A la mañana siguiente llovió, y aunque como terrateniente Darcy agradeció la lluvia, se vio obligado a pasearse con impaciencia por los corredores de Rosings mientras le refunfuñaba a su primo por cualquier motivo. Finalmente, cuando Richard ya no pudo aguantar más su mal humor, se retiró con un libro a un rincón de la amplia pero poco usada biblioteca de su tía. Darcy pensó malévolamente que dudaba que ella hubiese podido leer todos los volúmenes allí almacenados, aunque hubiese estudiado y se hubiese convertido en una gran lectora, pero luego se reprendió por su falta de compasión. ¿Qué era lo que le pasaba? ¡Él sabía lo que le ocurría! Quería estar en la alameda con Elizabeth, tener otra vez su mano sobre el brazo y sentir cómo su cercanía invadía sus sentidos.

Tras soltar un suspiro, dirigió su atención al libro que había elegido al azar y trató de concentrarse en las palabras impresas que tenía delante, pero el suave chirrido del pomo de la puerta le hizo levantar la cabeza enseguida. ¿Acaso Richard estaba tratando de espiarlo a escondidas? La puerta se abrió un poco antes de revelar la mano que estaba detrás de tanto sigilo. Darcy abrió los ojos con sorpresa. ¡Anne! La ligera figura de su prima se deslizó hacia el interior de la biblioteca y se apresuró a cerrar la puerta detrás de ella con suavidad. ¡Pero la señora Jenkinson no estaba con ella! Aterrado, Darcy arrugó la frente. Probablemente era la primera vez que veía a Anne sin que su dama de compañía estuviera a su lado. Sin detenerse a mirar a su alrededor, su prima se dirigió directamente hacia las estanterías que había entre las ventanas que miraban hacia el norte y comenzó a revisarlas ansiosamente, libro por libro. La rigidez de su figura y los pequeños suspiros de frustración que se oían a través de la estancia le indicaron a Darcy que Anne no estaba teniendo mucho éxito al revisar las estanterías de abajo y que pronto necesitaría las escaleras. Impulsado por un ataque de amabilidad sumado a la curiosidad, el caballero se levantó de su silla.

– ¿Podría…? -Darcy no pudo decir nada más. Al oírlo, Anne gritó alarmada, dando media vuelta para mirarlo con tal expresión de pavor que su primo temió que se desmayara. Durante un momento los dos se quedaron inmóviles, mirándose el uno al otro, hasta que Anne desvió la mirada, pareciendo encogerse.

– Prima -comenzó a decir Darcy nuevamente, en voz baja-, ¿me permites ayudarte? Dime lo que estás buscando. -Anne levantó la vista y lo miró de manera penetrante, como si estuviese calibrando su sinceridad-. ¿Anne? -insistió Darcy con voz suave.

– Wordsworth -susurró Anne finalmente-. El primer volumen de sus poemas. La señora Jenkinson se lo llevó antes de que… Mamá no aprueba que… -Anne se interrumpió, sonrojándose-. Por favor, debo encontrarlo.

– Claro -le aseguró Darcy, volviéndose hacia los estantes que ella había estado revisando-. ¿Estás segura de que está por aquí?

– La señora Jenkinson siempre pone aquí los libros que yo leo. Así mamá sabe qué he estado leyendo.

– ¡Empiezo a comprender! -Darcy sonrió a su prima antes de acercarse a la estantería-. Encontraremos el libro, prima. -Anne le lanzó una triste mirada de alivio y gratitud. Darcy se dio cuenta de que hasta entonces nunca había pensado mucho en cómo sería la vida de su prima. Lo menos que podía hacer era encontrar el libro y se propuso hacerlo.

– ¡Ajá! ¡Lo encontré! -Darcy sacó su presa de entre dos libros que lo tenían atrapado en uno de los estantes superiores-. ¡Anne, aquí está! -gritó y se lo alcanzó. Su prima levantó el brazo para agarrarlo, pero Darcy lo soltó demasiado rápido y el libro cayó al suelo, mientras las páginas sueltas se desperdigaban-. ¡Anne! Perdóname. -Darcy se agachó enseguida para recogerlas.

– ¡No! ¡No te molestes! -Su prima se agachó sobre el libro, pero él lo agarró antes. Al darle la vuelta, vio que no le faltaba ni una sola página. Intrigado, recogió algunas de las hojas que habían quedado diseminadas alrededor.

– ¡No! Por favor, dámelas -le imploró Anne-. ¡Darcy!

Él se levantó y se alejó de las hojas dispersas, mientras su mirada oscilaba entre los papeles que tenía en la mano y la angustia de su prima. Aunque sólo les había echado un vistazo, sabía bien qué eran esos papeles.

– Anne, déjame verlos.

