«Todo esto sigue siendo tan sólo imagen», pensó. La de una mujer adulta y segura de sí misma. Deseó poder volver atrás el tiempo para poder verse cuando sólo tenía dieciséis años, llena de esperanza a pesar de la tensión que llenaba la casa. Llena de sueños y de música.
Con un suspiro, se dio la vuelta y comenzó a deshacer la maleta.
Cuando era niña, le había parecido de lo más natural utilizar su habitación como su santuario. Después de colocar la ropa por tercera vez. Vanessa se recordó que ya no era una niña. ¿Acaso no había regresado para encontrar el vínculo que había perdido con su madre? Si se quedaba a solas en aquella habitación, no podría hallarlo.
Mientras bajaba las escaleras, escuchó una radio que sonaba en la parte trasera de la casa. Desde la cocina. Su madre siempre había preferido la música popular a la clásica, algo que siempre había irritado al padre de Vanessa. En aquellos momentos sonaba una vieja balada de Elvis Presley, profunda y solitaria. Se dirigió hacia el lugar desde el que provenía el sonido y se detuvo en la puerta de lo que siempre había sido el cuarto de música.
El viejo piano de cola había desaparecido, al igual que el enorme y pesado aparador que contenía montones de partituras de música. En su lugar había unas sillas pequeñas, de aspecto frágil, con cojines de punto de cruz. En un rincón, había una hermosa camarera para el té, sobre la cual destacaba un jarrón con una frondosa planta verde. De las paredes colgaban acuarelas enmarcadas en estrechos marcos y había un sofá de estilo Victoriano delante de las ventanas.
Todo ello, se había colocado alrededor de una hermosa y exquisita espineta realizada en palisandro. Vanessa se acercó inmediatamente y, muy suavemente, tan sólo para sí misma, tocó los primeros acordes de una pieza de Chopin. Sonó tan mecánicamente que comprendió que el piano era nuevo. ¿Lo habría comprado su madre después de recibir la carta en la que su hija le decía que iba a regresar? ¿Sería un gesto, un intento, por tender un puente sobre aquellos doce años perdidos?
Mientras se frotaba las sienes en un intento desesperado por frenar los inicios de un dolor de cabeza, Vanessa pensó que no podía ser tan sencillo. Las dos lo sabían. Le dio la espalda al piano y se dirigió a la cocina.
Encontró allí a Loretta, terminando de preparar una ensalada que había colocado sobre un delicado bol verde claro. A su madre siempre le habían gustado los objetos hermosos, frágiles y delicados. Eso se demostraba en los mantelillos de encaje, en el azucarero rosa, en la colección de objetos de cristal que tenía sobre una estantería. Había abierto la ventana y una fragante brisa de primavera hacía ondear las cortinas sobre el fregadero.
Cuando se dio la vuelta, Vanessa comprobó que tenía los ojos enrojecidos. A pesar de todo sonrió y habló con voz clara.
– Sé que me habías dicho que no tenías hambre, pero pensé que te apetecería tomar un poco de ensalada y un té helado.
– Gracias -respondió Vanessa, con una sonrisa-. La casa está preciosa. En cierto modo, parece mayor. Yo siempre había oído que las cosas encogían a medida que una iba creciendo.
Loretta apagó la radio. Vanessa lamentó el gesto, ya que significaba que dependían de ellas mismas para llenar el silencio.
– Antes había demasiados colores oscuros -le dijo Loretta-.Y demasiados muebles muy pesados. A veces, me sentía como si los muebles fueran a rebelarse contra mí y me fueran a echar de una habitación… No obstante, guardé algunas de las piezas, las que pertenecían a tu abuela. Están en el desván. Pensé que tal vez tú las quisieras.
– Tal vez algún día -replicó Vanessa, porque le resultó más fácil. Tomó asiento mientras su madre servía la colorida ensalada-. ¿Qué has hecho con el piano?
– Lo vendí -contestó Loretta mientras tomaba una jarra de té-. Hace años. Me parecía una estupidez guardarlo cuando no había nadie aquí para tocarlo.
Además, yo siempre lo había odiado… Lo siento -añadió, tras dejar la jarra de nuevo sobre la mesa.
– No tienes que explicarte. Lo comprendo.
– No, no creo que lo comprendas. No creo que puedas -replicó Loretta, mirándola muy fijamente.
Vanessa no quería ahondar demasiado. Tomó el tenedor y guardó silencio.
– Espero que esa espineta te parezca bien. Yo no sé demasiado de instrumentos musicales.
– Es muy hermosa.
