– Molly, no -Dylan dejó su taza en la mesilla de noche y sostuvo su mano entre las suyas-. Puedes sentirte como quieras, nada está mal o bien. Estás sometida a mucha presión, así que tómate un respiro. Si al final te operan para quitarte el pecho, lamentarás la pérdida, pero eso no te hará distinta.
Molly quería creerlo. Sabía que hablaba con sinceridad, pero pertenecían a mundos distintos.
– ¿Cómo se siente uno siendo físicamente perfecto? -le preguntó.
– ¿Cómo?
– Mírate, eres como mi hermana. Alto, atractivo, atlético. ¿Cómo es?
– ¿Por qué me preguntas eso? -Dylan apretó los labios-. Eres una mujer muy atractiva.
– No soy perfecta.
– Yo tampoco.
– Digamos que estás a un paso de la meta y yo ni siquiera sé dónde está la pista de carreras.
– Basta -le ordenó-. Eres vital, inteligente, divertida y bonita. Cualquier hombre se sentiría afortunado de tenerte.
– Grant consiguió no sentirse especialmente dichoso.
– Grant es un cretino y no tiene ni voz ni voto.
– Eres un cielo -le dijo, y se concentró en sentir cómo la acariciaba.
Sus dedos eran cálidos y fuertes en su mano. Aunque sabía que sólo pretendía consolarla, reaccionó de forma muy física al contacto. La excitación era una buena manera de empezar el día. Dylan se inclinó hacia ella.
– ¿Lista para un cambio de tema?
– Claro.
– ¿Qué te gustaría hacer hoy? -Molly se quedó pensativa y luego se echó a reír-. ¿Por qué me siento como si fuera a pasarme el día de tiendas? -preguntó Dylan.
– No te preocupes -lo tranquilizó-. No se trata de eso. Me reía por dos razones. La primera es que han pasado ¿cuántos?, ¿diez días? Creía que íbamos a seguir viajando.
– ¿Quieres que nos vayamos?
– No, me gusta este lugar. Pero me parece divertido que sólo estemos a ciento cincuenta kilómetros de Los Ángeles. Si hubiera sabido que era tan fácil huir, lo habría hecho antes.
– ¿Cuál es la segunda razón?
– El lugar al que me gustaría ir. No pongas esa cara. Lo sugiero porque es hermoso, no porque sea mórbido.
– ¿A dónde quieres ir?
– A la misión de Santa Bárbara.
Dylan le tocó la punta de la nariz.
– Tus deseos son órdenes.
– ¿De verdad? Entonces, quiero ir a París a almorzar.
– Hubo un tiempo en que la gente podía recorrer California a pie de un extremo a otro parando en las misiones -dijo Molly cuando salieron de la iglesia principal-. Se supone que debían estar a un día de caballo una de otra. ¿O era a un día andando? No, entonces estarían demasiado juntas. Pero bueno, había muchas.
Molly se detuvo en la escalera y contempló el viejo edificio. Dylan siguió su mirada. La estructura de piedra y madera se había conservado durante más de cien años.
– Es hermoso -le dijo-. Como habías prometido.
– Pues si te gusta el santuario, espera a ver los jardines del cementerio. Son preciosos.
Dylan dio la vuelta a la iglesia detrás de ella. A su alrededor había viejos árboles con nudos y arbustos recortados artísticamente. El cementerio estaba dividido en secciones separadas por muros de piedra, creando espacios pequeños para grandes familias. Por todas partes había flores.
Molly lo condujo hacia una sección más antigua. Había estatuas de pequeños ángeles, tumbas largas, una profusión de flores y bancos en varios puntos. Molly se sentó sobre un asiento de piedra y dio unas palmaditas en el espacio vacío que quedaba a su lado.
– Me gusta esta parte -le dijo-. Hay tumbas de principios del siglo diecinueve. Creo que algunas de las primeras familias españolas están enterradas aquí -lo miró y sonrió-. ¿Qué te parece?
– Nunca había estado en la misión.
– Ya lo había imaginado. ¿Te disgusta?
– En absoluto.
Dylan se sentó junto a ella. La tarde era cálida y los dos iban en manga corta. La camiseta de Molly no servía para ocultar sus curvas. Dylan se sorprendió tratando de no fijarse en sus senos, como si ya no estuviera bien que los mirara. Aquello lo confundía. Eran del mismo tamaño y forma que el día anterior, pero entonces le había parecido bien pensar en tocarlos y saborearlos. Seguía deseándola, y la imaginaba en su cama, desnuda, con los cabellos extendidos sobre la almohada, las piernas abiertas para él. Seguramente, podían arrestarlo por sus pensamientos.