– ¡Te vas a reír de mí! -lo acusó ella.

– Te prometo que no me voy a reír -repuso él, mirándola directamente a los ojos llenos de pavor. Anne bajó los ojos y Darcy interpretó ese gesto como una reticente aceptación, así que llevó las hojas hasta la ventana y comenzó a leerlas. Podía sentir los ojos de la muchacha sobre él y su angustia casi palpable, pero leyó sin apresurarse. Pasaron algunos minutos hasta que le dio la vuelta a la última página y miró a su prima.

– Son bastante buenos, ¿sabes? Me gusta especialmente éste. -Le pasó la hoja de arriba.

– ¿Lo dices en serio? -Anne lo miró con incredulidad.

– Sí, de verdad. ¿Cuánto tiempo llevas escribiendo poesía, prima?

Una chispa de placer brilló en la cara de Anne al oír sus palabras.

– Ya casi un año.

– ¿Y no le has enseñado esto a nadie?

Anne negó con la cabeza.

– A nadie, ni siquiera a la señora Jenkinson. Mamá no aprueba la poesía, y la señora Jenkinson tiene que rendirle cuentas a ella. Es mejor que no lo sepa. Estaba trabajando en mis poemas hoy y ella me sorprendió mientras estaba consultando a Wordsworth, así que los escondí entre las páginas del libro.

– Pero, Anne -protestó Darcy-, ¡no puedes guardarte esto para siempre! ¡Compártelos al menos con tu familia!

– Darcy se sentó junto a ella y la agarró de las manos. Fue la primera vez que ella no se sobresaltó ni trató de alejarse-. ¿Anne?

– No tienes por qué temer que vaya a ser una carga para ti como esposa, primo. Yo sé que mamá quiere que creas que estoy mejorando, pero me temo que ella se engaña. No estoy mejor, primo, y he llegado a la convicción de que nunca voy a estar lo suficientemente bien de salud para casarme.

– ¡Anne! ¡Mi querida niña! -Darcy le apretó las manos.

– Ahí fue cuando comencé a escribir -susurró ella cerca de su hombro-. Quería poder decir algo finalmente, crear algo… algo hermoso, tal vez… sin tener que sufrir la interferencia ni las críticas de mi madre. -Se quedó callada, como si le faltara el aire-. Ya sé que la gente cree que soy insignificante; no los culpo, porque en mí no hay mucho que ver o admirar. Pero yo siento cosas, primo, profundamente; y cuando acepté mi futuro, esos sentimientos parecieron concentrarse para estallar en el papel. -Anne levantó la vista para mirarlo y Darcy vio que una lágrima furtiva asomaba a sus ojos-. Nunca me casaré ni tendré hijos. Estos poemas son mi legado, aunque sea pobre. Y todavía no he terminado, no he terminado de sentir ni de escribir lo que hay en mi interior. No podría soportar el desprecio de mi madre y tampoco que ella me ensalzara hasta las nubes, en caso de que cambiara de opinión. ¿Puedes entenderlo, primo? ¿Guardarás mi secreto?

– ¡Por Dios, Anne! -Darcy miró a su prima y luego a sus manos entrelazadas, consumido por la impotencia. Claro que guardaría silencio, pero ¿qué significaba eso frente a la confesión que ella acababa de hacerle?-. ¿No estarás equivocada? -logró decir finalmente.

– No hay ninguna equivocación, primo. -Anne miró a su primo con la compasión que él le habría debido ofrecerle a ella.

El caballero dirigió su mirada a la mano diminuta que descansaba implorante sobre su manga. Aparte de su promesa, tenía que haber algo más que él pudiera hacer por ella a modo de consuelo.

– Lo prometo. Tu secreto está a salvo, Anne. Quisiera poder hacer algo más que callar para merecer tu gratitud. Siempre te he evitado e ignorado de manera vergonzosa, y me siento profundamente apenado por eso.

Anne se soltó con suavidad y se levantó del diván.

– No te atormentes, primo. Eso es algo que mamá nos obligó a hacer. Y mientras que yo no tengo la fuerza ni el coraje para contrariarla, tú la has manejado de manera espléndida. Tienes mi gratitud por eso. -Un suspiro de agotamiento se escapó de sus labios. Darcy se levantó preocupado-. No, sólo estoy un poco cansada. Por favor, debo volver a mi habitación. Se supone que estoy descansando. -Anne le dirigió una triste sonrisa-. Ha sido estupendo poder contarle mi secreto por fin a alguien, Darcy. Resulta extraño que hayas sido tú. -Y tras hacer una reverencia, su prima salió de la biblioteca, cerrando la puerta con suavidad y dejando a Darcy entregado a la contemplación de la lluvia que se estrellaba contra los grandes ventanales.

