– Cielo, ¿te encuentras bien? -Janet habló en voz baja impregnada de preocupación-. Sé que fue tu amor platónico y todo eso, pero han pasado años. Ya no lo conoces. ¿Estás segura de estar a salvo?

Molly reflexionó por un momento.

– No me dices nada que no me haya dicho ya a mí misma. Sé que parece una locura, y en cierto sentido lo es, pero no sabía qué hacer. Al menos, Dylan es una distracción fabulosa, y eso es lo que necesito ahora mismo.

– No es un asesino en serie, ¿verdad? Aunque no te lo diría si lo fuera.

– No creo que los asesinatos den para tanto -dijo Molly mirando a su alrededor-. Tiene una empresa muy próspera. Su casa es fantástica. Es gigantesca, y está en lo alto de la colina… -a Molly se le pasó una idea por la cabeza-. Janet, ¿estás enfadada porque esté aquí? ¿Te molesta?

– Si lo que me preguntas es si todavía siento algo por él, por favor, no te preocupes. Hace años que lo he olvidado. Ya sabes que quiero a Thomas. Han pasado diez años y seguimos igual de enamorados. Dylan fue mi primer novio serio y siempre tendré recuerdos gratos de él, pero no habría funcionado. Los dos lo sabíamos -Janet inspiró hondo-. Estoy segura de que le va bien el negocio, pero él no ha cambiado, Molly. Sigue siendo un hombre peligroso. Me parece que no está casado, y no creo que sea capaz de aceptar esa clase de compromiso.

– Vamos a hacer un viaje juntos -dijo Molly mirando el teléfono fijamente-, no a tener una relación.

– Esas cosas pasan. Sólo quiero que tengas cuidado, ahora mismo eres vulnerable y no quiero que te haga daño.

– No tienes por qué preocuparte. Tendría que estar mínimamente interesado en mí para hacerme daño y las dos sabemos que eso no va a ocurrir.

– No digas eso -le suplicó Janet-. Eres adorable. Cualquier hombre se sentiría muy afortunado de tenerte.

Molly tiró de sus vaqueros, separando la tela de sus generosos muslos.

– Es verdad, tengo tantos problemas con todos esos hombres que hacen cola delante de mi apartamento… Fue muy difícil salir de casa esta mañana, pero intento ser amable cuando los rechazo.

– Eres tonta.

– Hace un minuto has dicho que era adorable.

Janet rió.

– Molly, me vuelves loca. ¿Tenías algún mensaje?

– No -Molly perdió el humor al instante.

– Es demasiado pronto.

– Lo sé.

– Todo saldrá bien.

– También lo sé.

Lo sabía, pero no lo creía.

– Entonces, ¿a dónde pensáis ir?

– No tengo ni idea -dijo Molly-. Dylan elegirá nuestro destino.

– ¿Estás segura de lo que haces?

– No estoy segura de nada, Janet, pero si lo que me preguntas es si estoy segura de querer ir con Dylan, la respuesta es sí. No hay nada que desee más en este mundo. Necesito dejarlo todo unos días y él es la manera perfecta de hacerlo. Así que procura no preocuparte.

– No me preocuparé si me prometes mantenerte en contacto.

– Te lo prometo.

– Te quiero, hermanita -suspiró Janet-. Cuídate.

– Yo también te quiero. Dale a Thomas y a las niñas un beso de mi parte. Adiós.

Colgó el teléfono. Sin el apoyo de Janet no habría sobrevivido a los últimos diez días. Era agradable que alguien se preocupara por ella. Sin embargo, durante los próximos días no iba a pensar en nada más que en pasárselo de maravilla en aquella aventura.

Dylan apretó automáticamente el botón del control remoto que abría la puerta del garaje. Al frenar, vio el utilitario azul de Molly aparcado a un lado e hizo una pausa. No estaba acostumbrado a llegar a casa y encontrarse a alguien. Durante los dos años que llevaba viviendo allí, había tenido compañía nocturna tal vez en tres ocasiones. Cuando tenía una relación con una mujer, solía quedarse en la casa de ella. Prefería poder irse cuando quisiera y no tener que pedirle qué se fuera si quería estar solo.

Se quedó mirando el coche. Era un vehículo modesto, ni divertido ni llamativo. Pero claro, a Molly no le iba lo llamativo, al menos cuando era una adolescente. Dejó el coche en su plaza y apagó el motor. Después de tomar su cartera, cerró la puerta del garaje y entró en la vivienda.

– Estoy en casa -anunció, y luego frunció el ceño al preguntarse si alguna vez había pronunciado aquellas palabras. Era un viejo cliché televisivo: «Cariño, ya estoy en casa».