Trató de apartar aquellas imágenes de su mente, pero Molly no lo ayudaba. Se había recostado en el banco con los codos en el respaldo, sacando el pecho hacia fuera. Dylan pensó en la intervención que había tenido, seguramente tendría un par de puntos o un cardenal donde le habían hecho la incisión. ¿Significaría eso que sus senos eran menos sensibles? Siempre que evitara esa parte de su seno izquierdo, ¿no sentiría placer si la acariciaba?
«Olvídalo», se dijo. Miró a su alrededor, confiando en poder encontrar algo de qué hablar, pero lo único que veía eran plantas y tumbas. A pesar de que hacía un día espléndido, estaban a mitad de semana, a mediodía, y eran los únicos turistas a la vista.
– Qué tranquilo está esto -dijo finalmente, consciente de que era un débil intento por mantener la conversación.
– Lo sé, por eso me gusta. Intento pasar por aquí siempre que vengo a Santa Bárbara. Esa es mi favorita -dijo señalando una hilera de tumbas colocadas frente a una estatua de Jesús-. Es una familia y siguen juntos. Cinco generaciones. Si fuera mi familia – continuó-, me tendrían reservado un espacio al otro lado de la iglesia.
Dylan se volvió para mirarla. Lo había dicho en tono casual, como si no tuviera importancia, pero detectó el dolor en su voz.
– ¿De qué estás hablando?
Echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo.
– Han pasado muchos años, así que entiendo por qué no recuerdas cómo eran las cosas en mi casa, pero no éramos una familia unida. Janet y yo nos peleábamos constantemente, mi madre parecía ver mal todo lo que hacía y mi padre… -suspiró-. Estaba de cuerpo presente, pero emocionalmente había desaparecido hacía tiempo.
– Sé que Janet y tú os peleabais -dijo al recordar cómo Janet no dejaba de quejarse de Molly y lo molesto que eso era-. Pero según dicen, todos los hermanos pelean.
– Tardé en darme cuenta de dónde estaba el fallo -dijo Molly-. Pensé que las cosas mejorarían cuando Janet se hubiera ido a la universidad, pero no fue así. Seguía sintiéndome como una extraña. Un día, cuando Janet estaba en casa durante las vacaciones, me invitó a almorzar. Me dijo que finalmente se había dado cuenta de que mi madre incitaba las discusiones entre nosotras, como si no quisiera que nos lleváramos bien. No lo había pensado, pero en cuanto lo dijo, supe que tenía razón. El problema era averiguar por qué.
Dylan le pasó el brazo por los hombros y dejó la mano sobre el cuello de Molly. Su piel era suave y cálida.
– ¿Qué hiciste? -le preguntó.
– Hurgué, tratando de encontrar algún papel viejo. Pero no encontré nada interesante. Un día, cuando mi madre me regañaba por no haber cosido bien el dobladillo de un vestido, perdí la cabeza. Empecé a gritar preguntándole por qué me odiaba tanto. Creo que en realidad quería que me dijera que me amaba.
– Lo siento, Molly -Dylan no tuvo necesidad de preguntarle si las noticias habían sido buenas.
– No lo sientas. Me alegré de saber la verdad. Al parecer, después de que Janet naciera, mi padre se absorbió mucho en su trabajo. Apenas estaba en casa. Mi madre se sentía sola y desgraciada y tuvo una aventura. No duró mucho, pero yo estoy viva y coleando, como recordatorio de lo ocurrido. No quiso decirme nada sobre mi padre biológico, y realmente no me importa. El hombre que me crió tampoco prestó atención a Janet, así que no lo culpo por ignorarme. Mi madre es harina de otro costal.
A Dylan le costó asimilar lo que le estaba diciendo.
– ¿Janet es sólo tu hermanastra?
– Exacto. Se lo conté a Janet y me dijo que había imaginado una cosa así. No nos importa. Desde que fui a la universidad, no he tenido mucho contacto con mi madre. He intentado hacer las paces con ella un par de veces, pero no le interesa. Me dijo que se alegraba de que hubiera salido de su vida. Por fin.
Dylan pensó en todo lo que él había soportado de joven: ir a casa y encontrar a sus padres borrachos, el dolor de las palizas cuando estaban sobrios. Pero siempre había sido capaz de echarle la culpa al alcohol. Había alimentado la fantasía de que si dejaban de beber, todo saldría bien. Molly ni siquiera había tenido eso, sólo la cruda realidad de que su madre lamentaba haberla tenido. Se inclinó hacia ella, pero Molly levantó las manos para detenerlo.
– No te preocupes, estoy bien.
– ¿Y por qué no me lo creo? -dijo levantando las cejas.
