– Eso es cierto aquí, en el campo, cuando no hay otras mujeres que le hagan competencia -repuso Darcy-. Pero ¿qué pasaría si hubiese otras mujeres, o tú te la hubieses encontrado en alguna reunión en Londres? Mejor aún, ¿qué pasaría si ella fuera a Londres sin ninguna otra recomendación que el hecho de que la viste aquí en Kent: la buscarías, se la presentarías a tus padres?

– ¿Me estás preguntando que si la visitaría? ¡Indudablemente! ¿Si la llevaría al parque o al teatro? ¡Sería un placer! En cuanto a lo otro, dudo que la señorita Bennet recibiera una invitación a ningún evento organizado por la alta sociedad, y se necesitaría una influencia mayor que la mía para que la sociedad se fijara en ella. Detesto pensar en cómo le iría entre las fieras de la ciudad, teniendo en cuenta que, de cara a la opinión general, tiene tan poco que ofrecer.

– Pero, a tus padres, ¿se la presentarías? -insistió Darcy.

– No lo sé. -Fitzwilliam guardó silencio-. ¿Cuándo podrían encontrarse? Supongo que podría lograr que mi madre la invitara a tomar el té, pero eso parecería muy extraño por mi parte, a menos de que tuviera un interés muy particular en esa dirección. -Miró con curiosidad a su primo-. Lo cual no tengo o, mejor, no puedo tener. ¿Es eso lo que quieres insinuarme, que debería ser más prudente? Conozco mi situación, Fitz. ¡Para mi desgracia! -Suspiró-. Creo que si la situación de la señorita Bennet fuera distinta, ellos estarían tan encantados como yo, pero, claro, no soy yo el que tiene que mantener el apellido de la familia. Esa tarea le corresponde a D'Arcy y yo respeto con gusto ese privilegio que le concede la primogenitura. -Soltó una carcajada-. Pero, vamos, primo, ¿estás listo? ¡El rocío ya ha desaparecido y los campos esperan!

– Voy a tener que pedirte que me perdones, Richard. -Darcy negó con la cabeza-. A menos que postergue otra vez nuestro viaje, creo que hay algunos asuntos que requieren mi atención.

– ¡Más «asuntos», Fitz! -Fitzwilliam lanzó un silbido bajito-. Por favor, atiéndelos a la mayor brevedad, porque no creo que pueda soportar otro despliegue de entusiasmo de lady Catherine. Creo que la próxima primavera haré algunos arreglos para no estar disponible. ¿Crees que un destino en España para atacar a Napoleón sea suficiente excusa? Sí, bueno, no lo creo. -Sonrió al oír la risa de Darcy-. Entonces ocúpate de tus «asuntos», mientras yo disfruto del día. ¿Tú crees que si te dejo ahora para que los atiendas, habrás terminado para el sábado?

– Espero tenerlos resueltos esta noche, o como mucho para mañana -le aseguró Darcy-. ¡Ahora lárgate!

– ¡Sí, señor! -Fitzwilliam se llevó el bastón a la frente-. Y si me encuentro con la encantadora señorita Bennet, ¿tiene usted alguna orden, señor?

– No permitas que tu admiración te lleve demasiado lejos. -Sin poder evitar sonar un poco brusco, Darcy desvió la mirada pero, después de respirar para calmarse, continuó-: y trasmítele mis mejores deseos para que tenga un buen día.

– Prometido, viejo amigo. -Fitzwilliam no pareció haberse ofendido-. Te informaré de su respuesta cuando regrese -dijo por encima del hombro, mientras avanzaba hacia la puerta-. ¡Buena suerte con tus «asuntos», Fitz, y buena suerte para mí!

Darcy se dirigió hacia la puerta que Fitzwilliam había olvidado cerrar y oyó cómo los pasos ansiosos de su primo se perdían en la lejanía. Minutos después una puerta pesada se cerró y entonces supo que Richard se había marchado. Lady Catherine había salido temprano con Anne y su dama de compañía, en una misión de benéfica injerencia en la vida de sus vecinos, y Darcy tenía Rosings más o menos para él solo, tal como había deseado. Una creciente excitación se apoderó de él. ¡Sólo era cuestión de horas! ¡Era cuestión de horas! En él anidaban tanto la esperanza como el temor, y esas dos emociones se alternaban en su corazón. Las palabras de Richard también le habían servido de estímulo y advertencia, en la medida en que había admitido la superioridad de Elizabeth, pero había atenuado su opinión con el reconocimiento de la realidad de su mundo. Era posible que su primo lo apoyara, pero Darcy no se hacía ilusiones de que eso sucediera sin cierta reserva. ¿Por qué tiene que ser tan difícil?, se preguntó elevando los ojos al cielo. Se detuvo ante las grandes puertas acristaladas que conducían al jardín y se quedó mirando al vacío. Toda su vida había sido una criatura sometida al deber y había cumplido con sus exigencias sin pensar o quejarse. Ésta era la única vez que quería hacer una excepción. Quería la felicidad, quería el amor. Quería… ¡a Elizabeth! Al instante vio su imagen delante de él, sonriendo de esa manera tan increíblemente fascinante, llenando su mente y los rincones más recónditos de su corazón.


