– ¡Sylvanie, querida! -La exclamación de sir John O'Reilly los hizo detenerse-. ¿Qué va a hacer con Darcy? ¿Lo va a reservar para usted toda la noche?

– ¡O'Reilly! -dijo Sylvanie con asombro-. ¿Entonces ustedes dos ya se conocen?

– ¡Claro! Monmouth nos presentó cuando llegó. -Hizo una pausa y rozó con los labios la mejilla de Sylvanie-. ¡Tengo el honor de ser su amigo más antiguo aquí! ¿No es verdad, mi querido muchacho? -O'Reilly volvió a hacerle un guiño, moviendo sus pobladas y canosas cejas. Si Sylvanie era la reina de las hadas, O'Reilly era un duende de gran tamaño, aunque Darcy sospechaba que su tesoro residía en su lengua de plata y no en un baúl enterrado y lleno de oro.

Sylvanie soltó una carcajada.

– Entonces tal vez no le moleste encargarse de presentarle a algunos invitados, porque ahora tengo que ocuparme de Moore y de nuestro pequeño espectáculo. Pero espero que lo cuide bien -le advirtió Sylvanie-, porque volveré a reclamarlo cuando termine. -Sylvanie les hizo un gesto de asentimiento, pero obsequió a Darcy con una ligera caricia de sus dedos antes de retirar la mano y abrirse paso con elegancia entre los corrillos de invitados.

– Supongo que eso significa que ella lo querrá encontrar sobrio, ¡qué lástima! -Sir John suspiró con dramatismo-. Ah, bueno, al mal que no tiene cura, ponerle la cara dura. ¡Oiga! -Detuvo a un criado y, tras agarrar dos whiskys de la bandeja, le dio uno a Darcy-. ¡Por la tolerancia! -dijo, haciendo un brindis y bebiendo un buen trago del licor.

– ¡Por la tolerancia! -repitió Darcy, levantando también el vaso. Hacía algún tiempo que no bebía una cantidad tan considerable de whisky y el que servían allí era bastante fuerte. El licor le quemó la garganta, pero al menos esta vez no se le inundaron los ojos de lágrimas. Bajó el vaso y posó la mirada en sir John, que sonreía.

– ¿Mejor esta vez, no? -Luego hizo un gesto circular hacia el salón, mientras el whisky se sacudía peligrosamente en el vaso-. ¿Conoce a mucha más gente aquí?

– A casi nadie -contestó Darcy-. Monmouth y yo somos amigos desde la universidad. Conocí a Syl… a lady Monmouth mientras visitaba a sus hermanos en Oxfordshire, en enero pasado. A Moore lo he oído cantar antes, claro, pero no lo conozco.

– ¿Le gustaría conocer a alguien en particular? -Sir John terminó su vaso y buscó un lugar donde dejarlo.

– No estoy seguro. -Darcy vaciló mientras observaba a la concurrencia, antes de recordar el curioso incidente sucedido unos instantes antes-. Sí, Bellingham. -Darcy miró a sir John y, cuando este comenzó a inspeccionar el salón con la mirada, le dijo-: Ya se ha ido, pero tal vez usted pueda explicarme algo que él ha dicho.

– ¿Algo que ha dicho ahora? -El tono de O'Reilly pareció enfriarse-. Me parece que Bellingham dice demasiadas cosas.

– En realidad fue una pregunta, que aparentemente yo no entendí, pues se ofendió mucho al oír mi respuesta.

– ¿Qué tiene usted en la mano? ¿Sería ésa la pregunta? -Al ver el gesto de sorpresa y confirmación de Darcy, O'Reilly desvió la mirada y maldijo en voz baja-. ¿Y usted qué le contestó?

– Que tenía una copa de vino… -O'Reilly casi se ahoga al oír su respuesta-. Lo cual era cierto. Pero él estaba esperando algo más, ¿no es así?

– ¡Ah, claro! -O'Reilly levantó los ojos al cielo y luego sacudió la cabeza-. Siendo un hombre inteligente, usted habrá observado que la mayor parte de los asistentes a esta reunión son de origen o inclinación irlandesa. Él estaba poniendo a prueba sus simpatías, para ver hacia dónde se dirigían, y «una copa de vino» ¡no era la respuesta correcta!

– Sí, eso lo dejó bien en claro -repuso Darcy-. Pero…

– Ah, ahí está nuestra querida Sylvanie con Moore -interrumpió sir John, llamando la atención de Darcy hacia la puerta. En efecto, allí estaba Sylvanie, encantadora con su arpa en los brazos y el gran Moore a su lado. La multitud se separó para permitirles colocarse en el centro del salón, mientras los aplaudían-. Venga, Darcy. -Sir John depositó su vaso, agarró otro par de vasos de una bandeja y le pasó uno a él. Cuando el caballero miró a su alrededor, vio que los camareros estaban entregándole vasos idénticos a todos los presentes y que todo el mundo se ponía en pie-. ¡Ahora espere a oír el brindis! -Sir John le dio un codazo e hizo un gesto con la cabeza para señalar a su anfitriona y al famoso invitado, mientras el salón quedaba en silencio.

