Dylan le colocó el casco y le ajustó la cinta bajo la barbilla.

– Entonces, los dos estamos locos porque he accedido a hacer esto, ¿no?

– Supongo que sí.

– Oye, se supone que esto debería hacerte sentirte mejor.

Descalzo, Dylan le sacaba más de veinte centímetros. Con botas, se cernía sobre ella. Al mirarlo a los ojos, algo se agitó en su interior. Una sensación, un estremecimiento de calor, pero desde luego captó su atención. Se sentía atraída por aquel hombre. A sus veintitrés años, Dylan había sido un seductor. A los treinta y dos, era irresistible.

Pero que Dylan le resultara atractivo era tan útil como utilizar una cucharilla de té para sacar un barco del mar. Aun así, sería una distracción. Siempre que no perdiera el sentido común, estaría bien.

– ¿Tienes todo? -le preguntó-. No esperaba que metieras todas tus cosas en esa bolsa, así que te dejé un poco de espacio en la mía.

– Puedo seguir instrucciones -le dijo-. No te preocupes por mí, tengo todo lo que necesito.

Por razones que todavía no comprendía, había vuelto a guardar el anillo. Quería tenerlo cerca. Tal vez como una especie de talismán que la protegiera de lo que iba a ocurrir.

– Entonces, pongámonos en marcha -le dijo, y le entregó una chaqueta de cuero-. Te quedará un poco grande, pero la necesitarás para no quedarte fría. La brisa es un poco cortante yendo en moto.

La ayudó a ponérsela y luego se la cerró. Sus atenciones le hacían sentirse como una niña. Seguramente era así cómo pensaba en ella, pero no iba a protestar. Por una vez, era agradable tener a alguien que cuidara de ella. Cuando terminó, Dylan le tocó la cara.

– Todavía estás a tiempo de cambiar de idea -le dijo.

– Lo mismo te digo.

– No. Yo me voy.

– Entonces, voy contigo.

– Estupendo.

Dylan le obsequió con una rápida sonrisa que le hizo estremecerse hasta los muslos y luego subió a la motocicleta. Bajó el visor de plástico de su casco y le indicó que subiera detrás de él.

Molly tragó saliva. Vaya, no había pensado en todo. No se había dado cuenta de que viajar en moto con Dylan significaba que iría detrás de él, abrazada a él de forma increíblemente íntima. No sabía si reír o gritar. Al final, emitió un gemido forzado, se bajó el visor de plástico y se acercó a la moto. Tenía que pasar la pierna derecha por encima del asiento y luego colocarse en su sitio. No lo hizo airosamente. Se sintió torpe e incómoda y muy pesada al colocarse sobre el asiento. El vehículo se hundió con sus movimientos. Dylan puso en marcha la moto.

– Tendrás que agarrarte con fuerza -le dijo por encima del ronroneo del motor-. Puedes meter las manos en los bolsillos de mi chaqueta o sujetarte a mi cintura. Lo que te resulte más cómodo.

– Claro -dijo Molly, como si no tuviera importancia. De acuerdo. Ella, como millones de mujeres norteamericanas, se pasaba gran parte del día en una moto detrás de un hombre, tocándolo, abrazándolo, sintiendo…

La moto avanzó hacia delante. Molly lanzó un grito y se agarró a Dylan, que aceleró calle abajo y luego tomó una curva. Los tres, él, ella y la moto, se inclinaron hacia el suelo. Molly volvió a chillar y se agarró con todas sus fuerzas, rodeándole la cintura con los brazos y apretando con fuerza.

– Nunca habías subido a una moto, ¿verdad?

Molly lo negó con la cabeza, pero luego comprendió que no podía verla.

– No -le dijo, hablándole directamente al oído.

– Relájate. No te resistas, ni a mí ni a la moto. No pasará nada. Conmigo estarás segura.

Claro. A Molly no le cabía ninguna duda.

Pasados un par de minutos, se dio cuenta de que estaba apretando los dientes. No era probable que contraer los músculos de esa manera impidiera una muerte súbita, así que trató de relajar esa parte del cuerpo. Salieron a Wilshire Boulevard y se dirigieron a la autovía 405.

¿Iban a la autovía? ¿Acaso no sabía que tendrían que ir a cien kilómetros por hora? No podrían alcanzar esa velocidad en motocicleta. Como mínimo, se le meterían insectos entre los dientes.

La vía de incorporación estaba delante de ellos. Molly escondió la cabeza tras la espalda de Dylan y gritó al sentir que aceleraban. Cerró los ojos con fuerza, rezó y esperó.

