– ¡Oh, Dios! -El dolor era profundo y extinguía todos sus pensamientos, dejando al descubierto todas sus emociones, oprimiendo tanto el pecho que apenas podía respirar. Elizabeth… aulló con todo su ser.
Las piedrecillas del sendero de gravilla que llevaba a la mansión saltaban hacia los lados a su paso, pero sólo se dio cuenta de dónde se encontraba cuando estuvo frente a la escalinata de Rosings. Disminuyó el paso hasta detenerse totalmente, confundido al ver que había llegado tan rápido. Al mirar la fría realidad de los escalones de mármol de la imponente fachada de la mansión, por fin volvió en sí. El instinto de supervivencia se impuso, advirtiéndole que si quería llegar hasta su habitación sin tropiezos tenía que reponerse a esa angustia y mantener el control. Sintió una punzada en el estómago al pensar que tal vez no lo lograra. Subió rápidamente la escalinata y atravesó el umbral, tan obsesionado con la idea de evitar cualquier retraso o que alguien lo viera, que olvidó saludar al viejo criado que había en la puerta, como era su costumbre. En unos segundos atravesó el vestíbulo y se dirigió escaleras arriba, pero al llegar al primer rellano y doblar, oyó que lo llamaban:
– ¡Darcy! -La llamada de Richard era demasiado clara para fingir que no había oído. Se detuvo y se volvió con la mirada perdida hacia su primo, cuya inoportuna aparición sólo podía significar que lo había estado esperando-. ¿Fitz? -Fitzwilliam lo miró con preocupación y una nota de incertidumbre en la voz-. ¿Va todo bien?
– ¿Bien? -repitió Darcy, sin poder establecer al principio ninguna relación entre esa palabra y su estado; pero luego le entraron ganas de reír por la ironía. Por Dios, ¿podría volver a ir todo bien verdaderamente alguna vez?-. Supongo que sí, pero tienes que disculparme. -Dio media vuelta y siguió escaleras arriba, antes de que su primo dijera nada más. La humillación de recibir la compasión de Richard sería lo mismo que añadir otro carbón ardiente a la boca de su estómago; ¡preferiría pegarse un tiro!
El corredor que conducía a su habitación estaba vacío y, en unos segundos, Darcy estuvo ante su puerta y entró de inmediato para sentirse a salvo. Cerró los ojos y se recostó contra la sólida puerta de caoba, mientras sus piernas amenazaban con ceder al fin a la angustia que lo consumía. Usted no habría podido ofrecerme su mano de ningún modo. Se mordió el labio para acallar el gemido que brotó de su pecho. ¡Nadie, nadie debía verlo en ese estado! Aguzó el oído para saber si habría alguien en el vestidor, pero todo estaba en silencio, sólo se oía el tictac del reloj colocado sobre la repisa de la chimenea.
Se alejó de la puerta y se dirigió hacia el bonito reloj. ¿Sería posible? Miró las manecillas con incredulidad. ¿Sólo había pasado poco más de una hora desde que había abandonado aquella misma habitación lleno de esperanzas? Arrojó el bastón y el abrigo sobre un sillón y el sombrero y los guantes cayeron poco después. ¡Una hora! Darcy resopló con amargura. Tiempo más que suficiente para acabar con los sueños de un hombre.
De pronto le dio la espalda al reloj y entró en la alcoba, tratando de de desabrocharse la chaqueta y deshacerse el nudo de la corbata. Tiró de ella de forma brusca, desenrollándola totalmente, y la puso sobre una mesa, al tiempo que disminuía el paso hasta quedarse inmóvil en el centro de la habitación. ¿Qué iba a hacer?, se preguntó. Miró a su alrededor, hacia ese orden frío y remoto que era su vida, como si la respuesta estuviera allí, esperando ser descubierta. Sintió una oleada de repulsión. ¡Qué sensación de inutilidad! Había alimentado asiduamente sus pretensiones incluso mientras presenciaba la vergonzosa extinción de una decisión que alguna vez había sido honorable, y lo que único que deseaba en aquel momento era deshacerse de ella. Avanzó hacia la campanilla con intención de llamar a Fletcher para que comenzara a hacer el equipaje, cuando se dio cuenta de que eso sería absurdo. Estaba anocheciendo; el sol ya había desaparecido en el horizonte. Y hacer una demostración tan evidente de sus deseos de huir iría totalmente en contra de la intención de mantener ante el mundo una fachada de indiferencia, a toda costa.