– Hola -contestó Molly. A juzgar por la procedencia de su voz, debía de estar en la biblioteca.

Dylan dejó la cartera en el mostrador de la cocina, sacó un par de cervezas de la nevera y fue en busca de su invitada. La encontró acurrucada en uno de los sillones de cuero, leyendo. Una lámpara de pie irradiaba un cálido círculo de luz sobre ella y el libro. Tenía las rodillas dobladas y los pies ocultos bajo su cuerpo, y había tenido el cuidado de dejar los zapatos a un lado del sillón.

No se había fijado en él y parecía absorta en la lectura. Por un momento, Dylan se limitó a observarla. No podía olvidar la extraña sensación de saber que había estado en su casa mientras él trabajaba. En el despacho había conseguido concentrarse en la tarea y olvidarse del almuerzo con Molly, pero de vez en cuando se había sorprendido recordando algo de lo que ella había dicho o imaginando un rápido movimiento de sus manos. Aunque no le había emocionado la idea de ir a su casa y encontrarla allí, tampoco le había asustado. En las pocas ocasiones que había permitido que alguna de sus mujeres pasara allí la noche se había sentido atrapado e incómodo. Tal vez la diferencia era que hacía muchos años que conocía a Molly. Seguramente se debiera a que no tenían una relación ni era probable que la tuvieran. Se acercó a ella.

– Seguramente debería haberte preguntado si te gusta la cerveza -le dijo, tendiéndole una de las botellas-. Aparte de agua y café, casi es todo lo que tengo. No suelo tener invitados.

Aceptó la bebida y sonrió.

– Gracias, me gusta. Confieso que eché un vistazo a la nevera y tomé una manzana. Ya me di cuenta de que no pasas mucho tiempo cocinando.

– No sabría cómo hacerlo -Dylan se sentó en un sillón delante de ella. Después de un largo trago de cerveza, se aflojó el nudo de la corbata y luego se la quitó.

– Con riesgo de parecer una esposa de un barrio periférico, ¿cómo te ha ido el día? – dijo en tono de broma.

A Dylan le agradó que se sintiera lo bastante cómoda como para bromear. Antes, en el restaurante, la había notado muy tensa y había tomado la margarita como si su vida dependiera de ello… o tal vez la copa le había proporcionado el valor para pedirle que la llevara con él a alguna parte. Fuera lo que fuera, le complació ver que por fin se había relajado un poco.

– He estado ocupado. Tengo que repasar muchas cosas antes de que podamos irnos -se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y sostuvo la botella con ambas manos-. No voy a ser un buen anfitrión esta noche -le dijo-. Tengo una cartera llena de trabajo que debo terminar antes de mañana. Supongo… -la vio sonreír-. ¿Qué tiene tanta gracia?

– Nada, no es más que… -Molly se encogió de hombros-. Digamos que no eres exactamente lo que esperaba. El Dylan que yo recuerdo llevaba vaqueros y una chaqueta negra de cuero. Llevas traje y corbata, y eres tan respetable.

– Dímelo a mí -gruñó-. Nunca creí que llegaría a serlo. Solía trabajar en vaqueros. Pasaba la mitad del día ensamblando motos o haciendo diseños. Ahora sólo hago papeleos. Me he convertido en todo lo que odiaba cuando era niño. Llevo corbata, algo que juré que nunca haría. Conduzco un Mercedes. Tengo un teléfono móvil. Llevo mi ropa a la tintorería.

– Eres un ciudadano responsable.

– Peor. Soy viejo. La semana pasada estaba en un vídeo club y vi a tres chicos armando ruido. Sin pensarlo, les dije que bajaran la voz. Se fueron, pero no sin antes llamarme viejo. Me di cuenta de que tenían razón.

Molly se echó a reír.

– Ni siquiera tienes treinta y cinco. Eso no es ser viejo.

– Para un chico de quince años, sí.

– ¿De verdad te preocupa lo que piensan esos chicos?

– No, no es más que… -no podía explicarlo. Sin saber cómo, todo había cambiado. No sabía cuándo o cómo había ocurrido, pero era una de las razones por la que quería irse a algún lugar lejano. Necesitaba aclarar sus ideas y ver qué era lo importante-. Me he vendido -dijo en tono lúgubre, y se preguntó si iba a hacerlo otra vez. ¿Haría lo que su abogado y otras personas habían sugerido y vendería su compañía, o mantendría su independencia?

– Te has convertido en un hombre de negocios -dijo Molly-. Hay una diferencia. Deberías estar orgulloso de ti mismo.

