cosa. ¿Cómo un corredor y diseñador de motos como tú sabe tanto sobre vela?
– Una mujer con la que salía estaba obsesionada con este deporte -sonrió-. Salíamos todos los fines de semana. Toda su familia hacía vela y me enseñó todos los trucos. La relación no funcionó, pero me aficioné a navegar. Salgo en barco siempre que puedo aunque, en los dos últimos años, no tantas veces como yo hubiera querido. Si viviera más cerca del mar, me compraría un barco. Tal vez más adelante.
– Deben de haber sido una tonelada.
– ¿De barcos?
– No, de mujeres.
– No he sido un santo, pero tampoco un mentecato.
Había tenido al menos tres novias formales antes de salir con Janet, pero podrían haber sido más. Había pasado parte de los últimos diez años participando en carreras de motociclismo. Apostaba a que había tenido mujeres a raudales, sobre todo tratándose de él. No sólo porque era el típico hombre alto, moreno y peligroso, sino porque también era inteligente y divertido. Una combinación irresistible, y la prueba era que ella sentía un amor platónico por él.
– ¿Cuántas? -le preguntó.
– ¡Molly! No puedo creer que me lo preguntes.
Ella tampoco, pero ya que lo había hecho, quería saber.
– Vamos, Dylan, ¿qué importa si me dices la verdad? Somos amigos, ¿no? Los amigos comparten información.
– No esa clase de información.
– ¡Vamos, por favor! ¿Cuántas? -Molly se incorporó y se inclinó hacia él.
– No voy a hablar de mi pasado contigo.
Parecía serio, pero Molly vio el brillo en sus ojos.
– ¿Cincuenta? ¿Cien?
– Menos que cien.
– Ah, eso es muy preciso, muchas gracias. ¿Cuántas son exactamente? ¿Noventa y nueve o noventa y ocho?
– No voy a decírtelo. Un caballero no va contando esas cosas.
– No te pido nombres ni un breve recuento de sus gustos o manías -le dijo-. Aunque sería interesante. Sólo quiero tener una idea de cuántas mujeres se han acostado contigo. Quieres decírmelo, y lo sabes.
– En realidad, no. ¿Cómo te sentirías si te hiciera la misma pregunta? Estoy seguro de que no te gustaría contarme tu vida amorosa.
Molly meditó en ello por un momento.
– En todo caso -le dijo-, me deprimiría.
– ¿Por qué?
«Porque no soy como tú», pensó, aunque no podía decírselo. No lo comprendería y no querría pasar por la humillación de tener que explicárselo. Su vida era tan insignificante. A veces sólo de pensarlo quería llorar. Pero iba a cambiar, lo había prometido. De hecho, ya estaba cambiando. Estar con Dylan era distinto de todo lo que se había permitido hacer antes.
– ¿Molly?
Habló en voz baja y preocupada, como si realmente se preocupara por ella. Molly suponía que lo hacía… a su manera. Después de todo, eran amigos. Suspiró al pensarlo. Amigos, genial. Dylan seguía viéndola como la hermana pequeña de Janet, mientras ella se quedaba despierta todas las noches imaginando lo maravilloso que sería hacer el amor con él.
– Dos -dijo, finalmente, porque no podía pensar en nada gracioso que decir-. Ha habido dos hombres en mi vida. Incluido Grant. Y el haberme acostado con ese cretino me deprime sólo de pensarlo.
– Bromeas.
Dylan no estaba boquiabierto, pero casi.
– ¿Qué esperabas? -preguntó-. La vida es distinta para el resto del mundo. No todos podemos ser atractivos, sino meros mortales.
– Todos somos meros mortales. No comprendo por qué te desmereces tanto. Eres muy atractiva.
Aquél fue su turno para quedarse boquiabierta.
– ¿Yo? -miró a su alrededor para comprobar si había alguien más a bordo-. Dylan, despierta.
– Estoy despierto, y digo la verdad. ¿No crees que eres bonita?
– No. Reconozco que no soy repelente, pero no soy lo que un hombre llamaría una mujer atractiva.
– Tonterías.
Parecía sincero, lo cual era de agradecer, e incluso preocupado, como si estuviera buscando la manera de convencerla de que decía la verdad.
– Creo que eres atractiva -le dijo-. Grant debía pensarlo también, de lo contrario no habría salido contigo. Son dos contra uno.
– Bueno, dos contra uno -a pesar de la nube negra que amenazaba con ponerla de mal humor, no pudo evitar sonreír-. Está bien. Eso lo cambia todo -se recostó sobre los cojines-. Supongo que ya no importa. Lo que piensa Grant de mí, quiero decir. Ya todo ha terminado. De hecho, empiezo a preguntarme si alguna vez lo amé -continuó Molly-. Bueno, en realidad, me pregunto si tan siquiera creo en el amor. No puedo encontrar ninguna prueba de que existe. Creo que los padres aman a sus hijos y viceversa. Creo en diferentes clases de amor, no sólo el amor romántico. Tal vez sea un montaje de los medios de comunicación para que todos enviemos flores y tarjetas de felicitación.
– Eres demasiado joven para ser tan cínica -dijo Dylan.