Pasaron los minutos. No hubo un choque brusco, ni derrapes ni una sensación de muerte inminente. Poco a poco, levantó la cabeza. El visor transparente le apartaba el viento de la cara y de los ojos. Si mantenía la boca cerrada, el problema de los insectos estaría controlado.

Se dirigían hacia el norte. No sabía a qué velocidad iban, pero parecía que volaban. El aire era fresco, pero tanto Dylan como la chaqueta la mantenían en calor. Había recorrido aquella autovía miles de veces, pero en aquella ocasión parecía diferente. Era como si estuviera viendo el mundo por primera vez.

Se enderezó un poco y redujo la presión en los abdominales de Dylan. La motocicleta era más estable de lo que había pensado. Por nada del mundo querría conducirla, pero no estaba mal ir en el asiento de atrás. La opresión de miedo en el pecho se suavizó un poco. Por primera vez en semanas, pudo inspirar profundamente sin sentir dolor. El propósito del viaje era vivir el momento, se dijo. No podía cambiar lo que iba a pasar, sólo podía enfrentarse con el ahora.

Pasado un rato, Molly empezó a leer señales de tráfico. Acercó los labios al oído de Dylan.

– ¿San Francisco? -preguntó.

Él lo negó con un movimiento de cabeza.

– Vas a tener que esperar.

– No puedo. Dímelo ya.

– De eso nada.

Molly rió. Metió las manos en sus bolsillos y trató de no ser demasiado consciente de su cuerpo contra el suyo. ¿O era ella la que se apretaba contra él? No importaba. Sólo era un hombre, se dijo. Estaba familiarizada con todos los órganos y Dylan no podía ser muy diferente a los demás. No había posibilidades de que estuviera interesada en ella y sólo se exponía a que le rompiera el corazón si imaginaba lo contrario. Aunque no había nada malo en disfrutar de su fabuloso cuerpo en aquella motocicleta, sería mejor que recordara que se trataba de un simple medio de transporte.

Sus hormonas rebeldes no parecían escucharla. Cada vez le resultaba más y más difícil no fijarse en cómo los muslos presionaban su fabuloso trasero. Molly contuvo una risita. Bueno, tendría que soportar aquella tortura, había cosas peores en la vida. Y si volvía a enamorarse de él, ya lo superaría, como todo en su vida últimamente. Aquellos días eran para ella, y si eso significaba apretarse contra el cuerpo musculoso de Dylan, cerraría la boca y disfrutaría.

Capítulo 4

El tráfico se intensificó como siempre lo hacía en lo alto del puerto de Sepúlveda. Dylan se desplazó al carril derecho para poder salir de la vía. No le importaba lo que pasara después, pero quería estar un par de días junto al océano. Sólo podía ser una rata del desierto durante cierto tiempo antes de necesitar oler el aire salado.

El motor de la moto reverberó. Aunque no había tenido oportunidad de conducir en moto durante semanas, siempre las mantenía en perfectas condiciones. Era una costumbre contraída durante sus años en las carreras, y no se había molestado en cambiarla. Tomó la curva de la vía de salida y luego salió a la autovía 101. Molly ya se había acostumbrado a la moto y se movía con él en lugar de luchar contra él en cada curva. Aprendía deprisa, pensó, tratando de ignorar el contacto de sus manos levemente sujetas a su cintura.

Para distraerse, contempló los coches que rodaban entre ellos y las señales de tráfico. No tardarían mucho, tal vez una hora o dos en llegar a su primer destino. Podrían hacer acopio de comida, tal vez cocinar en la playa y ver la puesta de sol. Sólo habían pasado unas horas desde que se había ido de la oficina, pero ya se sentía más ligero. Como si hubiera sido capaz de dejar atrás sus preocupaciones.

Había estado trabajando demasiado y hacía tiempo que se merecía unas vacaciones. Pero entre las presiones del trabajo, los diseños de las nuevas motos y los esfuerzos por hacer competitiva su empresa dentro de la industria, no había dispuesto de mucho tiempo libre.

También necesitaba controlar sus hormonas, pensó bajando la vista a su entrepierna. Dylan frunció el ceño, deseando poder cambiar de postura. No había anticipado aquel problema. Maldijo entre dientes y trató de comprender qué iba mal. De acuerdo, estaba en una motocicleta con una mujer. Había llevado a muchas mujeres en moto y no era nada fuera de lo normal. En aquel caso, la mujer no era más que la pequeña Molly, la hermana pequeña de su primera novia. De acuerdo, se había hecho mayor, pero eso no significaba nada. ¿Por qué diablos no podía ignorar la presión de su cuerpo contra el suyo? Al parecer, había dejado pasar demasiado tiempo desde su última relación.

