Brougham también se enderezó y señaló al perro.

– No me sorprende que tenga modales tan poco respetables. Lo atormentas de manera miserable, Darcy. ¡Me ha costado todo el viaje hasta aquí hacer que se comportara con un poco de decencia!

– ¿ te has encargado de traerlo hasta aquí? -Darcy miró a su amigo con asombro, pero tras recuperarse añadió-: ¡Y yo no lo atormento! -El gemido de Trafalgar amenazó con convertirse en un aullido intolerable.

– ¡Entonces, acaricia a ese pobre animal antes de que haga algo terrible! -dijo Brougham arrastrando las palabras y, sin ser invitado, se arrellanó en uno de los cómodos sillones del estudio.

Después de lanzarle a su amigo una mirada cargada de irritación, Darcy se agachó para acariciar la cabeza de Trafalgar y tirarle suavemente de las sedosas orejas.

– ¡Monstruo! -le dijo al perro con afecto. Éste le respondió con un suspiro tembloroso y un lánguido lametón en la mano. Sonriendo, Darcy se levantó y, seguido de cerca por su perro, se sentó frente a Brougham. Cuando su amo tomó asiento, Trafalgar se acomodó tan cerca de las botas de Darcy como era apropiado y levantó la cabeza para mirar a su compañero de viaje con una actitud próxima a un triunfante desprecio.

– ¡Ja! -exclamó Brougham al notar la traición de su protegido-. Ya veo que me estás poniendo en mi lugar: ahora desprecias airosamente mi compañía, como si fuera una institutriz cuyos estudiantes son llamados a presentarse ante su padre. ¡Debería darte vergüenza! -Esta última exclamación de Brougham fue respondida con un resoplido de desprecio y su acusación de «¡Ingrato!» provocó un bostezo, mientras el animal se acercaba más a las piernas de Darcy.

– ¿ lo trajiste desde Pemberley? -repitió secamente Darcy, interrumpiendo el intercambio de insultos-. ¿Por qué demonios decidiste hacer semejante cosa?

– Me pareció lo más apropiado. -La mirada de Brougham se apartó de Trafalgar para concentrarse en Darcy-. Supe por tu carta a la señorita Darcy que regresarías el sábado y supuse que querrías tener un reencuentro privado. Como me vi obligado a suspender una excursión a Escocia que había planeado antes de que aplazaras tu regreso de Kent -continuó Brougham, lanzándole a Darcy una curiosa mirada que éste se propuso ignorar-, decidí partir justo antes de que volvieras y le pregunté a tu hermana si había algo que pudiera hacer por cualquiera de vosotros durante mi corta estancia. La señorita Darcy mencionó que seguramente te gustaría que te enviaran a tu sabueso tan pronto como regresaras. Así que, con su ayuda, obtuve la autorización de Hinchcliffe y la promesa de guardar silencio sobre mi sorpresa. Luego me detuve en Derbyshire, de regreso de Escocia, para recoger al inquieto Trafalgar. -Brougham se recostó en el sillón-. Los dos disfrutamos de un viaje muy instructivo. Supongo que sabes que «monstruo» es un nombre bastante apropiado, Darcy. Debido al execrable comportamiento de tu indisciplinado animal, mi reputación en la posada Hart and Swan de la carretera del norte ha sufrido un grave deterioro.

Darcy se mordió el labio, mientras su mano ardía en deseos de darle una caricia de aprobación a la impenitente cabeza de Trafalgar; pero tenía algo más urgente que agradecer y una advertencia que hacer.

– Debo agradecerte la dedicación con que has cuidado a mi hermana. Parece que has cumplido mi encargo con asombrosa diligencia, porque, desde mi regreso, Georgiana no ha hablado más que de ti.

– Ah -respondió Brougham-, ya veo. -Con los codos apoyados sobre los brazos del sillón, entrelazó los dedos debajo de la barbilla y miró a Darcy fijamente-. ¿Tienes alguna objeción con respecto a mis atenciones hacia la señorita Darcy? Pensé que veías con buenos ojos todo lo que yo pudiera hacer por ella para acceder a la vida social.

– Sería un tonto si no lo hiciera -repuso Darcy con tono sereno-, pero ella es muy joven, Dy, y tú haces el papel de galán extremadamente bien.

El rostro de Brougham se ensombreció de repente.

– ¿Me estás acusando de burlarme de la gentileza de la señorita Darcy?