Sylvanie se acomodó el arpa en un brazo, se echó hacia atrás los tirabuzones que caían seductoramente sobre el hombro y aceptó, al igual que Moore, el vaso que le ofrecía un camarero. La expectación que se apoderó del salón despertó la curiosidad de Darcy, mientras toda la atención se centraba sobre ellos. De repente Sylvanie levantó su vaso.

– ¿Qué tienes en la mano? -preguntó.

– ¡Una rama verde! -respondieron atronadoramente todos los presentes en el salón, levantando a su vez el vaso.

– ¿Dónde nació? -dijo Moore, que dio un paso al frente y levantó también el vaso.

– ¡En América! -fue la respuesta al unísono. Darcy bajó la mirada hacia su vaso con consternación, sin saber exactamente qué debía hacer. Sintió que debería saberlo, debería tomar una decisión y luego ponerla en práctica; pero no sabía por dónde empezar.

– ¿Dónde floreció? -gritó sir John, parado al lado de Darcy.

– ¡En Francia! -La respuesta cortó el aire. Luego todo volvió a quedar en silencio y todos los ojos se volvieron hacia la anfitriona.

Sylvanie recorrió lentamente el salón con sus ojos grises. Todos estaban con ella, de eso Darcy no tenía duda. Ella los tenía en la palma de la mano, con delicadeza pero con firmeza, mientras se erguía con salvaje belleza delante de todos. Una expresión de exaltación cruzó lentamente por la cara de la dama, haciendo que Darcy recordara imágenes de su conversación en el castillo de Norwycke. Poder, había dicho ella la última vez que Darcy había visto esa expresión, el poder que se siente al subirse en la cima de la pasión, ésa es la vida que merece la pena vivir. ¿Acaso ella lo había probado con su propia experiencia? Cuando Sylvanie volvió a levantar el vaso, su voz tronó como un rayo súbito en medio del silencio.

– ¿Dónde la vas a sembrar?

– ¡En la corona de Gran Bretaña! -El rugido recorrió el salón y un centenar de vasos llenos de whisky irlandés se vaciaron al instante.

– ¡Ahora, muchacho, ahora! -O'Reilly invitó a Darcy a beber, mientras se secaba los labios con el dorso de la mano-. ¡Ah, una visión magnífica! ¿No?

Darcy asintió con la cabeza.

– Sí, así es. -Darcy levantó el vaso y brindó con ella. Por ti, Sylvanie, dijo para sus adentros, y tu pasión por la vida. En ese momento, un camarero se acercó a sir John con una bandeja sobre la cual el hombre depositó su vaso vacío. Al verlo, Darcy se llevó su bebida a los labios, pero el criado se volvió bruscamente hacia él y le tiró el vaso de la mano. Los tres hombres soltaron una exclamación mientras el pesado vaso caía al suelo con un golpe seco.

– ¡Perdón, señor! -El criado bajó la cabeza mientras se disculpaba y luego se agachaba para recoger el vaso. Darcy frunció el ceño al ver la espalda ancha del hombre mientras secaba la alfombra y reconoció que era el mismo criado que le había llamado la atención hacía un rato. El hombre estaba mirando hacia abajo, como le correspondía cuando estaba en presencia de sus superiores, pero Darcy seguía percibiendo algo en él, tal vez sus movimientos, que le resultaba muy familiar. En ese instante, el criado se levantó y, dándole la espalda a Darcy, procedió a atender a sir John, que se estaba limpiando las gotas de whisky que le habían saltado al chaleco.

– ¡Tenga cuidado, hombre! -exclamó sir John furioso, contrariado por los inútiles intentos del hombre por remediar la situación.

– Sí, señor -respondió el criado y luego añadió en voz más fuerte-: ¡Excelente consejo, señor!

– ¿Qué? -preguntó sir John, anonadado por la impertinencia del hombre, pero el criado ya estaba haciendo una reverencia y luego se perdió con la bandeja entre la multitud-. ¡Sinvergüenza descarado! -le comentó O'Reilly a Darcy, que se quedó inmóvil un momento, mirando al hombre con incredulidad. ¡Esa voz! ¡No podía ser… Darcy se puso de puntillas, tratando de seguir el rastro del hombre a través del salón, pero ni siquiera su estatura le permitió ver con claridad a su presa.

