Absortos en la contemplación del señor Collins, los vivaces ojos de Elizabeth parecían bailar de risa. Pero no contenta con observar las ridículas atenciones de su primo, la muchacha procedió a examinar el efecto que tenían sobre los demás y, para sorpresa de Darcy, comenzó con una inspección de su rostro. El brillo divertido en los ojos de Elizabeth y la dulce curvatura de sus labios lo atravesaron como un rayo, aturdiendo sus sentidos, y durante ese eterno segundo Darcy no pudo hacer otra cosa que esperar la reacción de la muchacha. Una ligera expresión de desconcierto se dibujó en el rostro de Elizabeth. Aunque eso le dio un respiro al caballero, la mirada de confusión de la dama avivó su curiosidad. ¿Qué era lo que tanto la intrigaba?
El final de oración indicó que la congregación podía volver a sentarse, lo cual le dio a Darcy sólo unos pocos segundos para lanzarle otra mirada furtiva a Elizabeth. La curiosidad que había avivado el rostro de la muchacha había sido reemplazada ahora por una expresión reflexiva, mientras contemplaba las delicadas vidrieras, regalo del abuelo de sir Lewis, que decoraban majestuosamente el ábside, más allá del pulpito. Su serio semblante le confería un aire encantador. Darcy habría dado cualquier cosa por conocer la naturaleza de los pensamientos que provocaban semejante despliegue de belleza, pero luego se sintió culpable al darse cuenta de que, otra vez, estaba invadiendo la intimidad de la muchacha. Abandonó su secreta incursión con reticencia, y sin que ella se diera cuenta se concentró en el desafortunado pastor de Hunsford. Sus experiencias anteriores con el presuntuoso hombrecillo no habían incluido una muestra de sus sermones formales, así que aquél era, por decirlo de alguna manera, el «discurso inaugural» del clérigo. Darcy no tenía grandes expectativas, pero mientras el señor Collins colocaba varias veces sus notas en el pulpito, el visitante se preparó para concederle el beneficio de un voto de confianza.
Cuando finalmente logró organizar los papeles a satisfacción, el señor Collins se dirigió a la familia de su benefactora y, para consternación de Darcy, volvió a hacerles una reverencia, tras la cual lady Catherine hizo un gesto de asentimiento para indicar que lo autorizaba a proseguir. Con creciente inquietud, Darcy observó cómo el párroco adoptaba una expresión de solemnidad y le decía a sus fieles:
– Mi lectura de esta mañana pertenece a la Epístola a los Colosenses, capítulo tres: «Aspirad a las cosas celestiales, no a las terrenales». El tema para esta mañana de Pascua, mi fiel congregación, es el de las aspiraciones o, más precisamente, lo que se ha llamado afectos o emociones religiosas. Es decir, hoy os hablaré en contra de los vulgares excesos del «entusiasmo».
– ¡Ay, no! -refunfuñó Fitzwilliam, mientras se encogía en el banco, pero Darcy se puso alerta. Aquello era obra de su tía, estaba seguro.
– El texto -continuó el portavoz de lady Catherine- nos invita a fijar nuestros afectos en las cosas superiores. Pero esto no se puede interpretar como un permiso para caer en arrebatos de emoción. ¡El cielo no lo permita! La religión es un asunto de una naturaleza más rigurosa; más sobria y firme. Ella rechaza tajantemente el apoyo de algo tan volátil, tan trivial e inútil como la imaginación vivaz y el flujo incontrolable de, si vosotros me perdonáis la expresión, el «espíritu animal». Esas cosas encuentran refugio en la imaginación calenturienta y desordenada de los «entusiastas», pero no en el entendimiento desapasionado y racional que el Ser Supremo exige al verdadero hombre religioso.
¿La imaginación calenturienta y desordenada? Darcy cruzó los brazos sobre el pecho y levantó su mirada penetrante hacia el títere de su tía.
– No, mis queridos feligreses. -Collins golpeó el púlpito con la palma de la mano con un gesto teatral-. La verdadera sabiduría, la verdadera religión nos invita a dominar las pasiones y sus desórdenes para poder cultivar las virtudes morales. Sólo debemos cumplir las condiciones que nos imponen el deber y el honor, aprender a conciencia esta lección del Evangelio y todo irá bien. Aspirar a las cosas celestiales es ser mejores personas, no ese fervor vano y autoenaltecedor.
