Elizabeth guardó un silencio tan prolongado al oír la pregunta que Darcy temió que otra vez no le hubiese escuchado. Finalmente respondió, con una voz tan suave que él tuvo que inclinarse para escucharla.

– Al menos es un comienzo. Si eso no existe, creo que las posibilidades de felicidad son bastante remotas. -Elizabeth lo observó por un momento y luego desvió la mirada, pero el caballero había quedado satisfecho. Al tratar de descifrar su carácter, ¿no había comparado ella sus maneras de ser y había señalado su similitud? Darcy conocía y compartía alegremente la agilidad mental y la inteligencia de Elizabeth, su manera de ver la vida. ¿Y qué sucedía con las expectativas que ella tenía? Ella no podía ser ajena al interés que Darcy le demostraba; sin embargo, actuaba con una reserva y una modestia que despertaban su intensa admiración y gratitud. Él se dedicó entonces a contemplar con alegría cómo eso la colocaba en una posición ventajosa como su esposa, como dueña de Pemberley y como una de las figuras más importante de la sociedad, mientras disfrutaba al mismo tiempo de la visión de su perfil, hasta que cruzaron la empalizada y llegaron a la entrada de la casa parroquial.

– Hemos llegado, señor Darcy. -La voz de Elizabeth, suave y vacilante, lo arrancó de sus pensamientos.

– En efecto, señorita Bennet -respondió él enseguida y, como había hecho el día de su primer paseo, se apoderó de la mano que descansaba sobre su brazo y se la llevó a los labios-. Que tenga un buen día, señorita Bennet. -Luego hizo una inclinación.

– Lo mismo le deseo a usted, señor Darcy. -Ella hizo una reverencia rápida y lo dejó parado entre las flores, a la entrada del sendero que llevaba hasta la puerta de la casa.

El caballero no dio media vuelta hasta que la vio entrar, sana y salva, e incluso después tardó un poco en marcharse. A pesar de los inconvenientes de la familia de Elizabeth, y su falta de fortuna y relaciones, Darcy se dio cuenta en aquel instante de que él siempre se iba a sentir orgulloso de Elizabeth, y podría confiar en ella porque lo entendía, porque era como él… y él la amaba. ¡Parte de mi alma, yo te busco! -los versos de Milton regresaron otra vez con toda su fuerza y veracidad-. Reclama mi otra mitad.

3 Como en un sueño adulador

No necesario ejercer un gran poder de persuasión -de hecho, ninguno- para convencer a lady Catherine de los beneficios de invitar al párroco para la noche del jueves. Un par de comentarios sobre el agradable efecto de la música en el transcurso de una velada y el entretenimiento que significaba la presencia de más personas en la mesa de juego y ¡listo! Richard había guardado silencio mientras Darcy llevaba a su tía a la conclusión deseada, y sólo por ese hecho se puso en guardia. Una vez que la notificación fue enviada y se recibió una agradecida aceptación, Darcy pudo enfrentarse con admirable calma a la perspectiva de tener que pasar el día siguiente sin contar con la compañía de Elizabeth.

¡Mañana! Ese día sería testigo de la culminación de meses de deseos, negaciones y debates. El fututo de Darcy quedaría definido y de una manera que le resultaba muy satisfactoria: una unión como la que él había observado entre sus padres, en la que había una profunda conexión entre mente y corazón. Envuelto en su bata, con un vaso de oporto frente a la chimenea de su alcoba, Darcy dejó volar su fantasía y construyó una embriagadora imagen de Elizabeth a su lado, mientras la presentaba en Pemberley. No le cabía duda de que, al principio, se sentiría un poco intimidada; pero también estaba seguro de que rápidamente tomaría el dominio de su casa de la misma forma que se había apoderado de su corazón. Podía verla entre las flores de su madre, haciéndose dueña del Edén; en el salón de música, llenándolo suavemente con una canción, y en la biblioteca, compartiendo un libro, o simplemente la compañía mutua, durante la noche de un largo invierno. En realidad, él podía imaginársela adornando todos los salones de Pemberley con su presencia vivaracha y deliciosa. Los días pasarían en su dulce compañía, seguidos de noches… Suprimió el último pensamiento con un suspiro. Y los criados la adorarían, claro; los Reynolds en Pemberley y los Witcher en Londres. ¡Dios, era probable que, en menos de dos semanas, tuviera al mismo Hinchcliffe comiendo de su mano! Darcy se rió para sus adentros. ¡Y Georgiana! Darcy sonrió abiertamente. Ah, ahí estaba la otra cuestión importante relacionada con todo aquel asunto, superada sólo por la consideración de su propia felicidad. Al fin, Georgiana tendría una hermana, una amiga a quien amar y contarle sus cosas; alguien en quien él confiaba plenamente y que se preocuparía de manera sincera por su bienestar.

