– Vine a verte anoche, pero no estabas -dijo Grant. Su tono era desenfadado, pero notó su irritación.
– Ya te lo he dicho, estaba fuera.
Al llegar a la puerta de entrada de su apartamento, le tendió la caja de rosas y sacó su llavero.
– Permíteme -le dijo, y sonrió.
Molly hizo una mueca. Se había olvidado de que le había dado la llave de su apartamento. Tampoco la usaba mucho. Grant raras veces pasaba la noche con ella y su trabajo en el bufete hacía que Molly estuviera en casa mucho antes de que él apareciera. Tal vez había sido un gesto simbólico, pensado para hacerles sentirse unidos. En aquel momento probablemente había funcionado, pero ya se sentía cansada y molesta.
Entraron en el apartamento. La sala de estar estaba exactamente como la había dejado hacía dos semanas. Una vecina había recogido su correo y se lo había dejado en la mesa de la cocina, podía ver el montón de cartas desde donde estaban.
Grant se volvió hacia ella, le puso las manos en los hombros y la besó. Seguramente había querido besarla en la boca, pero Molly volvió la cabeza y sintió el roce de sus labios en la mejilla. Cerró los ojos y trató de sentir algo placentero y familiar en aquel contacto, pero en lo único en que podía pensar era en lo mucho que le costaba respirar. Dylan se había ido de verdad.
– Así que -dijo Grant, dejando las llaves en el mostrador que dividía el comedor de la sala de estar para tomar la caja de rosas-, has estado fuera unos días.
Vio cómo buscaba un jarrón. Encontró uno en la balda superior de la despensa, abrió la caja y empezó a colocar las rosas. Eran hermosas. De color rojo oscuro y olorosas.
– Sí, necesitaba algo de tiempo para pensar. He tenido muchas cosas en la cabeza -le señaló las flores-. Son muy bonitas, gracias.
Grant siguió colocando las rosas. Los ojos de Molly se posaron en sus llaves. Sin pensarlo, dejó la bolsa en el suelo, tomó el llavero de Grant y empezó a separar la llave de su apartamento del resto. Sólo tardó un segundo en sacarla y metérsela en el bolsillo. Grant ni siquiera se dio cuenta.
Cuando terminó de organizar el jarrón, lo llevó a la sala de estar y lo colocó en la mesa auxiliar. Luego se sentó en el sofá y dio una palmada en el espacio que había a su lado.
Molly se acercó y se sentó en el extremo opuesto del sofá. Grant no se dio por aludido. Se acercó hasta ella y tomó sus dos manos. Tenía los ojos castaños, de un color indefinido, neutro. Se dijo que estaba mal compararlo con Dylan, porque no tenían nada que ver. Qué extraño que los dos hubieran tenido un gran peso en su vida.
– Sé lo que estás pensando -dijo Grant.
– Lo dudo.
La miró con su mirada de lechuza, como si estuviera haciendo grandes esfuerzos por parecer razonable.
– Estás pensando que voy a molestarme por tu amigo de la moto. Reconozco que no me dio buena impresión, pero confío en ti, Molly. Siempre lo he hecho. Eres una mujer maravillosa y no puedo creer lo estúpido que he sido -Molly trató de soltarse, pero él la sujetó con más fuerza-. Fue así -continuó-. Estaba trabajando en un caso muy importante. Ya sabes que mi trabajo es muy estresante. Sé que lo entiendes. Además, tú y yo nos habíamos estancado en la rutina.
Abrió la boca para protestar pero no sabía qué decir. No, no podía estar tratando de echarle la culpa a ella, ¿verdad?
– ¿La rutina? -consiguió decir.
– Sí, siempre hacíamos lo mismo. No es culpa de nadie, estas cosas pasan. Entre eso y las horas de trabajo, bueno, yo…
Se quedó mirándolo, esperando oír una excusa. Al ver que se quedaba callado le dijo:
– Te largaste con tu secretaria. Se suponía que estábamos comprometidos y te fuiste con otra mujer. Eso es más que rutina, Grant. Es el Cañón del Colorado.
– Ya veo que estás molesta -Grant se removió en su asiento.
– Y tanto que sí. Te fuiste sin avisar. Me llamaste desde el hotel para decirme lo que habías hecho. Hasta llamaste a cobro revertido. Eres un canalla egoísta y sin corazón, y los dos lo sabemos.
– Está bien -Grant se puso en pie y la miró-. Te vas a poner sentimental. No importa. Yo puedo razonar por los dos. Reconozco que mi comportamiento fue inadecuado, no debí haberme ido con ella. Pero no voy a aceptar toda la culpa. Es muy joven y bonita. No hacía más que intentar seducirme y un día dejé de resistirme. Fue un error.