¡Ser mejores personas! Darcy se movió con incomodidad, pues sentía que el banco se volvía cada vez más duro. El honor y el deber eran el aire que él siempre había respirado, pero ¿acaso no se había sentido últimamente tentado a abandonarlos? ¿Acaso no había estado increíblemente cerca de sucumbir a las estratagemas de lady Sylvanie, cuya trágica locura le había mostrado, no obstante, la profundidad del odio que albergaba en su propio corazón? ¿Y había podido extinguirlo en los meses que habían transcurrido desde entonces?
– Porque yo os digo que las exageraciones de fanáticos como esos infames de Newton o Whitefield, en el siglo pasado, o Bunyan y Donne, antes que ellos, no son más que eso. -Con un gesto despectivo, el señor Collins descalificó a hombres que lo superaban con creces en sus capacidades teológicas y literarias-. ¡Y no necesito recordaros adonde conduce eso! -Hizo una pausa para aumentar el efecto dramático de sus palabras y luego espetó-: ¡Al regicidio!
Fitzwilliam soltó otro gruñido.
– ¡Por Dios, ahora lady Catherine le va a escribir a mi padre que estoy planeando matar al viejo George!
Darcy frunció el entrecejo con gesto amenazante y entrecerró los ojos hasta que no pudo ver más que una raya. Si aquello reflejaba la opinión de lady Catherine, y no le cabía ninguna duda de que el sermón de Collins había sido escrito bajo la dirección de su tía, ¡ella nunca debía estar dos minutos sola con Georgiana!
– Confiad, mejor, en la razón, la esclava de lo divino, y en vuestros padres espirituales, y yo me precio de haber sido nombrado y recomendado como tal por su señoría lady Catherine de Bourgh, para que os indiquen qué es una aspiración apropiada y aceptable a los ojos del cielo. Y así termina esta enseñanza. Amén.
Después de la bendición, los niños del coro comenzaron a cantar otra vez con voz desafinada e iniciaron el himno que marcaba el final del oficio, mientras se retiraban por el pasillo, seguidos por el señor Collins. Un suave suspiro cerca de su hombro le recordó a Darcy sus deberes para con su prima. Haciendo a un lado su disgusto, tomó rápidamente el sombrero y el bastón y recogió también el libro de plegarias de Anne. Luego le lanzó una mirada a Elizabeth, mientras salía del banco de los De Bourgh. Le pareció que ella estaba todavía más pensativa, más adorable que antes, y deseó profundamente poder acercársele, saludarla al menos, antes de marcharse. Pero el deber y la cortesía exigían que acompañara a su prima hasta el carruaje. De momento tenía que renunciar a ese placer, pero Darcy juró que esa noche no se negaría a nada que ella quisiera ofrecerle.
– Prima Anne. -Darcy se dirigió en voz baja a la figura fantasmagórica que había a su lado, ofreciéndole su brazo.
El viaje de regreso a Rosings se llevó a cabo en medio de un pesado silencio por parte de todos los que iban en la calesa, excepto su ocupante más noble. Obligada por la historia y la costumbre a guardar silencio dentro de las paredes de la iglesia, su señoría compensó esa imposición de las Escrituras con una interminable sucesión de comentarios sobre los vecinos, sus parientes, sus criados y sus amigos, mientras el coche recorría el camino hasta la mansión. Tanto Fitzwilliam como Darcy se mantuvieron inmóviles y con la mirada fija en el paisaje, durante el largo monólogo de su tía. Darcy le dirigió ocasionalmente unas cuantas miradas a su prima, con la esperanza de descubrir algo acerca de su persona que arrojara una luz sobre lo que la preocupaba. Pero ella también mantuvo la vista fija en el paisaje y las manos hechas un nudo entre los guantes y los hilos de su bolso, y no miró ni una sola vez a Darcy. El ala ancha de su sombrero siguió actuando como un escudo contra las preguntas de su primo. A pesar de lo inquietante que era el comportamiento de la joven, estaba claro que, en aquel momento, Darcy no podría hacer nada al respecto.
