– Me gusta -asintió Molly.

– Bien.

Siguió conduciendo calle abajo. Estaba lo suficientemente familiarizado con la ciudad como para encontrar la inmobiliaria sin problemas. Molly se quedó en la moto mientras él rellenaba los formularios y pagaba con la tarjeta de crédito. Cuando regresó a la motocicleta, Molly frunció el ceño.

– No vas a ponerte macho conmigo, ¿verdad? -le preguntó-. Quiero pagar mi parte.

– Eso es lo que acordamos -Dylan se metió el recibo de la tarjeta de crédito en el bolsillo de la chaqueta-. Había pensado que pagáramos cada uno una cosa y que, al final de los quince días, hiciéramos recuento de los gastos. El que haya pagado menos puede extender un cheque al otro por la mitad de la diferencia. No quiero hacer cuentas todos los días, ¿de acuerdo? -Molly le sonrió-. ¿Qué te hace tanta gracia?

– No puedo creer que seas la misma persona que pensaba que una transacción financiera era hacer una carrera ilegal apostando cerveza.

– Todos hemos crecido. Incluso yo.

– Creo que has hecho más que eso, Dylan.


La casa era pequeña y antigua, probablemente construida en los años cincuenta. Las paredes laterales eran de madera, y las ventanas, pequeñas. Dudaba que toda la construcción ocupara más de trescientos metros cuadrados. Muy distinta a su mansión de las colinas, pero le gustaba. Las demás viviendas de la calle también eran de alquiler y la mayoría estaban desocupadas. Molly y él disfrutarían de paz y tranquilidad, y lo mejor era que la parte de atrás de la casa daba a la playa, y más allá, estaba el Océano Pacífico.

– Hogar, dulce hogar -dijo al apagar el motor.

El graznido de una gaviota irrumpió en el repentino silencio. Molly se desató el casco y se lo quitó. Tenía el pelo revuelto, la trenza deshecha, y sus mechones ondulados ondeaban en torno a su rostro. Se los apartó con impaciencia.

– Puedo oler el mar. Es agradable.

Dylan bajó de la moto y le tendió una mano. Molly vaciló antes de aceptarla, pero cuando levantó la pierna para pasarla por encima del sillín lo agarró con más fuerza.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, dando un paso vacilante-. Me siento como si hubiera estado en un barco.

– Estás tensa del viaje. No estás acostumbrada a ir en moto, así que estabas rígida. Además, estás utilizando músculos diferentes. Camina un poco, te sentará bien.

Molly dobló las rodillas un par de veces, luego caminó arriba y abajo junto a la moto. Dylan trató de no mirarla, pero no pudo evitar fijarse en cómo llenaba los vaqueros. Su trasero era bonito y redondo. Supuso que podría agarrarla bien de allí, o tal vez de sus caderas.

Dylan maldijo entre dientes y luego se concentró en descargar sus escasas pertenencias. «Olvídalo», se dijo. No debía pensar en tener una aventura con ella. Disfrutar del viaje desde Los Ángeles había sido una cosa, pero ya era hora de que aprendiera a dominarse.

El sermón sirvió… un poco. Consiguió no pensar en sus curvas, ni siquiera cuando se desabrochó la chaqueta y dejó ver el suave jersey que llevaba puesto. La redondez de sus senos sólo fue de interés pasable. Al menos se mantendría así si apartaba la vista enseguida.

– Tengo la llave -dijo con voz ronca, luego tuvo que aclararse la voz.

Dylan fue delante, principalmente para que Molly no se diera cuenta de su erección.

Había dos peldaños delante del porche de madera. La puerta de la entrada parecía endeble, pero Dylan supuso que no tenían nada que mereciera la pena robar, así que aquello no sería un problema. Por dentro, la casa olía un poco a cerrado. Molly se dirigió a la parte de atrás y abrió las contraventanas. Al instante pudieron ver el océano. Ella contuvo el aliento.

– Es tan hermoso. El cielo y el agua son de un azul perfecto.

Molly le sonrió, una sonrisa ingenua que no esperaba nada a cambio. Extrañamente, Dylan se sorprendió queriendo darle algo, él que se consideraba el último cínico viviente. Molly arrugó la nariz.

– Apuesto a que nadie ha vivido aquí durante meses. Vamos a airear la casa -abrió las ventanas y luego miró a su alrededor-. Es pequeña pero agradable.