– No lo sé, pero es cierto -sus ojos castaños se empañaron un poco-. De acuerdo, reconozco que habría preferido llevarme bien con mi madre, pero al menos sé por qué no pudo ser así. Te sorprendería saber lo mucho que ayuda eso. Ahora mi pasado tiene sentido. Janet y yo estamos muy compenetradas y eso significa mucho para mí.
Era algo, pensó Dylan, pero quería que Molly tuviera mucho más. Quería que mucha gente se preocupara por ella. Tenía gracia pensar en cuántas cosas tenía en común con ella: la independencia, no saber si creía en el amor…
– Si vas a quedarte ahí compadeciéndote de mí, voy a tener que darte un puñetazo en el estómago -dijo con expresión fiera.
Dylan sonrió.
– No empieces algo que no puedas terminar. Si peleamos, te ganaré.
– Te equivocas.
– ¿Ah, sí? Ya me dirás por qué. Soy más fuerte de lo que tú serías nunca. Sólo por ser hombre.
– Tú lo has dicho. Eres un hombre, no puedes pegarme.
Dylan abrió la boca, luego la cerró. Molly batió sus pestañas.
– Me encanta cuando gano.
– Eso no ha sido más que un truco barato. Habría encontrado la manera de ganarte.
Molly se apoyó en él y lo rodeó con sus brazos. El la estrechó. Era tan bueno abrazarla. El deseo, nunca lejos de la superficie, volvió a la vida. Afortunadamente, Molly pareció no darse cuenta.
– Gracias -le dijo-, por todo esto. Por venir conmigo, por ser un buen amigo, por hacerme reír y por preocuparte por mí.
Dylan se quedó mirándola. Estaban tan juntos que podía besarla. Sólo que no lo hizo, porque… demonios, no sabía por qué. Tal vez porque sabía que Molly no podría aceptar sólo eso. Querría explicaciones y argumentos que la convencieran que no se trataba de piedad. ¿Acaso un hombre no podía desear a una mujer sólo porque la deseaba?
– Me importas -le dijo.
– Habría vendido mi alma por oír esas palabras hace diez años -apoyó la frente sobre su pecho-. Estaba tan enamorada de ti. Me hace gracia recordar lo convencida que estaba de que nunca desearía a ningún otro hombre.
– Claro que no.
– ¿Qué? -Molly lo miró.
– Oye -bromeó-, soy yo. ¿Quién iba a ser sino el hombre de tus sueños?
Molly lo apartó a un lado y se sentó derecha.
– Menudo ego.
– Sólo estoy siendo sincero.
Se volvió del otro lado, cruzando las piernas y los brazos sobre el pecho. Era adorable.
– Si hubiera sabido cómo eras en realidad, no habría perdido el tiempo soñando contigo.
– Claro que sí.
– ¿Vas a decir siempre la última palabra?
– Seguramente.
Molly se echó a reír. A Dylan siempre le había gustado aquel sonido, pero era más importante para él desde que sabía qué ocupaba su mente cuando estaba callada.
– Me alegro de que Janet y tú por fin os hicierais amigas -le dijo.
– Yo también. Se ha portado maravillosamente estas últimas semanas. No habría podido sobrevivir sin su ayuda -entrelazó los dedos-. Tú has progresado tanto, Dylan. Tuviste una infancia conflictiva y te has convertido en un hombre de provecho. Estoy muy impresionada.
– Gracias. En parte ha sido el trabajo duro, pero también estar en el sitio apropiado en el momento apropiado.
– Es más que eso. No has tenido miedo.
Dylan presintió que estaban en terreno poco seguro, aunque no sabía decir por qué.
– Todo el mundo tiene miedo alguna vez.
– Lo sé, pero yo he vivido la vida dominada por el miedo. Ahora lo veo. Si me pasa algo, algo malo, lo que más lamentaré es lo que no llegué a hacer. He llevado una vida tan insignificante. Es como si hubiera hecho un trato con Dios y le hubiera prometido no pedir demasiado. A cambio, no me ocurriría nada malo. No habría mucha alegría, pero tampoco mucho dolor.
– Y ahora piensas que, en realidad, no fue un buen trato.
– Exactamente. Me enfrento a un dolor potencial y no he hecho nada conmigo misma. No ha habido alegría. He querido y pensado hacer tantas cosas, pero al final no he hecho ninguna de ellas. Ahora me miro y pienso que es una tragedia -sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las contuvo. Dylan se sintió frustrado. Había más de una situación que no podía arreglar. Sólo podía quedarse de brazos cruzados mientras Molly luchaba con su dolor-. Tal vez ésa sea mi lección -continuó-. Que tengo que aprovechar todo el tiempo que tengo y emplear cada hora de la mejor manera posible porque el tiempo es precioso.
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