Cuando los movimientos expertos del cepillo de Fletcher sobre sus hombros se detuvieron súbitamente, Darcy supo que, de acuerdo con los precisos estándares de su ayuda de cámara, ya estaba listo para abandonar la alcoba y presentarse ante su tía. En lo que concernía a su atuendo, eso era indiscutiblemente cierto. La chaqueta azul y los pantalones a la rodilla color crema de la mañana habían desaparecido y en su lugar Darcy llevaba ahora una sobria pero impecable levita negra, muy ajustada al cuerpo, y unos pantalones largos. Miró su imagen en el espejo, mientras el ayuda de cámara dio un paso atrás esperando su opinión. Luego estiró el cuello hacia arriba y hacia los lados para aflojar el nudo de Fletcher hasta sentirse algo más cómodo. A decir verdad, le había indicado a su criado que seleccionara unos pantalones largos con el propósito expreso de provocar a lady Catherine para que comenzara a moralizar sobre su carencia de modales a la hora de vestirse para una velada y la lamentable informalidad que caracterizaba a los jóvenes en este nuevo siglo. Si estaba molesta con su apariencia era posible que la anciana dama estuviera menos interesada en su conversación, en especial cuando él tuviera oportunidad de acercarse a la humilde invitada del párroco. ¡Pero ahí residía el problema! Su yo exterior estaba bien equipado, preparado para cualquier examen. Pero cuando su mirada comenzó a recorrer la elegante línea de la chaqueta, pasando por el exquisito nudo de la corbata de lazo, hasta llegar a sus ojos, Darcy vio reflejada en ellos toda la expectación del placer y el desafío que seguramente traería la noche. De hecho, aquella expectación corría desbocada por su interior, despertando en todo su cuerpo sensaciones agradables pero caóticas. Cerró los ojos y, comenzando con idiota, se fue insultando mentalmente hasta que el ritmo de su sangre pareció apaciguarse en las venas.
– Señor Darcy, ¿hay algún problema? -preguntó Fletcher en voz baja a su espalda.
– No, estoy satisfecho, Fletcher -le aseguró al ayuda de cámara, mientras abría los ojos y se encontraba, por fortuna, con un reflejo más parecido a él mismo. Aunque le había resultado difícil convocarla, su reserva habitual finalmente había aparecido y había tomado posesión de su persona. Cuánto iba a durar en presencia de Elizabeth era algo en lo que Darcy no deseaba pensar por el momento. Abandonó el espejo y tras sacar su reloj de bolsillo, avanzó hacia la puerta.
– Son las seis, señor -anunció Fletcher. Darcy se volvió a guardar el reloj. Los invitados debían llegar en media hora, lo que le dejaba suficiente tiempo para apaciguar las quejas de lady Catherine e iniciar alguna discusión tranquilizadora y fraternal con Richard. También con Anne, recordó con sentimiento de culpa, aunque sabía que ella no iba a participar en la conversación, pero tal vez si observaba su forma de prestar atención a su charla, Darcy podría detectar algo que arrojara alguna luz sobre sus perturbadores suspiros.
Los criados estaban encendiendo las lámparas del vestíbulo cuando Darcy llegó a las escaleras. Pasaba ya un poco de las seis, calculó. En menos de media hora… No pudo evitar pensar en cómo sería ver a Elizabeth allí, en medio de sus parientes y en los magníficos salones de Rosings. Ella no estaría totalmente en desventaja; por lo que sabía, Elizabeth ya había estado en el salón de Rosings otras dos veces antes, pero el contraste con el ambiente al que ella estaba acostumbrada debía perturbarla. Y si el ambiente no lo hacía, entonces la temeridad de las atrevidas preguntas de lady Catherine y sus categóricas opiniones, sumadas a su rango y posición social, debían reducir la espontaneidad de la muchacha. Darcy trató de imaginarse a Elizabeth, con la mirada fija en el suelo, mientras escuchaba con tranquila deferencia las manifestaciones de su tía; pero ese ejercicio sólo hizo que esbozara una sonrisa. Desde sus conversaciones en Netherfield, él conocía perfectamente la fascinación que Elizabeth sentía por las contradicciones de la naturaleza humana. Y lady Catherine era una extraordinaria fuente de ese tipo de debilidad. ¿Divertiría eso a la señorita Elizabeth Bennet? ¿Se atrevería ella a sostener sus puntos de vista, y si así era, cómo hacía para seguir disfrutando de la buena opinión de su tía? La velada de esa noche prometía ser probablemente la más interesante que hubiese experimentado alguna vez bajo el techo de su tía.
Un sonoro chasquido, acompañado de un «¡Maldición, Fitz! ¿Pantalones largos?» alertaron a Darcy de la llegada de su primo. Fitzwilliam se alejó de él, con las cejas enarcadas por la sorpresa, bajo la cascada de rizos que le cubrían la frente.
– Ya sabes lo que lady Catherine opina sobre eso, viejo amigo.
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