Dylan siguió su mirada. Había un sofá tapizado con motivos florales de color verde y azul y una mecedora de madera, los dos mirando hacia la fachada. La televisión era antigua, pero Dylan no creyó que fueran a utilizarla demasiado. A su izquierda estaban el comedor y la cocina; a su derecha un corto pasillo con tres puertas. Supuso que dos darían a las habitaciones y la tercera sería el cuarto de baño. Molly se dirigió hacia allí y abrió la puerta de en medio.

– Vaya -dijo, y rió-. No sabía que había azulejos de este color. Dylan, ven a mirar.

La siguió y luego miró por encima de su hombro. El baño estaba alicatado de un color amarillo viejo horrible. Había un pequeño tocador enmarcado en azulejos amarillos y el suelo había sido en su tiempo de color amarillo, lo mismo que las paredes, que en aquellos momentos eran de color crema. Los apliques eran del año de Maricastaña y lo único que salvaba a la estancia era la enorme bañera de patas con ducha. Molly se volvió hacia él.

– Me traes a los lugares más bonitos.

– Oye, al menos hay agua corriente. No estamos de acampada.

– Bueno, eso es ver el lado bueno de las cosas -sonrió-. Ahora me da miedo mirar las habitaciones.

– Apuesto a que no estarán tan mal.

Tenía razón. La habitación que daba a la fachada era pequeña, con una cama individual y una cómoda. La habitación de atrás tenía una cama de matrimonio, una cómoda y dos ventanas grandes que daban al mar. Molly ladeó la cabeza.

– ¿Por qué no te quedas con ésta? -dijo señalando la cama de matrimonio-. Es más grande.

– ¿Y necesito la más grande por…?

– No lo sé -Molly frunció el ceño-. Me pareció educado ofrecértela.

A Dylan no le sorprendió. Según su experiencia, había dos clases de mujeres: las que lo daban todo y las que lo esperaban todo. Ya sabía a cuál pertenecía Molly.

– Quédatela tú -le dijo, sin saber exactamente por qué era importante para él.

– No necesito tanto espacio.

– Ninguno de los dos lo necesita, pero no se trata de eso. ¿Siempre sacrificas lo que quieres por los demás?

– Sí -le dijo con enojo-. ¿Y de qué se trata, si puede saberse?

– De nada.

– Ah, sí. ¿Dónde hiciste la carrera de psicología, doctor Black? Eres un hombre de muchos talentos, ¿verdad?

– Tienes razón -le dijo, entrando y dejando la bolsa de Molly sobre la cama de la habitación más grande-. Me he pasado, pero me gustaría que te quedaras con ésta. En el próximo sitio al que vayamos, yo me quedaré con la habitación que tenga mejores vistas, ¿de acuerdo?

– Siento haberte hablado en ese tono. Supongo… -Molly se quedó callada.

– No importa. Yo también puedo ser un quejica.

– No estaba quejica, sino irritable.

– Ah, ¿y existe una gran diferencia?

– Por supuesto.

Dylan vio el brillo de humor en sus ojos.

– Tantas sutilezas se me escapan -le dijo. Tendrás que explicármelas durante la cena.

– Haré lo que pueda. Aunque siendo hombre, como eres, tal vez me lleve un tiempo.

– De modo que vamos a jugar a eso, ¿eh? -sonrió Dylan-. A que las mujeres son superiores.

– Ah, ya lo sabes, qué bien. Así todo resultará más fácil.

– Creída -le espetó con enojo burlón.

– Fanfarrón.

– ¿Hemos terminado ya con los halagos?

– Creo que sí.

– Entonces, llevaré mi bolsa a mi habitación. Ah, antes de que se me olvide -abrió la cremallera del bolsillo lateral y sacó su teléfono móvil-. Está cargado, y he traído la batería. ¿Dijiste que sólo tenías que llamar? Si quieres recibir llamadas no me importa darte el número.

Molly se quedó mirando el teléfono. Había algo extraño en aquella mirada, Dylan trató de descifrar qué era pero no pudo. ¿Por qué querría tener acceso a un teléfono? ¿Había peleado con su novio? ¿Iban a darle un soplo sobre unas acciones? ¿Qué era tan importante para ella? Pero Dylan no se lo preguntó y ella no contestó, sino que le brindó una rápida sonrisa que no pareció del todo sincera.

– Gracias -dijo, acercándose al teléfono. No recibiré llamadas, pero me gustaría oír los mensajes de mi contestador todos los días.

– No hay problema. Lo dejaré sobre el mostrador de la cocina -Dylan empezó a salir de la habitación, luego se volvió hacia ella-. ¿Qué te gustaría cenar?

Su mirada pensativa se desvaneció al instante y la sonrisa que le dedicó pareció genuina.