¿Indiferencia? Un estremecimiento recorrió su cuerpo, haciéndole caer sentado en el borde de la cama, mientras hundía la cabeza entre las manos. ¿Podía ser indiferente ante semejante pérdida? ¿Indiferente al vacío que sentía en su corazón? ¿Cómo podría continuar, pretender que Elizabeth sencillamente no existía para él, cuando ella había llegado a definir todas sus esperanzas hacia el futuro? Se derrumbó sobre la cama, rozando su mejilla con el áspero brocado de la colcha, y se quedó mirando el dosel que se extendía sobre su cabeza. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podría ofrecerle ahora la vida?
¡Su arrogancia! Darcy frunció el ceño, cuando la acusación de Elizabeth fustigó su memoria como un látigo. ¡Su vanidad! Sacudió la cabeza. ¿Cómo era posible? Él siempre había aborrecido semejantes demostraciones; sin embargo, ésa era la opinión que Elizabeth tenía de él. ¡Ella lo había despreciado, había criticado todo lo que se refería a él desde el comienzo! Injusto… ruin -la letanía no se detenía-. El hombre que ha sido el culpable de arruinar la felicidad de una hermana muy querida.
– ¡No! ¡No es cierto! -estalló Darcy. La fuerza de su indignación lo hizo incorporarse, mientras su conciencia se alzaba ante la injusticia de la acusación de Elizabeth. Como si fuera habitual que se burlara de la dignidad y las esperanzas de los demás, y en especial de aquellos que estaban por debajo de él socialmente. Darcy debía haberle respondido, debía haberle planteado el asunto de su hermana tal como él lo había observado de manera rigurosa. Él había tenido buenas y suficientes razones para disuadir a Bingley de su peligrosa decisión, razones que se apoyaban en una convicción imparcial, no en un capricho o un interés particular. ¿Por qué no se había hecho oír por encima de los miserables balbuceos de su orgullo herido?
Se levantó de la cama, se dirigió a la ventana y se apoyó contra el marco. ¿Por qué? Porque el ataque de Elizabeth lo había dejado sin palabras, primero a causa de la impresión y luego debido a una rabia que todavía hervía peligrosamente en su sangre. ¡Ruin! ¿Y ella cómo se había comportado? ¡Había atribuido cada una de sus acciones a la maldad o al capricho!
– ¡Por Dios! -Golpeó la ventana con tal fuerza que el cristal se sacudió en el marco. Dio media vuelta, fue hasta la delicada licorera de cristal, la agarró y le sacó el tapón. El líquido color ámbar cayó dentro del vaso de cristal tallado, derramándose por los lados hasta formar un charco sobre la mesa. Colocó el tapón de nuevo en su sitio y se llevó el vaso a los labios, al tiempo que volvía a pasearse de un lado a otro.
¿Así que le parecía que él era arrogante y vanidoso? ¿Qué sabía ella de la alta sociedad? ¡Casi nada! No podía tener la menor idea de cómo era su vida o qué cosas le exigían su posición, su familia y sus relaciones. ¡Los círculos sociales provincianos y el modesto entorno del que ella procedía no podían compararse ni remotamente con el ambiente en el que él había nacido! Volvió a llevarse el vaso a los labios, se limpió la boca con el dorso de la mano y dejó el vaso sobre la mesa de un golpe. ¿Y cómo había sido el comportamiento de Elizabeth hacia él? Ella había bromeado y debatido con él, había aceptado sus atenciones, había alentado de diferentes formas la idea de que estaba a la espera de su declaración, ¡sólo para arrojarle a la cara sus sinceros sentimientos y todas las cosas que él le había ofrecido! Darcy ardía de rabia por la humillación que había sufrido. Se recostó contra la pared, con la cara encendida por la ira. ¡Un Darcy de Pemberley, despreciado como un maldito vagabundo, cuando él estaba dispuesto a confiarle todo lo que era! ¿Quién era ella para tratarlo así, para despreciarlo de esa manera? ¿Con qué derecho lo acusaba de toda una serie de horribles ofensas? La respuesta no tardó en llegar.
Su modo de ser quedó revelado por una historia que me contó el señor Wickham hace algunos meses.
– ¡Wickham! -El odiado nombre resonó en su interior, hasta estallar finalmente en un rugido de rabia que hizo que los desordenados pensamientos de Darcy se concentraran en uno solo y su puño golpeara la pared. ¡Wickham! ¿Quién, que conozca las penas que ha pasado…? El caballero pareció atrapar esa idea entre su puño, al tiempo que comenzaba a pasearse otra vez. ¡Quién, que conozca! Fuesen cuales fuesen las «penas» que Wickham había inventado para los oídos de Elizabeth, y de las cuales había culpado luego a Darcy, le habían hecho un daño irreparable a su nombre. Su reputación había sido difamada groseramente y ¿para qué? ¿Para que Wickham pudiera congraciarse con los habitantes de un pueblo remoto y ganarse unas cuantas rondas de cerveza? ¿Qué demonio lo había impulsado a desplegar sus mentiras ante Elizabeth?