Aunque el contacto de Georgiana con la familia de Elizabeth tendría que ser cuidadosamente dosificado, pensó Darcy, conteniendo el agradable vuelo de su fantasía. Dio un sorbo a su oporto mientras recreaba con inquietud una imagen de la familia Bennet. Naturalmente Elizabeth querría verlos, al menos ocasionalmente. Supuso que ella podría viajar a veces a visitarlos, pero no le gustó la idea de estar lejos de ella. Esa razonable objeción dio paso a la funesta idea de que, en ese caso, él tendría que acompañarla durante esas visitas. Tomó otro sorbo de su oporto. ¿Una o dos semanas con su familia política? ¡No, eso era sencillamente imposible! Ellos tendrían que venir a Pemberley… cuando él no tuviera otros invitados ni estuviesen esperando a nadie. La idea de ver a la nobleza y la aristocracia de Derbyshire, o incluso a sus parientes Matlock, en el mismo salón con la familia de Elizabeth parecía más una pesadilla que un sueño. Se podía imaginar la perplejidad reflejada en el rostro de su tía si por casualidad tuviera que pasar una tarde o una noche en compañía de la señora Bennet y sus hijas pequeñas. ¡El conde Matlock se limitaría a lanzarle una mirada que le haría desistir de hacer cualquier sugerencia en ese sentido! Aunque, eso sólo sucedería, se recordó Darcy, ¡si volvían a hablarle después de ese matrimonio tan poco conveniente! Terminó su oporto lentamente, con aire pensativo, y dejó el vaso sobre la mesa. ¿Realmente iba a hacerlo? ¿De verdad estaba dispuesto a desafiar a su familia y a su mundo para que aceptaran a una mujer que no procedía de una familia distinguida y que ni siquiera tenía dinero para compensar semejante falta?

– ¿Señor Darcy? -La discreta pregunta de Fletcher le arrancó del pantano de realidades desagradables en que se había hundido-. ¿Hay alguna cosa más que desee esta noche, señor?

Darcy miró el reloj; era bastante tarde. Debería haber despedido a su ayuda de cámara hacía ya un rato.

– No, Fletcher. ¡Por Dios, hombre, hace una hora por lo menos que debería haberme recordado que todavía estaba aquí!

– En absoluto, señor. -Fletcher hizo una ligera inclinación, pero no hizo ningún ademán de marcharse-. ¿Está usted seguro, señor? Perdóneme, pero parece usted -dijo, y se detuvo mientras parecía buscar la palabra correcta- inquieto, señor. ¿No necesita nada más que le pueda ayudar a descansar?

Darcy le dio un golpecito al borde de su vaso vacío.

– Ya se ha encargado usted de eso. No, no quiero nada más de beber.

– ¿Entonces un libro, señor? ¿Algo de su estantería o, tal vez, de la biblioteca? -Fletcher movió la cabeza hacia la puerta.

– No, no es necesario. -Darcy bostezó-. No podría concentrarme el tiempo suficiente para empezar bien. Buenas noches, Fletcher. -Despidió al ayuda de cámara con voz firme, pero luego añadió, al ver su cara de consternación-: Todo va bien; se lo aseguro.

– Entonces, buenas noches, señor. -Fletcher hizo otra reverencia.

La puerta del vestidor se cerró tras él con suavidad. Darcy volvió a acercarse al fuego. Inquieto. Gracias a su aguda percepción, Fletcher había descrito perfectamente el estado en que se encontraba. La formidable tarea de reconciliar a todas las partes involucradas en su propuesta de matrimonio crecía con cada minuto que pasaba y lo acercaba a ese momento. Darcy sabía cómo sería. Lady Catherine se sentiría indignada, lord y lady Matlock quedarían perplejos y serían categóricos en su desaprobación, y todos ellos lo importunarían con todas las objeciones que se les ocurrieran. Sus amigos se asombrarían, sus enemigos se reirían con desdén y Bingley jamás le perdonaría por haber hecho precisamente aquello que le había aconsejado tan tajantemente no hacer.