– No, no te estoy acusando. -Darcy le lanzó a su amigo una mirada penetrante-. Sólo estoy señalando que ella es muy joven y recordándote la facilidad con que una jovencita puede llegar a creer que está enamorada. -Al oír eso, Brougham se levantó del sillón y, visiblemente agitado, se dirigió hasta el otro extremo del salón. Darcy lo miró con asombro. Dy se quedó quieto durante un instante, dándole la espalda a su amigo; luego se dio la vuelta, con el rostro relajado y la expresión de despreocupación que Darcy veía cada vez que estaban con más gente.

– ¡Desde luego, Darcy, es muy apropiado y correcto que me hagas esa advertencia! He tomado nota y me comprometo a que la señorita Darcy nunca tenga razones para creer semejante cosa. Te aseguro que ella está a salvo conmigo y de mí; y aquí tienes mi mano como muestra de la seriedad de esta promesa. -Dy tendió su mano, que Darcy estrechó con alivio, después de ponerse en pie-. Pero creo que es mi deber advertirte también algo a ti, viejo amigo -agregó Brougham.

– ¿Sí? -preguntó Darcy con cautela.

– La señorita Darcy posee muchas virtudes admirables. Es muy consciente de tu preocupación y generosidad; pero ella ya no es una niña, amigo mío. Ten cuidado de no tratarla como tal, o de subestimar su inteligencia, porque ella tiene una fuerza interior que todavía no has descubierto.

– ¿Ah sí? -replicó Darcy con arrogancia-. ¿Así que ahora resulta que puedes jactarte de enseñarme cómo tratar a mi hermana y a mi perro? -Ante la mención de la palabra «perro» y el gesto que hizo su amo hacia él, Trafalgar también se levantó y, colocándose junto a Darcy, miró a su invitado con la misma actitud altiva.

– ¡Ni lo sueñes, viejo amigo! -Dy se rió-. ¡Eso no tendría ningún sentido! -El reloj del estudio dio la hora y los tres se giraron a mirarlo-. Hoy vais a ver el retrato de la señorita Darcy terminado, ¿verdad? -preguntó, cuando se desvaneció el eco del reloj-. Me sentiría honrado si me permitieras acompañaros, porque confieso que me gustaría mucho verlo.


¡Por fin estaba solo! Apoyado contra la puerta que conducía al vestidor, Darcy oyó a Fletcher ultimando los preparativos para la mañana siguiente y cómo se marchaba finalmente a descansar. Cuando oyó cerrarse la puerta de servicio, bajó la guardia que había jurado mantener, con la sensación de alivio de un hombre al que lo liberan del deber de contener el viento. El entusiasmo por aquella súbita liberación fluyó a través de su cuerpo y, durante un breve instante, la tensión del pecho pareció disminuir. Por un momento pudo respirar profundamente y creer que era una noche como cualquier otra. Luego los recuerdos de Elizabeth volvieron a su mente de la misma forma que acudían cada noche desde su regreso de Kent, tan pronto como se quedaba solo; y la virulenta mezcla de rabia y angustia que invadía su corazón y que lograba reprimir durante el día, pudo verse claramente dibujada en cada uno de sus rasgos.

Envolviéndose en su bata, avanzó hacia la chimenea y tomó asiento en el sillón más próximo al fuego. Era un abril bastante frío y todavía era necesario encender el fuego por las noches, así que estiró los pies enfundados en sus zapatillas para disfrutar del calor. Dios sabía que él no tenía ni una gota de calor en el cuerpo. No, según la señorita Elizabeth Bennet, era un villano frío y sin sentimientos, que gozaba haciendo daño a hombres virtuosos y destruyendo las esperanzas de doncellas, allí donde se posara su desdeñosa mirada. Miró al sillón que estaba al otro lado de la alfombra que adornaba el suelo frente a la chimenea y supo que, si cerraba los ojos, podría verla a ella allí, sonriendo. Sonriendo con una actitud de reproche, pensó y sacudió lentamente la cabeza.

– No, señorita Bennet, no la quiero a mi lado para que haga una lista de mis múltiples defectos.