El problema no era Molly, se dijo. No era su tipo y no estaba interesado en ella. Era demasiado redonda para su gusto. Le gustaban las mujeres esbeltas con las mínimas curvas posibles. Evie había dicho que era gruesa y pensó que había sido un poco brusca, pero desnuda Molly tendría un cuerpo… lujurioso.

La palabra surgió de la nada y Dylan deseó que desapareciera de igual modo, pero una vez formada en su cerebro, pareció asentarse ahí, como si no fuera a irse en mucho tiempo. Dylan pensó en lo blanda que sería. Sin ángulos ni huesos marcados de cadera, sólo piel lisa. Sus senos se derramarían fuera de sus manos. Sin querer, se imaginó tomando en ellas sus generosas curvas, acariciando su piel pálida hasta que Molly se estremeciera de placer.

Podía sentir su calor en aquellos momentos. Maldición, al parecer, era ése el problema. Sus posiciones en la moto hacían que estuviera pegada a su trasero. ¿Era culpa suya que fuera tan cálida? Aunque sabía que era su imaginación, pensó que podía inspirar el aroma dulce de su cuerpo. Los dos llevaban chaquetas, así que no había forma de que sus senos le presionaran la espalda, pero Dylan juraría que podía sentir su peso. Sus manos… quería que bajara un poco las manos. Ojalá se rozara contra él hasta…

– ¿Hasta qué? -murmuró, consciente de que Molly no podía oírle-. ¿Hasta que te distraigas tanto que tengas un accidente?

Pero no podía borrar las imágenes. Cruzaban por su mente: Molly bajo su cuerpo, sus muslos y su vientre como una almohada para él. Ella encima de él, y sus senos balanceándose con cada embestida. Él…

Volvió a maldecir, de forma lenta y gráfica, utilizando palabras que casi había olvidado que existían. La solución era sencilla. Cuando regresara a casa, llamaría a alguna de las mujeres con las que salía de vez en cuando y buscaría un poco de alivio. Mientras tanto, Molly era sólo una amiga. A Dylan no le gustaban las relaciones personales y dudaba que ella hubiera echado una cana al aire en la vida. Además, todo aquello era pura especulación. La verdad era que, cuando pensaba en verla desnuda, dudaba que tuviera el poder de excitarlo.

– Se va al infierno no sólo por robar sino también por mentir -murmuró para sí.

Así que ignoró el contacto de su cuerpo, su calor y el aroma imaginario. Había, reconoció, cierto placer en desear a alguien. Hacía mucho tiempo que no deseaba algo que no podía tener. Últimamente, la vida, y las mujeres, se habían vuelto demasiado fáciles. Las que elegía, mujeres que sólo estaban interesadas en el juego, siempre estaban disponibles. Querían algo de él, y mientras se lo proporcionara, le darían cualquier cosa a cambio.

Kilómetros más tarde, casi se había acostumbrado a la incomodidad del deseo. De hecho, le producía un placer perverso. Menos mal que Molly no podía saberlo. Si supiera que tenía una erección, posiblemente le entraría el pánico. No porque fuera virgen, al menos no lo creía. Dylan frunció el ceño al comprender que no sabía nada de la vida personal de Molly. Podría estar casada y tener media docena de hijos. Tal vez debía haberle hecho algunas cuantas preguntas. Movió la cabeza. Bueno, ya no importaba. Iban a hacer un viaje juntos, no a empezar algo juntos. Pasados los quince días, habría tomado una decisión sobre qué hacer con su compañía y Molly… Bueno, esperaba que ella también hubiese resuelto sus problemas.

Casi había pasado una hora cuando salió de la autovía 101 y entró en la pequeña ciudad de Carpenteria. Aparcó la moto a un lado de la carretera.

– Ya hemos llegado -dijo Dylan-. ¿Qué te parece?

Molly miró a su alrededor.

– Pensé que iríamos más al norte. ¿Qué estamos, a veinte minutos al sur de Santa Bárbara?

– Exacto. He alquilado una casa en la playa por un par de días. Podemos prolongar la estancia o irnos a otro sitio, depende de ti. Ya he estado aquí antes, es una ciudad muy agradable. Fuera de temporada, como ahora, es un lugar tranquilo, sólo veremos a unos pocos turistas. Podemos hacer excursiones… Hay muchas alternativas.