Aquella noche Anne no se presentó a cenar. La señora Jenkinson apareció en la salita contigua al comedor, disculpando a su protegida a causa de la fatiga y un fuerte dolor de cabeza. La cena transcurrió en un ambiente un tanto extraño, de lo cual se culpó al mal tiempo, y Richard, que se encontraba nervioso, recomendó una partida de billar como el alivio más prometedor. Sus esperanzas, sin embargo, se vieron frustradas, al menos temporalmente, porque su tía exigió que él y Darcy asumieran la responsabilidad de aliviar su aburrimiento presentándose en la mesa de juego del salón para echar una partida de cartas inmediatamente después de su brandy.

– ¿Tendrás ganas de jugar después de que lady Catherine se retire? -Fitzwilliam miró a su primo con el ceño fruncido, antes de beberse el resto del brandy y acercarse a Darcy para que lo volviera a llenar-. Jugar a las cartas con la dama dragón y la señora Jenkinson no es precisamente mi idea de la mejor manera de recuperar un día caracterizado principalmente por un tedio mortal. -Le dio otro sorbo a su vaso-. ¡Dios, cómo me gustaría que el párroco hubiese podido venir! Así podríamos haber tenido un poco de diversión.

– Aunque no puedo proporcionarte una velada tan fascinante, me comprometo a satisfacer tu ansia de diversión -respondió Darcy secamente, mientras llenaba el vaso de Fitzwilliam y volvía a poner la licorera sobre la mesa, con cierta irritación ante la alusión a Elizabeth que había hecho Richard. A él no le gustaba la manera tan informal en que su primo hablaba de ella y estaba decidido a ponerle fin enseguida-. ¿O es que el día de la paga está muy lejano?

– No, mis bolsillos todavía no están vacíos, Darcy. -Fitzwilliam levantó la barbilla al sentir el golpe bajo de su primo-. Y también te equivocas en lo otro. Durante esta visita a Kent he descubierto que eres increíblemente fascinante.

El brandy que había en el vaso de Darcy se balanceó.

– Entonces la vida militar no debe de ser una profesión tan exigente como se dice -replicó Darcy, sosteniendo la mirada a Richard, pero se arrepintió casi enseguida. Una pelea ahora sólo alentaría la curiosidad de su primo y ¡su acusación había sido más que provocativa!-. Perdóname, Richard, eso ha sido totalmente innecesario. -Se recostó en la silla. ¡Si pudiera retirarse a la biblioteca o a su habitación! La tensión entre las exigencias de su corazón y las de su apellido, sumadas a la intensidad de su decepción por no haber visto a Elizabeth ese día, estaban haciendo que se comportara como un verdadero idiota.

– Discúlpame también tú a mí, Fitz. -Richard se desplomó en la silla y señaló la ventana-. Debe de ser esta maldita lluvia. Nos tiene a los dos exasperados. ¿Hacemos las paces, viejo amigo? -Y levantó su vaso.

Darcy asintió, alzando también su vaso.

– La paz. -Ambos dieron un largo sorbo a su brandy-. ¿Crees que podremos atrevernos a poner a prueba nuestra tregua y jugar después unas cuantas partidas de billar? -Darcy le hizo notar a su primo, con un gesto de la mano, que el brandy le estaba poniendo coloradas las mejillas.

Fitzwilliam se frotó la barbilla y se rió.

– Tal vez sea mejor que analicemos nuestro temperamento y nuestro estado de sobriedad después de que su señoría los ponga a prueba en la mesa de cartas. ¡Es posible que los dos estemos dispuestos a cometer un crimen cuando juguemos la última carta!

El tedio de la partida de cartas con lady Catherine y su constante monólogo llevó a los dos hombres a buscar el refugio de sus habitaciones, en lugar de exponerse a las sorpresas que podía depararles la mesa de billar. Darcy estaba convencido de que, sin duda, era una de las mejores decisiones que él y Richard habían tomado últimamente cuando cruzó el umbral de su alcoba y fue recibido por su ayuda de cámara. Las revelaciones y las desilusiones de la jornada hicieron que recibiera con alivio el anuncio de Fletcher de que disfrutaría de agua caliente y de la preparación de la receta calmante de su padre, tan pronto como se deshiciera de su traje. Algo más tarde, tras finalizar su aseo, sentado frente a la chimenea de su alcoba, envuelto en su bata, Darcy hizo un tímido esfuerzo por organizar sus pensamientos. Pero la hora, el fuego, la calidez de la bebida que se deslizaba suavemente por su garganta…, todo conspiró para enviarlo directamente al camino, a través del bosque y más allá de la empalizada, hacia cierta residencia donde unos ojos iluminados por una sonrisa de bienvenida lo esperaban para consolarlo del dolor que le había producido su larga ausencia.