– El hombre que me la vendió me dijo que era la mejor. Sé que necesitas practicar, así que pensé… En cualquier caso, si no te parece bien, sólo tienes que…
– Está bien -concluyó Vanessa. Comieron en silencio hasta que ella consiguió recordar los buenos modales-. El pueblo parece el mismo -comentó, con voz alegre y cortés-. ¿Vive aún la señora Gaynor en la casa de la esquina?
– Oh, sí -dijo Loretta. Aliviada, empezó a charlar-. Ya casi tiene ochenta años, pero aún sigue saliendo a dar un paseo todos los días, llueva o haga sol, para ir a la oficina de correos para recoger sus cartas. Los Breckenridge se mudaron hace unos cinco años. Se fueron al sur. Una familia muy agradable compró su casa. Tienen tres hijos. El más pequeño acaba de empezar el colegio este mismo año. Es un diablillo. ¡Ah! ¿Te acuerdas de Rick, el niño de los Hawbaker? Tú solías cuidar de él.
– Recuerdo que me pagaban un dólar a la hora y que ese pequeño monstruo con aparatos en los dientes y tirachinas me volvía loca.
– Eso es -comentó Loretta, riendo. Vanessa comprendió que aquél era un sonido que no había olvidado a lo largo de todos aquellos años-. Ahora está en la universidad, con una beca.
– Me resulta difícil creerlo.
– Vino a verme cuando regresó a casa las últimas Navidades. Me preguntó por ti. Joanie sigue aquí.
– ¿Joanie Tucker?
– Ahora se llama Joanie Knight. Se casó hace tres años con el joven Jack Knight. Tienen un bebé precioso.
– Joanie -murmuró Vanessa. Joanie Tucker había sido su mejor amiga, su confidente, su apoyo y su soda-, tiene un hijo…
– Se trata de una niña. Se llama Lara. Tienen una granja en las afueras del pueblo. Estoy segura de que le gustaría verte.
– Sí -dijo Vanessa. Por primera vez en todo el día, sintió que algo encajaba en su interior-. Sí, a mí también me gustaría verla. ¿Y sus padres? ¿Están bien?
– Emily murió hace casi ocho años.
– Oh… -susurró Vanessa. Entonces, extendió instintivamente la mano para tocar la de su madre. Igual que Joanie había sido su mejor amiga, Emily Tucker también lo había sido la de su madre-. Lo siento mucho…
Loretta miró las manos unidas y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– Aún la echo mucho de menos.
– Era la mujer más amable que he conocido nunca. Ojalá hubiera… -musitó. Sin embargo, inmediatamente se dio cuenta de que ya era demasiado tarde para lamentarse-. ¿Y el doctor Tucker? ¿Está bien?
– Ham está estupendamente -respondió Loretta. Parpadeó para evitar las lágrimas y trató de no sentirse desilusionada cuando Vanessa retiró la mano-. Lo pasó muy mal, pero su familia y su trabajo lo ayudaron a superarlo. Se alegrará mucho de verte, Van.
Nadie había llamado así a Vanessa desde hacía más años de los que podía recordar. Escuchar aquel nombre la emocionó.
– ¿Sigue teniendo la consulta en su casa?
– Por supuesto… No estás comiendo nada. ¿Te apetecería tomar otra cosa?
– No, esto está bien -contestó Vanessa. Entonces, por cumplir, se tomó un poco de ensalada.
– ¿No quieres saber nada de Brady?
– No -respondió Vanessa-. No especialmente.
– Pues he de decirte que Brady Tucker decidió seguir los pasos de su padre.
– ¿Es médico? -preguntó Vanessa, asombrada.
– Así es. Se labró una importante carrera en un hospital de Nueva York. Creo que Ham me dijo que era jefe de algo.
– Siempre creí que Brady terminaría fichando por algún equipo de fútbol o en la cárcel.
Loretta se echó a reír.
– Lo mismo le pasó a la mayoría de la gente, pero se ha convertido en un hombre muy respetable. Por supuesto, siempre fue demasiado guapo para su propio bien.
– O para el de los demás -musitó Vanessa. Su madre volvió a sonreír.
– A una mujer siempre le resulta difícil resistirse a los hombres altos, morenos y guapos, especialmente si, también, son algo granujas. En realidad nunca hizo nada malo -señaló Loretta-, aunque les dio a Emily y a Ham más de un dolor de cabeza. Bueno, en realidad más de muchos dolores de cabeza. Sin embargo, él siempre se ocupó de su hermana, cosa que me gustó mucho. Y tú le gustabas mucho.
Vanessa hizo un gesto de desaprobación.
– A Brady Tucker le gustaba cualquier cosa que tuviera faldas.
