– Muy bien. Cuando se casó con Thomas, pensé que lo hacía por su dinero y su posición social, pero han pasado diez años y todavía está loca por él -Molly vaciló, sin saber si debía contárselo todo.
– Sigue -dijo Dylan-, me gustaría saber qué tal le va. No te preocupes, no estás abriendo viejas heridas.
– Tienen tres niñas, y todas tan bonitas como mi hermana. Janet se ocupa de las labores del hogar y le encanta. Viven cerca de San Francisco, en una gran casa. El bufete de Thomas es muy famoso. Voy a visitarlos siempre que puedo, me encanta ser tía.
Molly apretó los labios. Hubo una época en la que había deseado poder tener hijos, pero ya no estaba tan segura. Y sólo porque Grant la hubiese dejado plantada.
– Apuesto a que las malcrías.
– Siempre que puedo -lo miró, y vio torrentes de emoción en sus ojos, pero no pudo descifrarlos-. ¿Quieres que cambiemos de tema, Dylan?
– Claro que no. Me arrepiento de cosas que he hecho en la vida, pero Janet no es una de ellas.
– ¿Pensaste en casarte con alguna otra? -le preguntó a Dylan.
– No, sólo con Janet. Desde entonces, fui más cauteloso -Dylan se inclinó y abrió la pequeña nevera que habían llevado con ellos. Sacó un refresco y se lo ofreció, Molly lo aceptó-. No sé cómo alguien puede saber que ha conocido a la persona con la que quiere pasar el resto de su vida. ¿Qué se siente? ¿Cómo se puede saber cuándo es de verdad?
– ¡Exacto! -Molly se incorporó en su asiento-. Eso es lo que pienso yo. ¿Y si los dos están equivocados? Conozco muchos matrimonios que acaban en divorcio, pero lo detesto. Me gustaría que fuera para siempre, pero no creo que sea posible – abrió su lata de refresco-. Eso es lo que detesto de Grant, incluso más que el hecho de que me haya dejado por otra mujer. Me molesta no echarlo de menos. ¿Cómo he podido estar tan equivocada? Tal vez esté en estado de shock o algo así.
– Lo siento, pero creo que sentirías el dolor si tuvieras que sentirlo.
– Entonces, ¿cómo puede uno saber cuándo es de verdad? ¿Caen rayos del cielo?
Dylan levantó la vista hacia la amplia vela blanca.
– El mástil es de metal, tal vez debamos pedir otra señal.
– De acuerdo, entonces una voz del cielo.
– Eso llamaría mi atención -dijo Dylan, sonriendo.
Molly movió la cabeza.
– Está bien, ríete de mí, pero hablo en serio. La próxima vez quiero estar segura.
– Estoy de acuerdo contigo. No pienso decirle a ninguna mujer que la amo hasta que no pueda contestar todas las preguntas de las que hemos estado hablando.
– Yo también. Si no, luego se pasa mal.
No odiaba a Grant por lo que había hecho, pero estaba enfadada, no por perderlo a él sino por perder su sueño de tener una familia. Dylan le leyó el pensamiento.
– ¿Quieres tener hijos, Molly?
De todo corazón, ¿pero habría niños en su vida más adelante? Aquella pregunta podía hacerle llorar.
– No estoy segura -mintió.
– Te imagino siendo madre -le dijo-. Creo que serías fabulosa.
– Gracias -Molly tomó un sorbo de su refresco, confiando en que aquella acción física la distrajera-. Primero tendría que encontrar un marido, no creo que me guste ser madre soltera. Y después de haber desechado juntos el amor, no creo que vaya a casarme a corto plazo, así que hablar de niños parece un poco prematuro.
Dylan le tendió la mano. Molly se quedó mirándolo y luego le tendió la suya. Él se la apretó.
– Me lo estoy pasando muy bien -le dijo-. Gracias por hacer el viaje conmigo.
No sabía qué decir, ni siquiera si podía hablar. De repente, se le había cerrado la garganta y no era sólo por la electricidad que le subía por el brazo.
– Gracias -le dijo, consciente de que no habría sobrevivido a aquellos días sin él-. No podría explicarte lo mucho que esto ha significado para mí. Te debo una.
– De eso nada. Teníamos que salir de la rutina y no podría haberlo hecho sin ti -se rió entre dientes-. Te propongo una cosa. Cuando lleguemos a la orilla, echaremos un pulso para ver quién está en deuda con quién.
– Trato hecho.
Dylan le dio otro apretón y luego le soltó la mano. Molly se recostó en su asiento y sonrió. Aquél era el día más perfecto de todos. Si pudiera pedir un deseo, sería que el día nunca terminara.
