– Sí -afirmó él. Volvió a ocuparse del cabello-. Se parece a mí.

Sin poder evitarlo, Vanessa se echó a reír.

– Sigues siendo igual de presumido. ¿Quieres apartar las manos de mí?

– Nunca he podido hacerlo – contestó, pero se apartó un poco-. Solíamos sentarnos aquí muy a menudo, ¿te acuerdas?

– Sí.

– Creo que la primera vez que te besé estábamos sentados aquí, igual que ahora.

– No -replicó ella.

– Tienes razón -dijo Brady, aunque lo sabía muy bien-. La primera vez fue en el parque. Tú viniste a verme jugar al baloncesto.

– Dio la casualidad de que pasaba por allí.

– Viniste a verme porque yo jugaba sin camiseta y querías verme el torso cubierto de sudor.

Vanessa volvió a soltar una carcajada. Sabía que aquello era completamente cierto. Se volvió a mirarlo y vio que Brady estaba sonriendo y que parecía muy relajado. Siempre le había resultado muy fácil relajarse. Y siempre había sabido cómo hacerla reír.

– En realidad, tu torso cubierto de sudor no merecía tanto la pena.

– He engordado un poco. Y sigo jugando al baloncesto -comentó. Aquella vez, Vanessa no notó que comenzaba de nuevo a acariciarle el cabello-. Recuerdo perfectamente aquel día. Fue a finales de verano, antes de que empezara mi último curso en el instituto. En tres meses, tú habías pasado de ser una niña pesada para convertirte en una chica muy sexy con aquella melena castaña y esas piernas tan estupendas que solías dejar al descubierto cuando te ponías pantalones cortos. Eras tan guapa. Hacías que la boca se me hiciera agua.

– Tú siempre estabas mirando a Julie Newton.

– No. Fingía mirar a Julie Newton mientras te miraba a ti. Entonces, aquel día fuiste al parque. Habías estado en la tienda de Lester porque tenías un refresco en la mano. Era un refresco de uva.

– Pues menuda memoria tienes.

– Bueno, estamos hablando de un momento muy importante en nuestras vidas. Tú me dijiste «Hola, Brady. Parece que tienes mucho calor. ¿Quieres un trago?».Yo estuve a punto de comerme de un bocado la pelota. Entonces, empezaste a flirtear conmigo.

– Eso no es cierto.

– Empezaste a pestañear.

– Yo nunca he hecho nada semejante -replicó ella, tratando de contener la risa.

– Te aseguro que entonces sí que pestañeaste -comentó Brady, con un suspiro-. Fue estupendo.

– Tal y como yo lo recuerdo, tú estabas presumiendo en la cancha, haciendo ganchos y canastas, lo que fuera. Cosas de machos. Entonces, me agarraste.

– Me acuerdo de eso. Me gustó.

– Olías como la taquilla de un gimnasio.

– Supongo que sí. A pesar de todo, fue el primer beso más memorable.

«Y el mío», pensó Vanessa. No se había dado cuenta de que se había recostado sobre el hombro de Brady.

– Éramos tan jóvenes -comentó, con una sonrisa-. Todo era tan intenso, tan fácil…

– Algunas cosas no tienen por qué ser difíciles. ¿Amigos?

– Supongo que sí.

– Todavía no he tenido oportunidad de preguntarte cuánto tiempo te vas a quedar.

– Todavía no he tenido oportunidad de decidirlo.

– Tu agenda debe de estar repleta.

– Me he tomado unos meses de descanso. Tal vez me vaya a París durante unas semanas.

Brady volvió a tomarle la mano. Las manos de Vanessa siempre le habían fascinado. Aquellos largos dedos, las suaves palmas, las cortas y prácticas uñas. No llevaba anillos. El le había regalado uno una vez. Se había gastado el dinero que había ganado cortando el césped durante todo el verano y le había comprado un anillo de oro con una minúscula esmeralda. Ella le había besado hasta dejarlo sin sentido. Había jurado que nunca se lo quitaría.

Las promesas adolescentes se rompen fácilmente con el tiempo. Era una tontería desear vérselo de nuevo en el dedo.

– ¿Sabes una cosa? Conseguí verte tocar en el Carnegie Hall hace un par de años. Fue maravilloso. Tú estuviste fantástica -dijo Brady. Los sorprendió a ambos llevándose los dedos de Vanessa a los labios. Entonces, los apartó rápidamente-. Había esperado verte mientras los dos estábamos en Nueva York, pero supongo que estabas ocupada.

La sensación que le vibraba en las yemas de los dedos aún le recorría todo el cuerpo.

– Si me hubieras llamado, habría podido organizado todo.

