Sinfonía Inacabada

Título Original: Unfinished business

Capítulo I

«¿Qué estoy haciendo aquí?».

Mientras conducía por la calle principal, Vanessa no hacía más que darle vueltas a la misma pregunta. El tranquilo pueblo de Hyattown había cambiado muy poco en doce años. Aún seguía incrustado entre las laderas de las Blue Mountains de Maryland, rodeado por onduladas tierras de labor y espesos bosques. Los huertos de manzanas y las vacas lecheras llegaban hasta los mismos límites del pueblo y, en el interior del mismo, no había semáforos ni edificios de oficinas ni el bullicio del tráfico.

Allí sólo había casas robustas y muy antiguas, jardines sin vallar, niños jugando y coladas ondeando al viento. Vanessa pensó, con alivio y sorpresa a la vez, que todo estaba tal y como ella lo había dejado. Las aceras seguían llenas de grietas y de baches, el hormigón socavado por las raíces de los centenarios robles que, en aquellos momentos, estaban empezando a cubrirse de hojas. La forsythia derramaba sus flores amarillas por los muros y las azaleas exhibían la promesa de un colorido que aún estaba por venir. Los crocus, mensajeros de la primera, se habían visto eclipsados por los narcisos y los tulipanes tempranos. Igual que había ocurrido en la infancia de Vanessa, los habitantes de Hyattown seguían ocupándose del césped y de las plantas de sus jardines los sábados por la tarde.

Algunos levantaron la mirada, probablemente sorprendidos al ver que pasaba ante ellos un coche que no les resultaba familiar. De vez en cuando, alguien saludaba con la mano, aunque no porque la reconociera sino tan sólo por costumbre. A continuación, seguía ocupándose de sus plantas o cortando el césped. A través de la ventana abierta de su vehículo, Vanessa captó el aroma de la hierba recién cortada, de los jacintos, de la tierra cavada. Oyó el zumbido de los motores de las máquinas cortacésped, el ladrido de un perro y los gritos y las risas de los niños jugando.

Había dos hombres sentados delante del banco, ataviados con gorras de jardinero, camisas de cuadros y pantalones de trabajo, que estaban charlando. Un grupo de chicos subía por la cuesta de la calle montados sobre sus bicicletas, probablemente de camino a la tienda de Lester para comprar golosinas o bebidas frías. Ella había subido por aquella cuesta cientos de veces con el mismo destino. «Hace cien años», pensó. Entonces, sintió la ya demasiado familiar punzada en el estómago.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», volvió a decirse mientras sacaba una caja de antiácidos del bolso. Al contrario que el pueblo, ella sí que había cambiado. A veces, casi no se reconocía.

Quería creer que estaba haciendo lo correcto. Regresaba, aunque no estaba segura de que lo hiciera a su hogar. No sabía si aquél seguía siendo su hogar… o si ella misma quería que lo fuera.

Acababa de cumplir los dieciséis años cuando se marchó de allí… cuando su padre la arrancó de aquellas tranquilas calles para embarcarla en una vorágine de ciudades, ensayos y actuaciones. Nueva York, Chicago, Los Angeles, Londres, París, Bonn, Madrid… Había sido muy emocionante, una montaña rusa de vistas, sonidos y, sobre todo, música.

A la edad de veinte años, gracias al empuje de su padre y a su propio talento, se había convertido en una de las pianistas más jóvenes y de más éxito del país. Había ganado el prestigioso concurso Van Cliburn a la tierna edad de dieciocho años frente a competidores que eran diez años mayor que ella. Había tocado para la realeza y había cenado con los presidentes de muchos países. Se había centrado exclusivamente en su carrera y se había forjado una reputación como una artista brillante y temperamental. La atractiva y apasionada Vanessa Sexton.

En aquellos momentos, a la edad de veintiocho años, regresaba al hogar de su infancia, a la madre que no había visto desde hacía doce años.

Cuando aparcó el coche, el ardor que sintió en el estómago le resultó tan familiar que casi no lo notó. Como el resto del pueblo, la casa de su infancia estaba prácticamente igual que cuando se marchó. Los robustos ladrillos habían envejecido bien y las contraventanas mostraban una capa reciente de pintura de un cálido y profundo color azul. A lo largo del muro de piedra que se erguía por encima de la acera, había unos espesos arbustos de peonías que tardarían al menos otro mes en florecer. Los capullos de las azaleas se agrupaban a lo largo de la casa.