– ¡Maldición! -Darcy apretó la mandíbula. ¡Le propondría matrimonio a Elizabeth y mandaría a todos los demás al diablo! Lo cual, conociendo a sus amigos y conocidos, ciertamente podía hacer… ¡y sería un placer! Cerró los ojos y se masajeó las sienes, donde estaba empezando a arremolinarse un dolor de cabeza. Debía reordenar sus pensamientos o no tendría esperanzas de descansar esa noche. ¿Un libro, como Fletcher había sugerido? No, algo más corto… ¡Poesía! Darcy tomó un candelabro, avanzó hasta la estantería y sacó el delgado volumen de sonetos que Fletcher había traído. Llevó el libro hasta la cama, colocó el candelabro sobre la mesa y, después de quitarse la bata, se acomodó lo mejor que pudo entre las almohadas y las mantas. ¿Cuál era? Darcy pasó rápidamente las páginas, leyendo los primeros versos, hasta encontrar el soneto que le había hecho recordar a Elizabeth con tanta fuerza, y que parecía escrito para ella. ¡Ah, sí! Se recostó, dejándose conquistar por la fuerza de las palabras.

Si pudiera describir la, belleza de vuestros ojos…


– ¡Darcy! Darcy, ¿vienes? -La voz de Fitzwilliam resonó a través del corredor superior de Rosings, fuera de la habitación de Darcy, atravesando la puerta de caoba. Cuando ésta se abrió, Fitzwilliam apareció elegantemente ataviado para dar un paseo. Darcy enarcó las cejas al ver la imagen que tenía ante él-. ¿Qué? -preguntó Fitzwilliam, mientras su seguridad parecía desvanecerse bajo el silencioso escrutinio de Darcy.

– Me siento muy honrado. -Darcy se inclinó con aire de mofa-. ¡Tanto refinamiento para un simple paseo con tu primo por el parque de una finca! Me había imaginado que te pondrías pantalones de cuero y no ésos hasta la rodilla y una chaqueta lo suficientemente elegante para Londres. Y, por Dios, ¿es un chaleco a rayas?

– Creí que pensarías que no es nada exagerado -replicó Fitzwilliam con tono de haberse ofendido-, teniendo en cuenta que humillaste a Beau Brummell con ese sofisticado nudo de corbata de Fletcher. Además -continuó con indiferencia, mientras entraba en la alcoba a grandes zancadas-, tal vez podríamos ir un poco más lejos y hacer una visita a la rectoría cuando terminemos, ¿qué te parece? Después de esta noche, como ya sabes, ya no veremos más a la Bennet. -Miró a Darcy con el rabillo del ojo-. Y yo, por lo menos, la voy a echar de menos.

– Hummm -había sido toda la respuesta que Darcy se había dignado darle a Richard a propósito de su primera observación, pero la segunda era otro asunto totalmente distinto-. ¿De verdad la vas a echar de menos? -le imprimió suficiente escepticismo a su tono como para hacer que su primo levantara la barbilla.

– Sí, de verdad, Fitz. La señorita Bennet es realmente encantadora.

– Una descripción que le has aplicado a todas las mujeres que han llamado tu atención -dijo Darcy, desafiándolo. ¿Cómo veía realmente Richard a Elizabeth?-. ¿Qué mujer a la que has tenido oportunidad de acompañar no te ha parecido «encantadora» en uno u otro momento, aunque un mes después estuvieras aburrido?

– Ése es un golpe bajo, viejo amigo -repuso Fitzwilliam con el ceño fruncido.

– ¡Pero he dado en el blanco! -replicó Darcy, aunque luego se apiadó de él-. Y no te lo discuto. Sin duda tienes razón en lo último que has dicho.

– Entonces, ¿no crees lo que he dicho al principio? -Fitzwilliam enarcó las cejas y lo miró-. Ya veo. -Se giró un segundo y luego volvió a mirar a su primo-. Como, aparentemente, los dos estamos de acuerdo en que yo tengo más experiencia en estos asuntos, tras haberme sentido «encantado» tantas veces para desilusionarme después -propuso con tono irónico-, también podríamos deducir que he aprendido algo en el proceso.

Darcy inclinó la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo con la suposición.

– Sí, en efecto.

Fitzwilliam asintió a modo respuesta.

– Entonces, te aseguro que, de acuerdo con mi amplia experiencia, la señorita Bennet es algo fuera de lo común. Desde luego, su figura es adorable. Su estilo sencillo, en contraste con los costosos atuendos a los que estamos acostumbrados, sólo la engrandece. Ah, le hace falta un poco de sofisticación urbana por haber vivido en el campo. No puede hablar de todas las pequeñas trivialidades relativas a la vida en Londres, ni participar de los últimos cotilleos, pero eso forma parte de su encanto. Esas cosas constituyen la mayor parte de la supuesta conversación de casi todas las jóvenes que conocemos. Pero es un placer muy grande conversar con una mujer que tiene opiniones sinceras sobre temas interesantes y además sentir que se ha pasado un buen rato.