– Te llamé -dijo él, mirándola fijamente a los ojos-. Fue entonces cuando me di cuenta de lo importante que eras. No llegué a pasar la primera línea de defensa.

– Lo siento. De verdad.

– No importa.

– No, pero me habría gustado verte. Algunas veces, las personas que me rodean me protegen demasiado.

– Creo que tienes razón.

Brady le colocó una mano debajo de la barbilla. Era mucho más hermosa de lo que recordaba, y también mucho más frágil. Si la hubiera visto en Nueva York, en un lugar menos sentimental para ambos, ¿se habría sentido tan atraído por ella? No estaba seguro de querer saberlo.

Le había pedido que fueran amigos. Le costaba mucho no desear ser algo más.

– Pareces muy cansada, Van. Podrías tener mejor color de cara.

– Ha sido un año muy ajetreado.

– ¿Duermes bien?

– No empieces a jugar a los médicos conmigo, Brady -comentó ella, apartándole la mano.

– En estos momentos, no se me ocurre nada que me gustaría más, pero te hablo en serio. Pareces agotada.

– No estoy agotada, sólo un poco cansada. Por eso me voy a tomar un descanso.

– ¿Por qué no vienes a la consulta para que te haga un reconocimiento?

– ¿Es así como ligas ahora? Antes solías decir «Vamos a aparcar al Molly's Hole».

– Ya llegaré a eso. Mi padre puede examinarte.

– No necesito un médico -afirmó. En aquel momento, Kong regresó y ella comenzó a acariciarlo-. Nunca estoy enferma. En casi diez años de conciertos, no he tenido que cancelar nunca ni uno por razones de salud. No voy a decir que no me ha resultado difícil regresar aquí, pero lo estoy superando.

«Tan testaruda como siempre», pensó él. Tal vez sería mejor vigilarla, como médico, durante los siguientes días.

– A pesar de todo, a mi padre le gustaría verte, si no profesionalmente, al menos sí personalmente.

– Iré a verlo. Joanie me ha dicho que tú tienes un montón de pacientes femeninas. Me imagino que lo mismo le ocurrirá a tu padre, si sigue siendo tan guapo como lo recuerdo.

– Ha tenido… unas cuantas ofertas interesantes, pero todo se ha terminado desde que tu madre y él están juntos.

Atónita, Vanessa se volvió para mirarlo.

– ¿Juntos? ¿Mi madre y tu padre?

– Es la pareja más de moda en el pueblo. Hasta ahora -dijo Brady. Entonces, le colocó un mechón de cabello detrás del hombro.

– ¿Mi madre?

– Es una mujer muy atractiva y está en la flor de la vida, Van. ¿Por qué no debería divertirse?

Vanessa se colocó una mano sobre el estómago y se levantó.

– Me voy adentro.

– ¿Cuál es el problema?

– No hay problema alguno. Entro porque tengo frío.

Brady la agarró por los hombres. Aquél fue otro gesto que provocó una oleada de recuerdos.

– ¿Por qué no la dejas vivir en paz? -le preguntó-. Dios ya la ha castigado lo suficiente.

– Tú no sabes nada.

– Más de lo que tú crees. Debes olvidarte del pasado, Vanessa. Tanto resentimiento te va a corroer por dentro.

– A ti te resulta muy fácil decirlo. Siempre te ha resultado muy fácil, con tu hermosa familia feliz. Tú siempre supiste que te querían, sin importar lo que hicieras o lo que no hicieras. Nadie te apartó de su lado.

– Ella no te apartó de su lado, Van.

– Me dejó marchar. ¿Qué diferencia hay?

– ¿Por qué no se lo preguntas?

Vanessa sacudió la cabeza y se apartó de él.

– Dejé de ser su niña hace doce años. Deje de ser muchas cosas.

Con eso, se dio la vuelta y entró en la casa.

Capítulo III

Vanessa durmió sólo a ratos. Había sentido dolor, pero estaba acostumbrada. Lo había enmascarado con antiácidos líquidos y tomándose las píldoras que le habían recetado para sus ocasionales dolores de cabeza, pero, principalmente, utilizando su fuerza de voluntad para ignorarlo.

En dos ocasiones había estado a punto de dirigirse hacia el dormitorio de su madre. Una tercera vez había llegado hasta la mismísima puerta y había levantado la mano para llamar, para regresar inmediatamente a su propio dormitorio y a sus pensamientos.

No tenía derecho alguno a sentirse agraviada porque su madre tuviera una relación con otro hombre, pero era así precisamente como se sentía. En todos los años que Vanessa había pasado con su padre, él nunca se había fijado en otra mujer o, si lo había hecho, había sido tan discreto que ella ni siquiera se había percatado.