Vanessa permaneció sentada, asiendo con fuerza el volante y enfrentándose a una desesperada necesidad de volver a arrancar el motor, de marcharse de allí. Ya se había dejado llevar demasiado por los impulsos. Se había comprado un Mercedes descapotable y había realizado su última actuación tras rechazar docenas de compromisos. Todo dejándose llevar por sus impulsos. A lo largo de su vida adulta, todo su tiempo había estado organizado meticulosamente. A pesar de que era una mujer impulsiva por naturaleza, había aprendido la importancia de llevar una existencia ordenada. Regresar allí, reabrir viejas heridas y despertar los recuerdos no formaba parte de aquel orden.

Sin embargo, si se daba la vuelta en aquel momento, si salía huyendo, no conseguiría nunca las respuestas para sus preguntas, preguntas que ni siquiera ella comprendía.

Decidió no darse más tiempo para pensar y salió del coche para sacar sus maletas. Si se sentía incómoda no tenía por qué quedarse. Era libre para ir adonde quisiera. Era una mujer adulta, que había viajado mucho y que contaba con seguridad económica. Su hogar, si decidía tener uno, podía estar en cualquier lugar del mundo. Desde la muerte de su padre, que había ocurrido seis meses antes, no tenía atadura alguna.

No obstante, había decidido ir allí y era allí donde tenía que estar… al menos hasta que obtuviera respuestas a sus preguntas.

Cruzó la acera y subió los cinco escalones de hormigón. A pesar de la fuerza con la que le latía el corazón, cuadró los hombros. Su padre nunca había permitido que llevara los hombros caídos. La presentación de una misma era tan importante como la presentación de la música. Con la barbilla erguida y los hombros rectos se dirigió hacia la casa.

Cuando la puerta se abrió, se detuvo, como si tuviera los pies arraigados al suelo. Inmóvil, contempló cómo su madre salía al porche.

Docenas de imágenes le acudieron al pensamiento. Recordó su primer día de colegio, cuando subió llena de orgullo aquellos mismos escalones para ver que su madre la esperaba en la puerta. La ocasión en que se cayó de la bicicleta y se acercó cojeando a la casa para que su madre le limpiara los arañazos e hiciera desaparecer el dolor con un beso. Cuando bailó de alegría en el porche después de su primer beso. Su madre, con la intuición femenina reflejada en los ojos, esforzándose por no hacer ninguna pregunta…

Entonces, se acordó de la última vez que estuvo allí. En aquella ocasión, se alejaba de la casa en vez de dirigirse a ella y su madre no estaba en el porche para despedirse de ella.

– Vanessa…

Loretta Sexton la observaba retorciéndose las manos. El cabello castaño oscuro no se le había teñido de gris. Era más corto de lo que Vanessa lo recordaba y flotaba alrededor de un rostro que mostraba muy pocas arrugas. Un rostro más redondo, con facciones más suaves que las que Vanessa recordaba. En cierto modo, parecía más menuda. No estaba encorvada, pero parecía más compacta, más en forma, más joven. Vanessa recordó a su padre. Delgado, demasiado delgado, pálido y viejo.

Loretta quiso echar a correr hacia su hija, pero no pudo. La mujer que había frente a la casa no era la niña que había perdido y a la que tanto había echado de menos. «Se parece a mí», pensó, tratando de contener las lágrimas. «Más fuerte, más segura, pero tan parecida a mí…».

Vanessa se armó de valor, como había hecho cientos de veces antes de salir a un escenario, y siguió andando hacia la casa, subió los escalones de madera y se colocó delante de su madre. Casi eran igual de altas. Aquello fue algo que las sobresaltó. Sus ojos, del mismo tono verdoso, se miraron fijamente.

Estaban de pie, a pocos centímetros de distancia, pero no se abrazaron.

– Te agradezco mucho que me hayas dejado venir -dijo Vanessa. Odiaba la tensión que notaba en su propia voz.

– Aquí siempre eres bienvenida -respondió Loretta, tras aclararse la garganta-. Sentí mucho lo de tu padre.

– Gracias. Me alegra ver que tienes buen aspecto.

– Yo… -susurró Loretta. ¿Qué podía decir que borrara la amargura de doce años perdidos?-. ¿Había… había mucho tráfico en la carretera?

– No, al menos después de salir de Washington. Ha sido un viaje muy agradable.

– A pesar de todo, debes de estar muy cansada. Entra y siéntate.

Cuando siguió a su madre al interior de la casa, Vanessa se dio cuenta de que su madre había cambiado la decoración. Las habitaciones eran mucho más luminosas de lo que recordaba. El imponente hogar de su niñez había sido acogedor, pero el formal y oscuro papel pintando se había visto reemplazado por colores pastel. Se había retirado la moqueta para dejar al descubierto suelos de madera de pino que se veían decorados por coloridas alfombras. Había antigüedades, muy bien restauradas, y se respiraba el aroma de las flores frescas. Comprendió que era el hogar de una mujer. De una mujer con recursos y buen gusto.