– La edad no tiene nada que ver. A veces siento que tengo un millón de años.
– No estás mal para tu edad.
Molly no pudo evitar sonreír.
– Justo cuando empiezo a auto compadecerme, vas tú y me haces reír. Debería odiarte por eso.
– Pero no me odias.
– No. Ojalá fuera diferente. Ojalá pudiera creer. Me gustaría que los hombres y las mujeres se amaran y de verdad quisieran estar juntos. Quiero que quieran hacer el amor en lugar de buscar sólo la satisfacción física.
– ¿Eso piensas? ¿Que se trata de una liberación física, no de un vínculo emocional?
– Sí -se encogió de hombros-. Tal vez, no lo sé. Tú eres el experto, ¿qué piensas?
– Todavía me sorprende ver tu lado cínico.
Molly se dijo que si supiera la verdad sobre ella no estaría tan sorprendido, pero no iba a compartirla con él. Era mejor dejarlo atónito antes que permitir que se compadeciera de ella, no podría soportarlo.
– No has respondido a mi pregunta -le recordó-. ¿Qué piensas del amor?
Se quedó callado durante largo tiempo. Molly volvió la cara al sol y absorbió su calor.
– Tenemos que volver -declaró Dylan, colocándose al otro lado de la caña del timón y soltando la vela para que pudieran dar la vuelta-. Cuidado con la cabeza.
Molly agachó la cabeza y se trasladó al otro lado de la cabina. Cuando se pusieron otra vez en marcha, rumbo al muelle y al club náutico, Dylan carraspeó.
– No he olvidado tu pregunta -le dijo-. No estoy seguro de cómo contestarla.
– No tienes por qué hacerlo. Podemos cambiar de tema.
– No me importa. No es algo en lo que paso mucho rato pensando. ¿Creo en el amor?
De repente, Molly se sorprendió anhelando oír su respuesta, como si pudiera afectar en algo a su situación. Lo cual era una locura, se dijo.
– No sé si alguna vez he estado enamorado -dijo finalmente, en voz baja y pensativa-. He tomado cariño a algunas mujeres, pero eso no es enamorarse. Sentía mucho por tu hermana, pero lo de Janet y yo era más hormonal que cariño de verdad.
– Se lo diré -bromeó.
– Vaya, gracias -su fugaz sonrisa se disipó. Con el cambio de rumbo, el viento había cambiado y un mechón de pelo le caía a Dylan sobre la frente. A Molly le gustaba ver sus cabellos despeinados por la brisa-. No sé si soy capaz de amar a alguien porque nunca he visto el amor en acción. Mis padres nunca me quisieron ni se quisieron entre ellos. Tal vez me falte un gen o algo así.
– ¿Y qué me dices de las mujeres que te han amado?
– No ha habido ninguna.
– ¿Mujeres? -Molly se quedó mirándolo fijamente-. Claro que las ha habido. Acabamos de hablar de ellas.
– Ninguna me amaba, Molly.
– ¿Ninguna de las noventa y nueve?
– No.
– No me lo creo.
Dylan se echó el pelo hacia atrás.
– Algunas me tomaron cariño, pero la mayoría querían algo que yo podía darles: sexo, emoción, una buena pareja de baile.
– ¿Bailas? -preguntó Molly.
Dylan soltó una carcajada y en aquella ocasión su humor era genuino.
– No, sólo intentaba respaldar mi argumentación.
– Qué pena, siempre he querido aprender a bailar.
– Algún día aprenderemos juntos -le prometió.
Quería creerlo. Quería pensar que habría «algún día», pero sabía que no. Su relación, si podía llamarla así, era estrictamente temporal.
– Lo que quería decir, era que todo el mundo quiere algo.
– ¿Quién está siendo cínico ahora?
– De acuerdo, pero si alguien como tú no cree en el amor, ¿qué posibilidades tiene un hombre como yo?
– ¿Quieres decir que la culpa es mía?
– No, lo que digo es que me gustaría que siguieras creyendo en el amor. Si alguna vez tengo la oportunidad, voy a dejar a Grant hecho trizas.
– Te lo agradezco, pero ya había empezado a cuestionarme las cosas mucho antes de que Grant se fuera con su secretaria.
– No tires la toalla, Molly -le dijo-. Mi vida es una serie de relaciones monógamas, pero tú puedes tener algo más.
– ¿Así que sales con una mujer, luego cortas con ella y empiezas a salir con otra?
– Algo así.
Molly dobló una rodilla y rodeó la pierna con los brazos.
– ¿Alguna vez las echas de menos cuando ya no están?
– Un poco, pero siempre menos de lo que debería.
«¿Me echarás de menos a mí?» Pensó la pregunta pero no la formuló. Tenía miedo de saber que se olvidaría de ella fácilmente. Molly sabía que lo recordaría. Mucho después de que su viaje terminara, lo recordaría y saborearía cada día que habían pasado juntos.
– No conecto con la gente, nunca lo he hecho. Aprendí de pequeño a mantener la distancia emocional. Mira lo que pasó con Janet. Creía que quería casarme con ella, pero seis semanas después, me alegré de haberme quedado libre -la miró-. ¿Cómo está?
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