– ¡Oh! -Aquella exclamación fue más que suficiente para hacer que Darcy concluyera su examen del daño que habían sufrido varios árboles a causa de algún insecto, en el que se encontraba enfrascado mientras esperaba a que Elizabeth apareciera. Los árboles todavía parecían lo suficientemente fuertes, pero si no se hacía algo, con el tiempo acabarían transformándose en carcasas vacías y se convertirían en un peligro para los que pasaran por el camino. Acababa de terminar su análisis del asunto y había tomado nota de la necesidad de llamar al guardabosques de su tía, cuando Elizabeth apareció de repente, mientras él rodeaba uno de los árboles enfermos.

– Señorita Bennet. -Darcy hizo una inclinación. Todo su ser pareció cobrar vida súbitamente por el placer de verla y por la sensación de alivio que le produjo el hecho de no haber llegado demasiado tarde. Sin embargo, tan pronto como Darcy se fijó de dónde venía la muchacha, se dio cuenta de que debía de estar comenzando su paseo, lo cual significaba que tendría el placer de su compañía durante casi una hora. ¡Excelente!

– Señor Darcy. -Elizabeth se inclinó para hacer una extraña reverencia. ¿Se trataba de un gesto de disgusto? El caballero esperó con impaciencia a que ella levantara la cabeza, pero cuando lo hizo su expresión era la de cualquier jovencita bien educada ante un encuentro como aquél. La tensión de los músculos alrededor del estómago cedió un poco y Darcy avanzó hacia delante.

– Según parece, acaba usted de comenzar su paseo -empezó a decir rápidamente, demasiado ansioso para esperar a que ella confirmara o negara su apreciación-. El parque de Rosings ha sido obra de muchas generaciones. Y también fue uno de mis lugares preferidos en mi juventud; en consecuencia -dijo, bajando la voz-, lo conozco estupendamente. -Al decir la última palabra, Darcy la miró con seriedad-. Será un placer para mí hacer las veces de guía y comenzar a presentarle algunas de sus maravillas menos conocidas.

Elizabeth parpadeó, al parecer un poco asombrada por su ofrecimiento.

– Es muy generoso por su parte, señor, pero no puedo pedirle que me dedique tanto tiempo. Sería una descortesía.

La amable preocupación de Elizabeth le produjo satisfacción.

– ¡En absoluto! Estoy a sus órdenes, señorita Bennet. -Darcy le ofreció su brazo y, al igual que el primer día, la muchacha pareció vacilar un poco antes de aceptarlo, lo cual fascinó a Darcy por la delicadeza de los modales y la forma en que controlaba toda expectación-. Desde luego, hoy sólo empezaremos. Una completa exploración del parque no sería posible ni siquiera durante la totalidad de esta visita. Le aseguro que pasará algún tiempo antes de que usted haya visto todo lo que Rosings tiene que ofrecer. -Aquella observación pareció impresionarla, porque su única respuesta fue un débil «¡Ciertamente!», mientras él le señalaba la dirección que tenían que tomar.

Caminaron en silencio. Darcy se preguntaba qué tema debería sacar a colación, ahora que tenía segura a su acompañante. En realidad, en aquel instante, él se sentía plenamente satisfecho con el simple hecho de tenerla cerca y con la maravillosa presión que ejercía la mano de la muchacha sobre su brazo; pero las convenciones exigían que hubiese un poco de conversación. Y después de pensarlo, sería maravilloso poder escuchar, tan cerca de su oído, cualquier observación u opinión que ella pudiera querer expresar, prácticamente sobre cualquier tema. Después de todo, la razón que él se había repetido a sí mismo una y otra vez como justificación para aquellos encuentros casi clandestinos era, precisamente, saber más de ella.

– ¿Está disfrutando de su estancia en Hunsford, señorita Bennet? -Darcy rompió finalmente el silencio con una pregunta sencilla, que no entrañaba ningún riesgo.

– Sí, sí, estoy disfrutando mucho -respondió Elizabeth con sinceridad-. Charlotte, la señora Collins, es una vieja amiga muy querida, que conoce bien mi manera de ser y no tiene ningún reparo en ofrecerme la libertad que me agrada.