– Vuelvo enseguida -dijo Molly, tomando el teléfono móvil para luego desaparecer tras la puerta de su habitación.
Dylan la vio marchar, preguntándose, como todas las noches, qué mensaje esperaba oír en su contestador y por qué. Las llamadas nunca duraban mucho, sólo un par de minutos, y no se le había pasado ni un solo día. Dylan seguía sin respuestas. ¿Acaso esperaba oír un mensaje de Grant?
Se estiró en el sofá. No podía creerlo, sobre todo después de la conversación que habían tenido aquella tarde en el barco. Molly no quería a Grant otra vez en su vida. Claro que eso era su opinión, y sólo Dios sabía lo mucho que las mujeres lo habían sorprendido en el pasado. Tal vez había tenido alguna entrevista de trabajo y esperaba oír los resultados. Talvez…
– Diablos, así no voy a ninguna parte. Si siento tantos deseos de saberlo, será mejor que se lo pregunte.
Pero sabía que no lo haría, iba en contra de las reglas. Lo mismo que tocarla o abrazarla.
El deseo no había remitido, en contra de sus expectativas. Después de todo, ninguna mujer lo interesaba durante mucho tiempo. Pero con Molly, cada vez se sorprendía pensando más y más en ella. Pasar tiempo juntos no aliviaba los síntomas, al contrario, los agudizaba.
Se puso en pie, se acercó a la ventana y contempló la oscuridad. Detestaba cuando se encerraba en su habitación. Detestaba que tuviera secretos. Quería que hubiera algo especial entre ellos. Cuando era sincero consigo mismo, como en aquellos momentos, reconocía que realmente se lo estaba pasando bien, pero sobre todo porque estaba con ella. Podían hablar de cualquier cosa, y se reían juntos. Tenían gustos similares en música y comida, y les gustaba leer los mismos libros.
No podía recordar cuándo había permitido por última vez que alguien fuera amigo suyo, especialmente una mujer. Molly había empezado siendo la hermana pequeña de Janet, pero ya era mucho más. Le había tomado cariño. Se preocupaba por su futuro, y, por eso, sus llamadas nocturnas lo frustraban. Y seguía deseándola.
A veces le sorprendía lo mucho que pensaba en estar con ella. Tampoco era sexo solamente. No estaba de acuerdo con Molly en que la gente no hacía el amor, que sólo se liberaba físicamente, aunque tenía que reconocer que había tenido más sexo que amor en sus relaciones. Pero sabía que con Molly sería algo más, que querría disfrutar de la intimidad de poder abrazarla, tocarla, saborearla. Quería ver cómo cambiaba la expresión de su rostro. Quería darle placer y recordar haber estado con ella mucho tiempo después. Luego quería que le contara qué iba mal para poder arreglarlo.
La puerta del dormitorio se abrió y Molly salió a la luz de la sala de estar. Dylan no pudo interpretar su expresión. Normalmente, no hacía ningún comentario, pero aquella noche no pudo evitar preguntarle:
– ¿Va todo bien?
– Sí -asintió Molly-. Todavía no hay mensaje.
Quería preguntarle si eso era bueno o malo, pero no tenía derecho y no quería molestarla. Deseó poder acercarse a ella y estrecharla en sus brazos. Aquello haría que los dos se sintieran mejor. Pero antes de que pudiera pensar si ella agradecería aquel gesto, Molly se acercó a la mesa de la cocina.
– ¿Estás listo para seguir con nuestra partida de cartas? Sé que estaba ganando – Molly le brindó una fugaz sonrisa mientras hablaba, pero luego Dylan vio la tristeza en sus ojos.
El dolor. El miedo. Se acercó a ella y le tocó el hombro.
– Molly, deja que te ayude.
– No puedes hacer nada -dijo moviendo la cabeza-. Ojalá pudieras, pero tengo que superar esto yo sola.
– ¿Es sobre Grant o tu trabajo?
Molly no lo miró a los ojos.
– ¿Por qué no seguimos jugando? -susurró-. Lo mejor que puedes hacer es ayudarme a olvidar. Eso es realmente lo que quiero hacer, fingir que nada de esto me está pasando.
Sabía que no estaba hablando de su viaje sino de su problema. Quería insistir para que se lo contara todo, pero no lo hizo. En cambio, le ofreció una silla y se sentó en el lado opuesto de la mesa. Si jugar a las cartas la ayudaba a olvidar, entonces, haría eso por Molly. Haría cualquier cosa, hasta no volverle a preguntar qué iba mal.