– Era muy joven -dijo Loretta. Pensó que todos lo habían sido mientras miraba a la seria y encantadora desconocida que era su hija-. Emily me dijo que no hacía más que dar vueltas por la casa cuando… cuando tu padre y tú os fuisteis a Europa.
– De eso hace mucho tiempo -replicó Vanessa. Se puso de pie para no seguir hablando del asunto.
– Yo me ocuparé de los platos -anunció Loretta mientras empezaba a apilarlos rápidamente-. Hoy es tu primer día. Tal vez te apetezca tocar el piano. Me gustaría volver a escuchar tu música en esta casa.
– Muy bien -repuso ella. Entonces, se dirigió hacia la puerta.
– ¿Van?
– ¿Sí?
¿Volvería a llamarla alguna vez «mamá»?
– Quiero que sepas lo orgullosa que estoy de lo que has conseguido.
– ¿De verdad?
– Sí -contestó Loretta. Estudió a su hija, deseando tener el valor para darle un abrazo-. Sólo me gustaría que tuvieras un aspecto más feliz.
– Soy bastante feliz.
– ¿Me lo dirías si no fuera así?
– No lo sé. En realidad, ya no nos conocemos.
Loretta pensó que al menos la respuesta era sincera. Dolorosa, pero sincera al fin y al cabo.
– Espero que te quedes lo suficiente para que podamos conocernos de nuevo.
– Estoy aquí porque necesito respuestas, aunque aún no estoy dispuesta a hacer las preguntas.
– Date tiempo, Van, pero créeme cuando te digo que yo siempre deseé lo mejor para ti.
– Mi padre siempre me decía lo mismo -dijo Vanessa, suavemente-. ¿No te parece extraño que, ahora que soy una mujer adulta, no sepa lo que eso es?
Se dirigió hacia la sala de música. Sentía un dolor que la corroía justo por debajo del esternón. Como tenía por costumbre, se sacó una pastilla del bolsillo de la falda antes de sentarse frente al piano.
Empezó con la Sonata a la luz de la luna de Beethoven. La tocó sin partitura, de memoria y desde el corazón. Dejó que la música la tranquilizara. Recordaba haber tocado aquella pieza y cientos de otras en aquella misma sala. Hora tras hora, día tras día, por amor al arte, aunque frecuentemente, quizá demasiado, porque se esperaba eso de ella, incluso se le demandaba.
Siempre había tenido sentimientos encontrados en relación con la música. Sentía un amor fuerte y apasionado hacia ella y una fuerte necesidad por interpretarla con la habilidad que le habían enseñado. Sin embargo, además había estado la imperiosa necesidad de agradar a su padre, de alcanzar el punto de perfección que él esperaba. En aquel momento, le pareció que era casi imposible llegar a tanta excelencia.
Su padre nunca había comprendido que la música para ella era algo que le gustaba hacer, no una vocación. Había sido un modo de expresarse, de reconfortarse, pero nunca una ambición. En las pocas ocasiones en las que había tratado de explicárselo, se había enfurecido o impacientado tanto que Vanessa había decidido guardar silencio. Ella, que era conocida por la pasión y el temperamento que derrochaba, se había comportado como una niña atemorizada al lado de su padre. Nunca en toda su vida había sido capaz de desafiarlo.
Cambió Beethoven por Bach, cerró los ojos y se dejó invadir por la música. Tocó durante más de una hora, perdida en la belleza, en el genio de las composiciones. Aquello era lo que su padre nunca había comprendido. No entendía que pudiera tocar por propio placer y ser feliz con ello, que odiara y siempre hubiera odiado estar sentada en un escenario, rodeada de focos y tocando para miles de personas.
A medida que sus sentimientos comenzaron a fluir de nuevo, comenzó a tocar a Mozart, un compositor que requería más pasión y velocidad. La música surgió a través de ella con viveza, casi con furia. Cuando resonó el último acorde, sintió una satisfacción que casi había olvidado.
El suave aplauso que escuchó a sus espaldas le hizo darse la vuelta. Sentado sobre una de aquellas butacas tan elegantes había un hombre. Aunque Vanessa tenía el sol en los ojos y habían pasado doce años, lo reconoció inmediatamente.
– Increíble -dijo Brady Tucker mientras se ponía de pie y se acercaba a ella. Su largo y nervudo cuerpo bloqueó el sol durante un instante, haciendo que la luz reluciera a su alrededor como si se tratara de un dorado halo-.Absolutamente increíble -repitió, ofreciéndole la mano y una sonrisa-. Bienvenida a casa, Van.
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