La mirada de Darcy se deslizó hacia la botella de brandy que había junto a él. No, el calor que encontraría allí era tentador, y la inconsciencia que le produciría, todavía más; ¡pero preferiría morirse antes que permitir que Elizabeth lo llevara a beber y a convertir su vida en un melodrama! ¡Su vida! Su vida había ido perfectamente hasta que a Charles Bingley se le había ocurrido la idea de alquilar una casa en el campo y luego había convencido a Darcy para que supervisara su transformación en un miembro de la clase terrateniente. ¿Por qué había tenido que aceptar? ¿Por compasión? ¿Por aburrimiento? Si no hubiese sucumbido a las peticiones de Bingley, no habría llegado a poner un pie en Hertfordshire el otoño anterior. Y así no habría conocido… a Elizabeth. Aquella idea le produjo un agudo dolor en el pecho. Porque, incluso ahora, ¿podría afirmar que nunca habría querido conocer a Elizabeth, la primera y, tal vez, la única mujer que era capaz de atraerlo en cuerpo y alma, que podía colocarse alegremente ante él para desafiarle y aun así despertar su admiración y su deseo?

– Elizabeth -gruñó Darcy, colocando su cabeza entre las manos. En Kent ella había dado muestras aparentes de aceptar sus atenciones. Sus visitas a Rosings habían sido animadas y se había comportado amablemente con él. Sí, a veces lo había molestado, pero él sabía que ésa era su manera de ser. Había recibido con una carcajada escandalizada la observación de que, a veces, se complacía sosteniendo opiniones que, de hecho, no eran suyas, pero no lo había negado. Por la forma de enarcar las cejas, Darcy pensó que ella parecía haber encajado el «golpe». Sus paseos habían transcurrido casi formalmente. Poco se habían dicho, era cierto; pero lo que él pretendía era que ella leyera en sus acciones, y no le había dado razones para creer que estaba equivocado en sus progresos.

Se recostó contra el respaldo del sillón, se frotó los ojos y se pasó una mano por el pelo, mientras luchaba mentalmente por armar todas las piezas del rompecabezas que era Elizabeth Bennet. Al menos ya no podría atacarlo con la historia de Wickham. La carta que él le había escrito debía haber descartado esos cargos. Aunque ella no pudiera soportarlo, al menos él podía encontrar un cierto consuelo en eso. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y se quedó mirando fijamente el fuego. Si Elizabeth hubiese sabido la verdad acerca de Wickham, si hubiese interpretado bien su tácita disculpa por despreciarla durante su primer encuentro, ¿habría cambiado la opinión de que él sería el último hombre en el mundo con quien podría casarse? ¡Por Dios, esas palabras todavía lo herían como si fueran un cuchillo! Para ella, él era el último hombre; para él, ella parecía ser la única mujer. ¿Acaso el destino podría haber ideado una ironía más perfecta, o hacerlo sentir más ridículo?

Se levantó del sillón. Las brasas se estaban apagando, lo mismo que los carbones del brasero que estaba calentando la cama. Si no se acostaba pronto, no podría dormirse antes de que todo se congelara. Se quitó la bata, sacó el brasero de la cama y se deslizó entre las sábanas. ¿Habría marcado alguna diferencia el hecho de que Elizabeth supiera la verdad? Darcy cerró los ojos para no pensar en la pregunta, pero enseguida la vio esgrimiendo su otra acusación. No, no habría ninguna diferencia; porque ¿no había sido el culpable de «arruinar la felicidad» de una hermana muy querida? Darcy gruñó, se acostó de lado, agarró una almohada y hundió la cara en ella. ¡Basta… basta por esta noche! La única esperanza de alivio era dormir sin soñar, pero aparentemente lo único que la providencia juzgaba apropiado para él era una miserable noche llena de sobresaltos y pesadillas.

Cuando Fletcher entró a la mañana siguiente para correr las cortinas, Darcy sintió deseos de maldecirlo, por un lado, por despertarlo, y por otro, de darle las gracias por poner punto final a la perturbadora danza de fantasmas que lo había atormentado toda la noche. Decidió no hacer ninguna de las dos cosas porque no supo cuál elegir. En vez de eso, se incorporó con dificultad y puso los pies en el suelo, mientras el reflejo de la luz que entraba a raudales por la ventana le hería los ojos. ¿Cómo podía haber tanto sol? Estaba en Londres, ¿no? Entrecerró los ojos y miró el desorden que había causado en su cama la inquietud de la noche. Las criadas encargadas de arreglarla tendrían mucho que hacer, porque parecía como si Darcy se hubiese enfrentado a alguien en un combate a muerte. Al levantar la mirada, alcanzó a ver a Fletcher contemplando el cataclismo con la boca abierta.

– L-le ruego que me perdone, señor -tartamudeó, cuando se dio cuenta de que Darcy lo estaba mirando-. ¿Desea que lo afeite ahora, señor? -Enseguida desvió la mirada.