A la mañana siguiente, mientras se vestía, se dijo que no importaba. Siempre habían llevado vidas separadas, a pesar de que compartían la casa. Sin embargo, sí le importaba. La molestaba que su madre se hubiera sentido satisfecha todos aquellos años viviendo en aquella casa sin ponerse en contacto con su única hija. Le importaba que hubiera podido comenzar una nueva vida en la que no tenía sitio para su propia hija.

Vanessa se dijo que había llegado el momento de preguntar por qué.

Notó el aroma del café y del pan recién hecho al llegar al pie de la escalera. En la cocina, vio a su madre al lado del fregadero, enjuagando una taza. Iba vestida con un bonito traje azul y perlas en las orejas y alrededor de la garganta. Tenía la radio encendida y estaba canturreando con la música que se escuchaba.

– Oh, ya estás levantada -le dijo Loretta con una sonrisa, cuando se dio la vuelta y vio a Vanessa-. No estaba segura de si te vería esta mañana antes de marcharme.

– ¿De que te marcharas?

– Tengo que ir a trabajar. Tienes unos panecillos preparados y el café aún sigue caliente.

– ¿Adonde vas a trabajar?

– A la tienda de antigüedades -respondió Loretta mientras le servía una taza de café-. La compré hace seis años. Tal vez te acuerdes de la tienda a la que me refiero. La de los Hopkins. Fui a trabajar para ellos cuando… bueno, hace algún tiempo. Cuando decidieron jubilarse, yo se la compré.

– ¿Estás diciendo que eres la dueña de una tienda de antigüedades?

– Es muy pequeña -dijo, tras colocar el café encima de la mesa-. Yo la llamo «El desván de Loretta»-. Supongo que es un nombre algo tonto, pero yo creo que le va bien. La he tenido cerrada durante un par de días, pero… Si quieres, puedo cerrar también hoy.

Vanessa observó a su madre atentamente, tratando de imaginársela conio dueña de un negocio de antigüedades. ¿Habría mencionado alguna vez que se sentía interesada por ellas?

– No -afirmó. Parecía que sus preguntas iban a tener que esperar-.Vete.

– Si quieres, puedes acercarte más tarde a echar un vistazo. Es muy pequeña, pero tengo muchas piezas interesantes.

– Ya veré.

– ¿Estás segura de que estarás bien aquí sola?

– He estado muy bien sola durante mucho tiempo.

Loretta bajó la mirada.

– Sí, claro que sí. Normalmente llego a casa a las seis y media.

– Muy bien. Entonces, te veré esta tarde -replicó. Se dirigió al fregadero. Quería agua, limpia y fría.

– Van…

– ¿Sí?

– Sé que tengo que compensarte por muchos años -le dijo. Cuando Vanessa se dio la vuelta, vio que su madre estaba en el umbral de la puerta-. Espero que me des una oportunidad.

– Quiero hacerlo. No sé dónde debemos empezar ninguna de las dos.

– Yo tampoco -comentó Loretta, algo menos tensa-. Tal vez ése sea el modo de comenzar. Te quiero mucho. Me sentiré contenta si puedo hacerte creer que esas palabras son ciertas -añadió. Entonces, se dio la vuelta rápidamente y se marchó.

– Oh, mamá -susurró Vanessa a la casa vacía-.Yo no sé qué hacer.


– Señora Driscoll -dijo Brady mientras golpeaba suavemente la nudosa rodilla de la anciana de ochenta y tres años-.Tiene usted el corazón de una gimnasta de veinte.

La mujer se echó a reír, tal y como él había esperado.

– No es el corazón lo que me preocupa, Brady, si no los huesos. Me duelen que rabian.

– Tal vez si permitiera que uno de sus bisnietos le arrancara las malas hierbas de su huerto…

– Llevo sesenta años cuidando de mi terrenito…

– Y estoy seguro de que lo podrá seguir haciendo otros sesenta más -afirmó Brady mientras le quitaba el manguito de tomarle la tensión-. No hay nadie en este condado que críe mejores tomates, pero, si no se toma las cosas con un poco más de calma, los huesos le van a doler.

Brady le examinó las manos. Afortunadamente, los dedos aún no sufrían de artritis, pero la enfermedad ya estaba presente en hombros y rodillas. No había mucho que ella pudiera hacer para frenar su avance.

Completó el reconocimiento mientras escuchaba las historias que la anciana le contaba sobre su familia. La señora Driscoll había sido la profesora de Brady en segundo y ya entonces él había pensando que era la mujer más vieja sobre la faz de la tierra.