– Probablemente te gustaría subir para deshacer la maleta -dijo Loretta deteniéndose frente a las escaleras-. A menos que tengas hambre…

– No, no tengo hambre.

Loretta asintió levemente y comenzó a subir las escaleras.

– Pensé que te gustaría disponer de tu antiguo dormitorio, aunque lo he decorado un poco.

– Ya lo veo.

– Sigues teniendo la vista del jardín trasero.

– Estoy segura de que estará muy bien.

Loretta abrió una puerta y Vanessa la siguió hacia el interior de la habitación.

No había muñecas ni peluches. No había pósters, ni diplomas ni certificados colgados de las paredes. Había desaparecido la estrecha cama sobre la que ella había soñado de niña, al igual que el escritorio sobre el que ella tanto había sufrido al estudiar los verbos franceses y la geometría. Ya no era el dormitorio de una niña, sino el de un invitado.

Las paredes estaban pintadas de color marfil. De las ventanas colgaban unas hermosas cortinas de flores. Había una cama con dosel, cubierta con un edredón color pastel y mullidas almohadas. Sobre un elegante escritorio había un jarrón de cristal con unas fragantes frisias. El aroma de las flores secas fluía por la estancia desde la cómoda.

Loretta, que se sentía muy nerviosa, recorrió la habitación para estirar el edredón y retirar un poco de polvo imaginario de la cómoda.

– Espero que te sientas cómoda aquí. Si necesitas algo, sólo tienes que pedírmelo.

Vanessa se sintió como si se fuera a alojar en un elegante y exclusivo hotel.

– Es una habitación preciosa. Estaré bien, muchas gracias.

– Bien -dijo Loretta. Se había agarrado de nuevo las manos. Ansiaba tanto tocar, abrazar…-. ¿Te gustaría que te ayudara a deshacer la maleta?

– No -replicó Vanessa, tratando de esbozar una sonrisa-. Puedo hacerlo yo sola.

– Muy bien. El cuarto de baño está…

– Lo recuerdo.

Loretta no supo qué decir. Con un gesto de indefensión, empezó a mirar por la ventana.

– Por supuesto. Si deseas algo, estaré abajo -replicó. Entonces, se dejó llevar al fin por la necesidad y enmarcó el rostro de Vanessa con las manos-. Bienvenida a casa.

Con eso, se marchó rápidamente y cerró la puerta a sus espaldas.

Cuando se encontró sola, Vanessa se sentó sobre la cama. Los músculos del estómago le ardían, como si tuviera cuerdas anudadas en su interior. Se apretó la mano sobre el abdomen y estudió la habitación que una vez había sido la suya. ¿Cómo era posible que el pueblo hubiera cambiado tan poco y que aquel dormitorio, su dormitorio, fuera tan diferente? Tal vez ocurría lo mismo con la gente. Podría ser que tuvieran un aspecto parecido, pero que, en el interior, le fueran ya completamente desconocidos.

Como ella misma.

¿Era ella diferente de la niña que había vivido una vez en aquella casa? ¿Se reconocería? ¿Querría hacerlo?

Se levantó para colocarse delante del espejo que había en un rincón. El rostro y las formas eran familiares. Se examinaba cuidadosamente antes de cada concierto para asegurarse de que su apariencia fuera perfecta. Era lo que se esperaba de ella. Solía llevar el cabello bien peinado, recogido sobre la cabeza o en la nuca, pero nunca suelto. Cuando salía al escenario, siempre iba maquillada, aunque no demasiado. Su atuendo era sutil y elegante. Aquella era la imagen de Vanessa Sexton.

En aquellos momentos, tenía el cabello algo revuelto por el viento, pero no había nadie allí para juzgarla o verla. Era del mismo tono castaño oscuro que el de su madre, aunque más largo. Le rozaba suavemente los hombros y podía emitir reflejos del tono del fuego con la luz del sol o brillar suavemente con la de la luna. Los ojos parecían estar algo fatigados, pero aquello no era inusual. Aquella mañana había tenido especial cuidado con el maquillaje, para que sus marcados pómulos y sus labios mostraran un sutil color. Iba vestida con un traje de color rosa, con chaqueta entallada y falda con vuelo. La cinturilla le quedaba un poco suelta, pero últimamente su apetito no había sido demasiado bueno.