– ¡Lo siento mucho, Fitz! Se me olvidó por completo. -Fitzwilliam puso cara de arrepentimiento al ver la expresión de fastidio de Darcy, cuando le dijo que había pasado una hora en compañía de Elizabeth y no le había transmitido sus saludos-. Pero sí hablamos de ti, lo cual es muy parecido, ¿verdad? -dijo a modo de disculpa, mientras se dirigían a las escaleras.

– ¡Eres un inútil! ¡Eso no se parece en nada! -replicó Darcy.

– Mejor algo que nada. -Richard le sonrió-. Ay, vamos, Fitz. La Bennet estará aquí dentro de un rato y podrás expresarle todos tus deseos en persona. ¡Pero, ten cuidado, será absolutamente necesario que abras la boca! -Darcy fulminó a su primo con la mirada y siguió bajando las escaleras, cada vez más rápido. ¿Ella había hablado de él? Darcy ardía de curiosidad por saber qué le había podido decir Elizabeth a Richard, pero no se atrevió a preguntar, no en esas circunstancias. Si Richard llegaba a tener la más mínima sospecha sobre lo que Darcy pretendía hacer esta noche, estaría pendiente de todos sus movimientos.

Ya había sido suficientemente enervante estar bajo la ansiosa mirada de Fletcher, mientras lo ayudaba a vestir para la velada. Ninguno de los dos había hablado, lo cual era bastante inusual, pero cada prenda había sido colocada y abrochada con la mayor precisión. Los pantalones gris oscuro se ajustaban perfectamente al cuerpo, al igual que el discreto pero elegante chaleco color perla. Darcy se había negado terminantemente a exhibir otra vez el roquet, pero el nudo que Fletcher había hecho en su lugar parecía una obra de arte no menos incómoda. El ayuda de cámara le había ofrecido después la levita, deslizándola por los brazos y sobre los hombros con el mayor cuidado, para evitar cualquier arruga sobre la fina tela negra. Luego se la había ajustado hacia abajo y le había abrochado la doble fila de botones con tanto cuidado que casi no se atrevió a respirar. Fletcher le había pasado el reloj y la leontina, observando atentamente cómo se los colocaba, y enseguida le había entregado no uno sino dos pañuelos.

– ¿Dos, Fletcher? -había preguntado Darcy, rompiendo aquel silencio casi sobrenatural.

– Sí, señor -había contestado el hombre de manera tímida-. Uno para usted, señor, y uno para la dama, en caso de que lo necesite. -Darcy se había limitado a agarrar las dos piezas de algodón sin decir palabra y se las había guardado rápidamente en el bolsillo de la chaqueta, mientras se preguntaba cómo diablos hacía Fletcher para saber esas cosas. Cuando por fin estuvo listo, el ayuda de cámara lo había escoltado hasta la puerta y, después de abrirla, se había inclinado para despedirlo, diciéndole:

– ¡Mis mejores deseos para esta noche, señor Darcy!

– Gracias, Fletcher -había respondido su patrón de manera solemne, y sólo en ese momento el ayuda de cámara lo había mirado momentáneamente a los ojos.

– A su servicio, señor -había contestado Fletcher con voz suave, y tras ver el gesto de asentimiento de Darcy, había cerrado la puerta.

El caballero llegó al final de las escaleras dos pasos delante de su primo y dobló enseguida hacia la derecha, rumbo al vestíbulo y al salón. ¡Ya casi era la hora! Lady Catherine ya estaba presente, sentada en su gran sillón al final de la estancia, al igual que Anne y la señora Jenkinson, que estaban en un diván cercano.

– Darcy -dijo su tía tan pronto lo vio-, tienes que oír esto, ¡aunque no lo vas a creer, estoy segura!

– ¿Su señoría? -Darcy hizo una inclinación, pero no tomó asiento en el lugar que ella le había señalado.

– Uno de los colonos… Fitzwilliam, tú también tienes que oír esto. ¡A uno de mis colonos se le ha ocurrido recurrir a la caridad de la parroquia! Y evidentemente, ya todo el mundo en Hunsford sabe que lo hizo.