– No lo sé. ¿Qué te gustaría cocinar?

Dylan se sorprendió riendo con ella. Molly era una extraña combinación de una niña asustadiza y una mujer confiada. Le gustaba eso de ella, en realidad, le gustaban muchas cosas. Dylan sabía que muy poca gente le caía bien y que era muy difícil ganarse su confianza.

– Yo conduje -le recordó-. Estoy de acuerdo en repartirnos las labores de la cocina, pero creo que hoy me debes una.

– ¿Ah, sí? -suspiró con dramatismo-. Bueno, si tanto te importa ir a medias en todo, cocinaré. Pero que sea algo sencillo.

– Hay barbacoas en la playa. Podemos comprar carbón en el supermercado.

– Tendrá que ser una bolsa pequeña, si vamos en moto.

– Cabrá.

– Si tú lo dices.

Mientras hablaba, se quitó la chaqueta de cuero que le había dado. El movimiento hizo que el jersey se ciñera a sus senos y Dylan se sintió hipnotizado con sus curvas. Nunca se había obsesionado con el pecho de una mujer. Siempre que ellas estuvieran contentas con lo que tenían, él también. Tal vez su actitud se debiera a que la mayoría de las mujeres con las que había salido tenían más bien poco pecho. Pero empezaba a darse cuenta del atractivo de las curvas generosas.

La fantasía creció, lo mismo que su reacción, y desechó rápidamente la imagen de él lamiendo lentamente cada centímetro de aquellas curvas blancas. Carraspeó.

– Primero me gustaría deshacer el equipaje. ¿Estarás lista para ir de compras en quince minutos?

– Claro. No es ningún problema.

Dylan se dirigió a su habitación. Era evidente que no había pensado a fondo en aquel viaje. Iba a haber complicaciones… complicaciones que no había anticipado.


Molly se sentía como si fueran las dos últimas personas en el planeta. Se apoyó en el grueso tronco que había junto al fuego y contempló el cielo. Sólo eran las nueve de la noche, pero parecía más tarde, tal vez porque estaban completamente solos. Al atardecer, habían visto pasar a varias personas haciendo jogging, pero desde entonces no habían visto ni un alma.

Era una noche perfecta, pensó. El sonido del mar llenaba sus oídos. Le gustaba sentir cómo las olas chocaban en la orilla, aunque no podía distinguir sus siluetas en la oscuridad. Inspiró el aroma del aire salado y del agua. No había criaturas nocturnas que los distrajeran, ni pájaros ni nada que se moviera a su alrededor.

Levantó la copa que tenía en la mano y tomó un sorbo. El whisky era suave. Nunca había bebido mucho, pero tal vez aprendiera a disfrutar haciéndolo, pensó con pereza. Al otro lado del fuego, Dylan suspiró.

– La cena estaba fantástica.

– Sí. Gracias por ayudarme.

– Una hoguera al aire libre, carne cruda, no pude evitarlo -dijo señalando las llamas-. Creo que es algo genético.

– Sólo faltaba que hubiéramos comido carne de mamut.

– He oído que la carne de mamut se parece mucho al pollo -sonrió Dylan.

Molly rió entre dientes. Habían hecho la cena enseguida. Envolvieron patatas en papel de aluminio y sirvieron una ensalada ya hecha. Dylan había asado la carne, y en la casa había un kilo de helado en la nevera. A veces, pensó Molly, la vida era hermosa.

Sus ojos se posaron en su acompañante. Dylan era increíblemente hermoso. Sabía que le horrorizarían sus palabras, pues los hombres no debían ser hermosos, pero él lo era. Sus rasgos marcados y los pómulos salientes se difuminaban a la luz del fuego. Tenía una sólida mandíbula y los labios perfectamente moldeados. Llevaba vaqueros y un jersey negro y casi desaparecía entre las sombras. Por un momento, se preguntó si seguía allí. ¿Acababa de imaginarlo?

Luego recordó el viaje en motocicleta, cómo había sentido su cuerpo tan próximo al suyo. No, aquello no había sido una fantasía, aunque la situación daba pie a muchas. Bueno, se dijo, había peores destinos que enamorarse de Dylan. Sí, era un poco vergonzoso a su edad, pero eso la distraía y le hacía recordar que seguía viva.

Así que podía permitirse enamorarse de él… como una colegiala. Y cuando pasaran los quince días y volviera a su vida… Molly suspiró. No sabía qué haría entonces, pero por el momento, no importaba.

– Te has puesto seria -dijo Dylan-. ¿En qué estabas pensando?

– En nada interesante.