¡Vaya! Darcy se alegró con la afirmación de Elizabeth de que ése y otros encuentros futuros no corrían el peligro de contar con la inesperada presencia de la señora Collins. Además, tal como él había sospechado, la esposa del párroco intuía algo y le había prometido a Elizabeth su cooperación. Darcy bajó la vista hacia el sombrero de paja que se balanceaba junto a su hombro, sintiéndose invadido por una sensación de felicidad. ¿Acaso no era así como podría ser su existencia, con esa dulzura, esa sensación de plenitud que le producía la presencia de la muchacha a su lado, apoyándose mutuamente mientras perseguían el fin de una vida compartida? ¡Si pudiera silenciar el estruendo que armaba su sentido del deber!

Al llegar al primer desvío, que era difícil de distinguir incluso para Darcy, él la invitó a seguirlo con una sonrisa que inspiraba confianza y respondía al gesto interrogativo de la muchacha.

– ¡Paciencia! -Fue toda la explicación que le dio. Apartando con cuidado las ramas que ocasionalmente habían invadido el camino desde su última visita a aquel lugar en concreto, cinco años atrás, Darcy escoltó a Elizabeth a través de la senda escondida. El sendero era bastante recto y únicamente se desviaba para rodear una piedra gigante de forma extraña o un árbol, porque era un camino que él y Richard habían abierto cuando eran niños. En ese momento su objetivo era llegar a su destino tan rápidamente como fuera posible, y no disfrutar del placer de la caminata. Minutos después llegaron a un claro que, durante la infancia, había representado el papel de muchos lugares imaginarios: la isla desierta de Crusoe, una fortaleza salvaje sitiada por el valeroso Wolfe en América, un castillo que había que defender hombro con hombro con Arturo. Se volvió hacia ella para ver su reacción. La exclamación de felicidad que Elizabeth dejó escapar era exactamente lo que él esperaba.

– Fitzwilliam y yo encontramos este sitio el verano en que yo tenía diez años, a pesar de que el guardabosques de lady Catherine trató de disuadirnos muchas veces. -Elizabeth dejó de mirar a Darcy. Él la observó en silencio, mientras ella exploraba el lugar, seguro de que había entendido que aquello se había convertido en el primer regalo que le daba.

Algún día, Darcy le contaría el resto: cómo el guardabosques de lady Catherine había tratado de evitar que Richard y él exploraran el bosque en aquella lejana época, contándoles historias acerca de un temible jabalí salvaje que habitaba en él. Desde luego, ese tipo de cuentos era exactamente lo que ellos necesitaban, y enseguida habían salido como un rayo a buscar al animal. Le contaría también que, cuando llegaron al camino principal que atravesaba el bosque, iban tan asustados con los rugidos que ellos mismos se imaginaban que salían de entre los árboles, que habían terminado rodando por la ladera de la colina, sin tener la menor idea de hacia dónde iban, y habían llegado a aquel claro escondido. Algún día, Darcy le contaría… pero no ahora. En aquel instante, sólo quería compartir con ella el espíritu mágico y misterioso que siempre había sentido que poseía ese lugar.

– Gracias, señor Darcy. Es muy hermoso. -Elizabeth se reunió nuevamente con él tras unos minutos, con una expresión de agradecimiento en el rostro-. Nunca habría encontrado este sitio por mis propios medios.

– Ha sido un placer, señorita Bennet -respondió Darcy, mientras ella se alejaba de él y comenzaba a regresar por el camino por el que habían venido. El caballero reconoció la prudencia del mensaje tácito de la muchacha; no debían permanecer más tiempo allí, en el claro, solos. Después de hacerle un gesto de agradecimiento a su antiguo refugio por portarse tan bien con él, dio media vuelta y comenzó a caminar tras ella. El ruido de las hojas mezclado con el crujido de las ramas le advirtió de la presencia del viento de primavera. Como Darcy sabía por su ya larga experiencia, el viento pronto se precipitaría hasta el claro y por eso se agarró instintivamente el ala del sombrero y miró a Elizabeth para ponerla sobre aviso, pero las palabras se le amontonaron en la garganta al ver cómo el viento la rodeaba, jugueteando con su sombrero y su vestido.

Ante tan encantadora visión, todo su ser lo instó súbitamente a seguirla, asegurándole con frenesí que todo lo que deseaba encontraría respuesta si la rodeaba con sus brazos para protegerla, le acariciaba las mejillas y buscaba la suavidad de sus labios. Avanzó para cumplir su sueño, cegado ahora por el deseo, que había desplazado a la serena felicidad, y estaba tan alterado que su mente racional sólo logró detenerlo cuando estaba casi sobre ella.