Varios mechones de pelo rizado se habían escapado de la trenza. Oscilaban en torno a su rostro y le rozaban el hombro. En un momento durante la tarde se había subido las mangas de la camisa, dejando ver muñecas y antebrazos. Tenía curvas. A juicio de Evie, era gruesa. Dylan no estaba seguro de qué pensaba de Molly, no era a lo que estaba acostumbrado en una mujer. De acuerdo, nadie la llamaría hermosa, pero a la luz de aquella lámpara, gesticulando mientras hablaba y sonriendo, era bonita. Tenía una sinceridad que le gustaba. Molly era una persona de verdad.

– ¿Te preocupa que el precio sea demasiado alto? -le preguntó-. ¿Crees que has tenido que renunciar a demasiadas cosas para conseguir lo que querías?

Molly veía más allá de lo que Dylan quería que viese.

– Una conversación demasiado seria -dijo en tono desenfadado, y se puso en pie-. Si echaste un vistazo a la nevera, te habrás dado cuenta de que no tengo comida en casa. ¿Te apetece una pizza para cenar?

– ¿Por qué no?

– Conozco una pizzería que las envía a domicilio. ¿Qué te gusta que lleve?

– Cualquier cosa -Molly también se puso en pie-. ¿Quieres que llame yo?

– No, me sé el número de memoria. Un hombre soltero que vive solo… No es ninguna sorpresa, ¿verdad? Voy a ponerme unos vaqueros y llamaré a la pizzería. Luego tendré que ponerme a trabajar.

Molly le enseñó su libro.

– No te preocupes por hacer de anfitrión. Estaré entretenida.

– Te lo agradezco. No me gusta dejar asuntos pendientes si vamos a estar fuera unos días -se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo al recordar algo-. Me gustaría que nos fuéramos mañana a mediodía. Pensé que podríamos pasar por tu casa y dejar allí tu coche. De lo contrario, tendrías que volver aquí para recogerlo y eso te llevaría una hora.

– Bien -repuso Molly-. Entonces, ¿no vamos en dirección este?

Si lo hacían, dejar su coche allí tendría más sentido.

– No, pero no pienso decirte nada más.

– Creo que me gusta la idea de una agradable sorpresa -le dijo.

Charlaron durante un par de minutos más y, luego, Dylan la dejó en la biblioteca y se dirigió hacia su dormitorio. La habitación de invitados estaba al otro extremo del pasillo. Se había olvidado de preguntar a Molly si había encontrado todo lo que necesitaba, pero cuando regresó a la biblioteca, ya no estaba allí. Pidió la pizza, fue a por su cartera y se dispuso a trabajar.

Aproximadamente media hora después, oyó un golpe suave en la puerta.

– Pasa -dijo con aire ausente, sin apartar la vista del ordenador.

– La cena está lista -le dijo Molly.

Le dejó en la mesa un plato enorme con varios trozos de pizza humeante y un botellín de cerveza. Antes de poder darle las gracias, se había ido.

Dylan se quedó mirando la puerta cerrada, dividido entre el trabajo y la curiosidad. Luego pensó que lo mejor sería volver a prestar atención a sus papeles.


Casi era la una y media de la tarde cuando Molly cerró la puerta delantera de su apartamento. Lanzó una mirada a través del jardín hasta la calle, donde Dylan la estaba esperando. Había aparcado su utilitario, subido la maleta al apartamento y mirado si tenía algún mensaje en el contestador. Ya estaba lista para empezar la aventura.

El estómago se le encogió por la emoción y los nervios. Por un segundo, pensó en tirar la toalla. Después de todo, apenas conocía a Dylan. ¿En qué diablos había estado pensando cuando le pidió que la llevara con él a correr una aventura?

– No voy a echarme atrás ahora -dijo en voz baja-. Si lo hago, me quedaré sola. Me niego a pasar los próximos quince días esperando a que suene el teléfono.

Zanjada la cuestión, se cuadró de hombros y bajó a la entrada del edificio. Cuando Dylan la vio, se enderezó y tomó el casco de pasajero que había dejado en el asiento detrás de él. Ya había cargado la pequeña bolsa de ropa con su neceser. Molly vio el casco, luego la moto y se lo pensó dos veces.

– Sé qué estás pensando -dijo Dylan, acercándose a ella para tenderle el casco-. Llevo conduciendo en moto años, así que no tienes nada de qué preocuparte.

– Por extraño que te parezca, mi integridad física no me preocupa -le dijo alegremente-, sino mi estabilidad mental. Esto es una locura, ¿o no te habías dado cuenta?