Estaba tan tranquilo que Molly no sabía si reír o empezar a tirarle objetos a la cabeza.
– Ahórrate los detalles -le dijo.
Siguió explicando cómo el viaje a México había sido un arrebato. Cuando empezó a describir las playas de arena blanca, lo silenció. Aquello no iba a llevarlos a ninguna parte.
– ¿Qué pretendes, Grant? -le preguntó, interrumpiéndolo a mitad de frase. Grant parpadeó, luego señaló las flores con un gesto de la mano.
– Yo diría que es evidente. Tenemos que restablecer nuestra conexión emocional. La intimidad y la confianza han salido perjudicadas.
Se había ido con su secretaria de veintidós años y consideraba que su relación había salido perjudicada. ¿Qué haría falta para destruirla? Vio cómo se movía por la estancia, como si estuviera en un tribunal. Él era el abogado defensor y ella… Bueno, no estaba segura de su papel en toda aquella charada. Grant era razonablemente atractivo, pero no podía imaginarse amándolo. Ya no, ni nunca. ¿Qué había sido? ¿Una conveniencia? ¿Otra forma de acomodarse, de no esperar demasiado para que si lo perdía no le doliera tanto?
– ¿Me amas? -le preguntó.
– Molly, ¿cómo puedes preguntarme eso?
– Porque quiero saberlo. ¿Me amas?
– Eres la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida. Habíamos hablado de tener hijos juntos.
– Esa no es una respuesta. ¿Por qué no estás con tu secretaria ahora mismo? ¿Qué ocurrió en el paraíso?
Grant tuvo la vergüenza de sonrojarse.
– Es muy joven.
– ¿Y?
Se aclaró la voz, luego hundió las manos en los bolsillos de su pantalón. Molly se dio cuenta de que estaba trajeado y que era mediodía. Había salido del trabajo para ir a hablar con ella. Increíble. Luego miró el reloj y comprendió que era su hora del almuerzo.
– No teníamos tanto de que hablar -reconoció.
– Entiendo.
– Tendrías que estar contenta -le dijo-. Me he dado cuenta de que ha sido una estupidez antes de que estuviéramos casados y pudiera haberte hecho daño.
De modo que pensaba que no le había hecho daño. Por extraño que pareciera, tenía razón.
– ¿Cómo sabías que no estaba en el trabajo? -preguntó.
Después de todo, él se había ido y ella no había tenido oportunidad de decirle que la habían despedido.
– Me pasé por tu oficina el viernes. Tu jefe me dijo que te habías tomado un par de días libres. También mencionó que te habían ascendido y subido el sueldo. Enhorabuena.
– Vaya, gracias.
– La verdad es que eso encaja perfectamente en nuestros planes.
– ¿En qué sentido? -preguntó Molly. No recordaba exactamente cuáles eran sus planes.
– Ahora, después de casarnos y vender tu apartamento, podemos buscar una casa. Reconozco que estaba un poco preocupado por vivir aquí mucho tiempo. La dirección no es muy prestigiosa, y eso es importante en mi trabajo.
No le gustaba su apartamento, claro que no. Se dio cuenta en aquel mismo instante. Se preguntó si le gustaba algo de ella. Contempló su rostro afable y la forma en que se balanceaba sobre los talones. No tenía sentido prolongar aquello, pensó, y se puso en pie.
– Ahora mismo vengo -le dijo.
Una vez en el dormitorio, se acercó al pequeño estuche de joyas de su tocador y abrió el cajón inferior. Había un gran anillo de rubí. Era el anillo de compromiso que Grant le había dado. No le había comprado un diamante porque una de las esposas de los socios del bufete le había dicho que eran demasiado comunes. Molly recordó su decepción porque siempre se había imaginado llevando un bonito diamante en su anillo de compromiso. Pero no se lo había dicho a Grant.
Cerró la mano en torno al anillo y volvió a la sala de estar. Grant seguía en el centro de la estancia. Molly se colocó detrás del sofá y se inclinó hacia delante hasta apoyar los codos en la parte de arriba.
– La semana en que me llamaste para decirme que te habías ido con tu secretaria lo pasé muy mal -le dijo-. Seguramente han sido los peores días de mi vida.
– Ya te he dicho que lo siento.
– Lo sé y acepto tu disculpa. Pero eso no ha sido todo. Sabes, me llamaste el martes, pero antes, el lunes, me despidieron.