La dosis de lucidez que aún le quedaba le advirtió que la lucha por oír a su razón se estaba volviendo cada vez más desesperada en todo lo que tenía que ver con Elizabeth. Aquello era demasiado evidente para seguir pasándolo por alto, y el hecho de darse cuenta súbitamente de que había estado a punto de perder el dominio de sí mismo enfrió sus ardores como no habría podido hacerlo ninguna reacción de parte de la joven, por indignada que estuviera. Darcy disminuyó el paso y guardó su distancia, mientras subían hasta el camino principal. No es que el deseo hubiese desaparecido; todavía pesaba en su interior, pero ahora había recuperado una parte de su autodominio y podía pensar con cierto grado de sensatez.

– Señor Darcy, creo que debo regresar a Hunsford. -Elizabeth le comunicó su decisión tan pronto como él se reunió con ella en el camino principal. Darcy sólo pudo sentirse agradecido. Su equilibrio ya había sufrido aquel día una prueba suficientemente dura-. La señora Collins mencionó que me necesitaría más tarde y supongo que en este momento ya debe de estar esperando mi regreso.

– Por supuesto, debe usted ir a ayudar a su amiga -respondió Darcy con solemnidad. Pero, a pesar del peligro que todavía estaba latente, no pudo evitar añadir-: Le ruego que me permita la tranquilidad de acompañarla hasta su puerta. -Elizabeth frunció el entrecejo al oír aquello; sin embargo, aceptó el brazo que él le ofrecía y regresaron juntos al pueblo.

De nuevo compartieron el silencio y el camino. De vez en cuando, Darcy le lanzaba miradas furtivas, pero no pudo sacar nada en claro de la expresión serena e impasible de la muchacha. En ocasiones, le pareció que fruncía el ceño, pero la timidez de Elizabeth impidió confirmar esa impresión. El caballero decidió que simplemente estaba sumida en sus propios pensamientos. Siguieron caminando, pero a pesar de lo mucho que lo intentó, Darcy no pudo volver a disfrutar de esa sensación de felicidad que había experimentado antes. Todavía estaba demasiado presente en su interior, concluyó con tristeza, y se preguntó si el matrimonio podría sosegar las emociones que lo desbordaban y dirigirlas por caminos más felices. ¡Vaya pregunta! ¿Acaso el matrimonio lo haría más feliz, después de todo? Eso esperaba con fervor, aunque no podía decir que hubiese visto en sus amigos casados que eso fuese cierto. Claro que los matrimonios de sus amigos, arreglados por razones familiares, de relaciones o de fortuna, tenían tan poco que ver con su propia situación que no podía tener un punto de referencia. De la felicidad de las esposas tenía todavía menos idea, excepto por la evidencia que representaban los múltiples lances que le habían hecho matronas de distintas edades, desde que se había convertido en adulto. Tal vez la respuesta estaba en otra parte.

– Señorita Bennet -comenzó a decir Darcy, pero se quedó callado pues, de repente, no supo cómo hacer la pregunta que lo atormentaba, pero afortunadamente se ahorró la vergüenza ya que Elizabeth parecía no haber oído. Así que volvió a comenzar-: Señorita Bennet, ¿puedo preguntarle cuál es su opinión sobre la felicidad del señor y la señora Collins? -Elizabeth titubeó por un instante y casi se suelta de su brazo.

– ¿A qué se refiere, señor? -Le preguntó ella a su vez, con voz curiosamente contenida.

– Su amiga, la señora Collins. -Darcy atenuó el alcance de su pregunta-. ¿Diría usted que ella es más feliz ahora en su vida de casada y con el señor Collins que antes de casarse?

– La felicidad, como la distancia, señor Darcy, son términos relativos. -Elizabeth dejó la pregunta de Darcy en el aire, mientras clavaba sus ojos en el camino, pero luego disminuyó el paso y, sin mirarlo, respondió-: Sí, señor, ella es feliz, a pesar de lo difícil que resulta para mí admitir que algo de lo que al comienzo no me alegré haya redundado en su beneficio. Teniendo en cuenta la naturaleza de Charlotte, sus expectativas y su modo de concebir la vida, ella se siente perfectamente feliz en su matrimonio y yo debo coincidir con ella.

– Entonces, ¿piensa usted que la felicidad de una pareja en el matrimonio depende de la compatibilidad de sus naturalezas, las expectativas que tienen en la vida y la similitud de propósitos?