– ¡El pobre hombre debe de estar en la miseria! -exclamó Fitzwilliam, pero enseguida recibió una mirada fulminante de lady Catherine.

– ¡No puede estar en la miseria! -protestó lady Catherine, ignorando el juicio de su sobrino-. Es uno de mis colonos y, por tanto, es imposible que le falte nada. Eso le dije el trimestre anterior, cuando el administrador me presentó una solicitud para que se le perdonara la renta. «Lo que lo tiene en esta situación es la falta de trabajo, no la falta de caridad», le dije. «Si le perdono la renta de este trimestre, no tengo duda de que recibiré la misma solicitud el próximo trimestre».

– Pero yo no he visto ninguna solicitud ni su administrador me informó de que hubiese alguna -intervino Darcy con tono de irritación. Si le ocultaban ese tipo de cosas, difícilmente podía hacer algo para solucionarlas, antes de que la situación de los colonos más pobres de su tía se volviera desesperada.

– ¡Claro que no! ¿Por qué tendría yo que tolerar semejante afrenta al apellido De Bourgh por causa de la pereza de un hombre? ¡No lo haré! -exclamó lady Catherine con vehemencia.

– Pero ahora se ha vuelto inevitable, su señoría -replicó Darcy con tono de desaprobación-. El hombre se ha visto obligado a recurrir a la caridad y, como usted dice, «ya todo el mundo lo sabe». ¿De quién se trata?

Durante treinta segundos completos, como le informaría más tarde Richard, Darcy le sostuvo la mirada en silencio a lady Catherine, en espera de una respuesta, pero un grito de la señora Jenkinson dirigido a Anne rompió la tensión.

– No se altere, señorita, y recuéstese un momento. -Al oír estas palabras, lady Catherine abandonó el duelo y se ocupó de su hija, diciendo lacónicamente cuando pasó junto a Darcy: «Broadbelt, Rosings Hill», antes de pedirle una explicación a la dama de compañía de su hija.

La preocupación por Anne hizo que Darcy se acercara al diván, pero cuando se inclinó para preguntar si podía ayudar en algo, su prima lo miró directamente a la cara y, para su sorpresa, le hizo un rápido guiño. Tras salir de su asombro, Darcy ocultó su reacción con una actitud circunspecta y asintió para mostrar que había entendido. Evidentemente, su prima ocultaba más cosas de las que le había revelado durante aquella extraordinaria visita a Kent.

– Me temo que eso significa más «asuntos» para ti -anunció Fitzwilliam, cuando se reunió con él a una buena distancia del ansioso grupo que rodeaba el diván.

– Sin duda -contestó Darcy-. Ya me imaginaba de quién estaba hablando. El pobre hombre tiene la peor tierra de la propiedad y, para terminar de complicar las cosas, tiene una familia enorme y también grandes ambiciones para ellos. Está tratando de enviar a la escuela a todos los hijos que quieran estudiar, lo cual produce estudiantes cansados y trabajadores exhaustos.

– Y menos ingresos. -Fitzwilliam negó con la cabeza-. Tendría que mantenerlos en casa.

– Y lo hace, Richard. Sólo van a la escuela cuando no es época de cosecha, pero él los sigue haciendo estudiar por la noche. Es su parcela. La tierra realmente no es muy productiva.

– ¿Qué se puede hacer?

Darcy suspiró.

– Hablaré con el administrador mañana. -De repente Darcy recordó las visitas dominicales a los colonos en las que lo había embarcado Georgiana el pasado invierno. No pudo evitar sonreír al pensar en la forma en que el sentido Darcy de justicia más femenino, que le había enseñado Georgiana, influiría necesariamente en su reacción ante esta situación. A juzgar por lo que le había visto hacer a ella en Pemberley, Darcy apenas podía adivinar qué sería un auxilio apropiado ante los ojos de Georgiana. Mañana se encargaría del asunto.

El sonido de las puertas del salón detrás de él lo hicieron enderezarse, mientras una mezcla de excitación y pánico recorría su columna vertebral. ¡Elizabeth! De repente el nudo de la corbata le pareció insoportablemente apretado y trató de aflojárselo, al tiempo que daba media vuelta para saludar a los que llegaban. El anciano lacayo anunció a los invitados de lady Catherine con la voz un poco gritona, característica de alguien que está perdiendo el oído.

– El reverendo señor Collins y la señora Collins, su señoría. -Los Collins hicieron su reverencia de saludo, pero Darcy se limitó a asentir rápidamente, buscando con la mirada a Elizabeth en la entrada.