Capítulo 8
– Era un viejo sedan. No tenía mucha potencia -dijo Dylan, y sonrió al recordarlo-. Primero rehice el sistema de escape, lo abrí para que el motor pudiera respirar. Podías oír cómo se acercaba a tres manzanas de distancia. Luego jugué un poco con el motor. Le di más potencia.
– ¿Por qué? -preguntó Molly-. Creía que la señora Carson te caía bien.
– Sí, por eso hice cambios en su coche. Ella no tenía dinero, así que no le cobré nada. Hasta le compré las piezas yo mismo -su sonrisa se disipó-. Cuando mis padres estaban demasiado borrachos para prepararme la comida o incluso preocuparse por mí cuando llegaba a casa, la señora Carson me cuidaba. Estaba pendiente de mí, y si salía hasta muy tarde, me regañaba. Una vez se puso tan furiosa que creí que iba a pegarme -se encogió de hombros-. Claro que ni siquiera tenía metro y medio de estatura, y dudo que llegara a pesar cuarenta kilos. Aun así, verla en jarras mientras me sermoneaba desde el último peldaño del remolque bastaba para que me entrara el pánico.
– Me alegro de que alguien cuidara de ti -dijo Molly.
Dylan la miró. Paseaban juntos por la playa. Acababan de cenar y estaban viendo la puesta de sol.
– Casi tenía diecisiete años, podía cuidar de mí mismo.
– No se trata de eso -le dijo Molly-, todos podemos cuidar de nosotros mismos, pero no deberíamos tener que hacerlo todo solos. Me alegro de que pudieras contar con ella, y de que te preocuparas por ella tú también. Aunque destrozaras su coche.
– No lo destrocé, lo mejoré -levantó las manos en gesto de protesta-. Reconozco que aumenté la potencia del motor, pero perdía aceite y lo arreglé, y le di un repaso a todo el coche. Le cambié los amortiguadores y roté los neumáticos. Lo cierto es que, cuando acabé con él, casi podía volar. A ella le encantó. Se lo advertí, pero no me escuchó. Dos días después, vino a casa toda orgullosa y emocionada. A los sesenta y cuatro años de edad, por fin le habían puesto una multa por exceso de velocidad. Cualquiera habría dicho que había ganado el primer premio en un concurso de belleza.
– ¿Quieres decir que se alegraba por la multa?
– Sonreía de oreja a oreja.
Molly puso los ojos en blanco.
– Lo peor de todo esto es que en el fondo quiero creerte.
– Reconozco que de niño era un poco salvaje -dijo Dylan-, pero no era malo. No me metí en muchos líos, al menos, no tantos como creía todo el mundo.
– Eras el chico de moda -Molly hizo una pausa y señaló la arena-. ¿Te parece bien aquí?
– Claro.
Se dejó caer en la arena y Dylan tomó asiento a su lado. Molly dobló las rodillas para acercarlas a su pecho y rodeó las piernas con los brazos.
– Ya lo creo que lo eras -dijo, retomando la conversación-. Eras la tentación de todas las chicas bonitas. Todas estábamos platónicamente enamoradas de ti. Incluso yo.
Lo dijo con naturalidad. Dylan esperó a ver si se daba cuenta de lo que acababa de reconocer. Lo hizo. Se puso rígida y se cuadró de hombros.
– Lo que quería decir es… -se quedó sin voz.
– ¿Sí? -Dylan no podía ocultar el tono placentero en su voz.
– Bueno, ya sabes -concluyó tímidamente.
– No, no lo sé. Me gustaría conocer los detalles.
Molly lo miró.
– Apuesto a que sí. Pero si lo hubieras sabido entonces, te habrías muerto de la risa.
– No digas eso, no es cierto -sin pensarlo, Dylan le tocó la mejilla-. Me habría sentido halagado. Siempre me has caído bien, Molly.
– Sí, pero no era más que la hermana pequeña de Janet.
– Pero eras alegre y divertida y me gustaba estar contigo.
Se había dejado el pelo suelto aquella noche y ondeaba suavemente al viento. Quería tocar aquellos mechones para comprobar si eran tan suaves como parecían. Quería enredar los dedos en sus rizos y acercar su rostro para besarla.
– Nunca estuviste interesado por mí.
– Pensaba que éramos amigos. Además, sólo tenías diecisiete años.
– Estás siendo amable y te lo agradezco -repuso Molly, apoyando la barbilla en las rodillas-, pero la verdad es que no me viste nunca como alguien especial. No te culpo -dijo rápidamente, antes de que pudiera interrumpirla-. La adolescencia no me favoreció. Era el patito feo.
– Ahora eres un hermoso cisne.
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