– ¿Que te despidieron? -parecía incrédulo-. Pero si hablé ayer con tu jefe. No me dijo nada.
– Quieren que vuelva.
– Bien. Entonces, ¿cuál es el problema?
– No estabas aquí cuando ocurrió, Grant. Estaba sola. Traté de llamarte aquella noche, pero no estabas en casa. Ahora sé que te habías ido a México. Me llamaste al día siguiente para contármelo.
– No puedo cambiar lo ocurrido, Molly -dijo con los hombros caídos hacia delante-. ¿Qué quieres que diga?
– Quiero que me escuches. No creo que entiendas el impacto que tuvo todo esto en mí.
– Ya veo. Estás utilizando esto como excusa para explicar tu comportamiento. Algo pasó con el tipo de la motocicleta.
– No estoy intentando justificar nada porque no me hace falta. Fuiste tú quien se fue con otra, no al revés -movió la cabeza-. No estás escuchando, Grant. Por favor, escúchame. Al día siguiente de tu llamada, el miércoles, descubrí que tenía un bulto en el pecho. Me estaba examinando en la ducha y…
– ¡Dios mío! Tienes cáncer.
Molly levantó la vista a tiempo de ver cómo daba un paso atrás. Su expresión se volvió tensa, como su cuerpo. Parecía como si tratara de no respirar profundamente.
La última gota de compasión o deber o lo que fuera se secó. Aquel hombre no significaba nada para ella. Le costaba entender qué había visto en él antes. No lamentaba que su relación hubiera terminado… mejor saberlo entonces que cuando estuvieran casados. Lo triste era el contraste entre su reacción y la de Dylan. Dylan, que sólo era un amigo, le había dado consuelo y ánimos. Grant se comportaba como si acabara de exponerse a una enfermedad contagiosa.
– No tengo cáncer -dijo en voz baja, y se enderezó-. Me extirparon el bulto y lo analizaron. Estoy bien.
– Debes de sentirte aliviada -dijo Grant, todavía en estado de shock.
– Lo estoy, pero han sido quince días en el infierno. No sabía si iba a vivir o a morir. Se suponía que yo te importaba y que estarías a mi lado pasara lo que pasara, sin embargo, tuve que pasar por todo esto sola. No puedo confiar en ti y ahora sé que ya no te amo. No creo que te haya amado nunca -Molly se acercó a él y le tendió el anillo. Grant se quedó mirándola fijamente.
– No lo dirás en serio. No permitiré que rompas nuestro compromiso -frunció el ceño-. ¿Estás segura de lo del bulto? No podría ser algo, ya sabes… fatal.
– Mi médico pidió dos opiniones. Ellos están seguros y yo también -se acercó a la puerta y la abrió de par en par-. Adiós, Grant.
Grant salió al pasillo, luego se paró. Molly se preguntó si trataría de convencerla para que no lo despachara. El alegato final de un abogado.
– Estás cometiendo un gran error -le dijo-. No me va a costar nada sustituirte. ¿Puedes decir tú lo mismo?
Le dio el anillo. Después de tanto tiempo, no sentía nada por él. Lo único que quería era que saliera de su vida.
– Sinceramente te digo que me importa un rábano -le dijo, y cerró la puerta tras él.
Se apoyó en el marco y esperó a que el tumulto de emociones remitiera. Había sido un día difícil, por no decir otra cosa. No estaba segura de qué haría después, pero tal vez no hiciera nada.
En sus labios se dibujó una media sonrisa. No todos los días entregaba una mujer dos anillos de compromiso, pensó. La sonrisa se esfumó y Molly se dejó caer al suelo. Mientras doblaba las rodillas y se las llevaba al pecho, las primeras lágrimas empezaron a derramarse.
– No sé qué voy a hacer -dijo Molly tres días después. Estaba tumbada en el sofá, hablando por el teléfono inalámbrico. Se puso de costado-. He resuelto dos de los tres asuntos importantes de mi vida. Eso es algo.
– No quiero presionarte… -dijo Janet.
– Sí que quieres -la interrumpió Molly con una sonrisa.
– Está bien -rió Janet entre dientes-, tal vez un poquito. Lo bastante para mantenerte motivada. Estoy encantada con que no tengas nada y estoy de acuerdo con tu decisión de despachar a Grant, pero tienes que decidirte sobre tu trabajo. No van a mantener la oferta para siempre.
– No les pido que lo hagan. Dije que lo decidiría a finales de mes. Mira, Janet, me despidieron. No voy a dar saltos sólo porque hayan cambiado de idea.
– ¿Y si contratan a otra persona en tu lugar?
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