– ¿Señor Darcy?
Darcy se dio media vuelta al percibir la desagradable intrusión y le lanzó a su ayuda de cámara una mirada de odio.
– ¡Fletcher! ¿Qué hace usted aquí? -preguntó con brusquedad-. No le he llamado.
Su ayuda de cámara lo miró, y la expresión de sorpresa pareció ocultarse bajo la preocupación que cubrió su rostro.
– Perdón, señor, pensé que… es decir, acabo de oír que usted había regresado y…
– ¡Ahórreme sus reflexiones, por favor! -exclamó Darcy, pronunciando cada palabra con rabia-. Esta noche no le necesito. ¡Déjeme solo!
Fletcher se puso pálido.
– S-sí, señor -farfulló, haciendo una inclinación y deslizándose rápidamente hacia el vestidor, pero Darcy ya había dado media vuelta, pues su mente estaba otra vez fija en el único cargo de aquella terrible debacle del que sabía que era totalmente inocente.
¡Esto no puede quedar así!, declaró su honor con fervor. Si había algo acerca de ese día de lo que estaba seguro, era que debía descubrir las mentiras de George Wickham que ponían en tela de juicio su honorabilidad y reivindicar su nombre. El orgullo le impediría responder a todos los cargos de Elizabeth, pero en nombre de la justicia, debía aclarar aquellos basados en las falsedades y las insinuaciones de Wickham para dejarlos al descubierto como la calumnia que eran.
Pero ¿cómo podría hacer eso? Estiró el brazo, aferrando el vaso de brandy al pasar. Era poco probable que pudiera tener una entrevista privada después de lo que había pasado entre ellos, y la idea tampoco le atraía. Mientras bebía el brandy, su mirada recorrió la habitación, hasta que, finalmente, se detuvo sobre el escritorio y el papel que descansaba sobre él. ¡Una carta! ¿Pero acaso la cortesía no exigía que él se la pusiera en las manos personalmente y en privado? Darcy abrazó una de las columnas de la cama, mientras su corazón parecía volver a la vida. Una carta de descargo, entregada personalmente…
Soltó la columna, se dirigió al escritorio y se dejó caer sobre la silla, al tiempo que sacaba una hoja grande. Abrió el tintero, rebuscó entre las plumas y lápices hasta encontrar una que le gustara y la mojó en la tinta. Escribió el nombre de Elizabeth en la parte superior de la hoja, con una letra cuidada, y luego se detuvo y se recostó contra el respaldo de la silla. Hacía sólo unas horas le habría parecido impensable lo que estaba a punto de hacer. En realidad, nunca había pensado en plasmar sobre el papel ninguna de sus experiencias con Wickham, pero ahora se proponía hacerlo y, más aún, ¡se proponía hacerlo ante los ojos de una mujer que no tenía ninguna relación con su familia ni interés en sus preocupaciones!
Dejó la pluma sobre el papel. La magnitud de lo que pensaba hacer se enfrentaba a la indignación de su alma. Su honor requería -no, exigía- que él le demostrara su inocencia a Elizabeth, pero para hacerlo tendría que confiarle la reputación de la persona más próxima a su corazón después de ella. ¡Georgiana! Su corazón se contrajo de dolor al pensar en el peligro en que estaría poniendo a su hermana. Una simple enumeración de las conductas habituales de Wickham no sería suficiente para sus propósitos, y tampoco un relato vago acerca de cómo había sido atrapado con una jovencita anónima. Una historia semejante sólo sería considerada producto de simples rumores. No, tendría que contarle la verdad completa y dolorosa e implicar a su primo como testigo para corroborarla. Ella, que lo había juzgado tan mal y tan severamente, se enteraría por su propia mano de algo tan grave que él se había empeñado en ocultar a todo el mundo.
Cerró los ojos para olvidarse de todo y consultar únicamente a su corazón. Hacía unas horas estaba dispuesto a entregarle a Elizabeth todo: su alma, su casa, su gente, su honor… Y ahora, a pesar de todo, ¿seguía confiando en ella? Se inclinó hacia delante, recorriendo con su mirada el nombre de Elizabeth escrito en la parte superior de la hoja. Luego respiró profunda y decididamente, empuñó otra vez la pluma y volvió a mojarla en el tintero.
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