– ¡Tendrá usted que disculparme, O'Reilly! ¡Perdón! -balbuceó y dio media vuelta, pero sir John lo agarró del brazo.

– ¿Adónde va, muchacho? Sylvanie querrá saberlo -le preguntó.

– No lo sé. -Darcy se giró a buscar al criado con desesperación-. ¡Tendrá que excusarme! -Se zafó y salió corriendo en la misma dirección que había tomado el camarero, esquivando a los otros criados e invitados que se movían por el salón. Por fin alcanzó la puerta y se deslizó al corredor, que también estaba lleno de gente. Mirando por encima de las cabezas de la concurrencia, alcanzó a ver al hombre cuando se metía por un pasadizo que había al fondo del pasillo. El hombre vaciló y luego, como si hubiera tomado una decisión, se dio la vuelta para mirarlo directamente. ¡Confirmado! Darcy no sabía si entregarse a la sensación de triunfo, de rabia o de curiosidad, pues las tres luchaban por apoderarse de él mientras avanzaba hasta la última puerta del corredor. Cuando por fin se libró de la multitud, apresuró el paso, no sólo para alcanzar su objetivo sino también porque el hombre parecía pedirle que lo hiciera.

– ¿Qué demo…? -comenzó a decir, pero el supuesto criado lo miró con severidad y tiró de él para que cruzara el umbral; luego cerró la puerta con sigilo. Darcy dio varios pasos dentro de la habitación y se giró bruscamente para mirar al camarero-¡Por Dios! ¿Qué diablos estás haciendo aquí fingiendo que eres un criado, Dy?

– ¿Te molestaría hablar en voz baja? ¡Estás gritando como un animal! -Brougham volvió a mirarlo con aire de censura, lo cual hizo que Darcy cruzara los brazos sobre el pecho y le respondiera con una mirada similar. Lord Brougham ignoró aquel gesto y revisó nuevamente la puerta, para asegurarse de que nadie los oyera o los molestara.

– ¡Tú me estás siguiendo! -lo acusó Darcy-. De todos…

– No, yo no te estoy siguiendo -replicó Dy rápidamente, luego se retractó y añadió-: No exactamente. Lo que pasa es que ya me había comprometido a venir aquí esta noche, antes de que tú permitieras que Monmouth te obligara a aceptar su invitación; ¡aunque la idea de ponerte un vigilante no es tan mala! ¡Por Dios, Darcy, te advertí que te mantuvieras alejado y tú vas y te metes precisamente en la boca del lobo!

– ¿Meterme en qué? ¡Estás diciendo estupideces, Brougham! -repuso Darcy, cada vez más molesto-. Y si tú estabas invitado, ¿por qué querías evitar que yo viniera? ¡Lo que dices no tiene sentido! -Dejó caer los brazos y, señalando el disfraz de Brougham, miró a su amigo con ojos escrutadores-. ¿Y por qué estás vestido de camarero? ¿Es esto algún tipo de travesura o una extraña broma, Dy?

– No, Fitz. -Lord Brougham suspiró y luego alzó los ojos al cielo, antes de devolverle la mirada a su amigo-. Pero es una historia más bien larga, demasiado larga para contártela bajo este techo.

Darcy asintió bruscamente.

– Ya me lo imagino. Ven a mi casa mañana y me la cuentas. Tal vez en ese momento ya sea capaz de verle la gracia. -Hizo ademán de marcharse, pero Brougham se interpuso en su camino.

– ¡No puedes regresar ahí! -Agarró a Darcy de los hombros-. Fitz, ¿acaso no te das cuenta de lo que está pasando ahí dentro? Es una traición, viejo amigo… -El resoplido de desdén de Darcy lo interrumpió-. O lo más parecido a eso y no debes mezclarte con ellos.

– ¡Dy! -exclamó Darcy con tono de advertencia-. ¿De verdad esperas que crea que Monmouth me invitó aquí para deleitarme con el espectáculo de una traición?

Brougham retuvo el aire que había tomado y se preparó para responderle, pero, en lugar de eso, lo miró con tanta intensidad que Darcy casi empezó a dudar. Cuando finalmente habló, Dy lo soltó y retrocedió.

– No, no para deleitarte, Fitz, para extorsionarte.

– ¡Eso es absurdo! -estalló Darcy.

– ¿De verdad? Te iban a emborrachar o, si eso fallaba, a drogar para llevarte después a la habitación de lady, Monmouth, donde serías «descubierto» por el marido «ofendido» y otros supuestos testigos. -La voz de Dy sonaba cargada de odio. Luego sacudió la cabeza y continuó con exasperación-: Y, por lo que he visto esta noche entre tú y lady Monmouth, esa eventualidad no levantaría muchas sospechas. ¡Estabas a punto de caer por completo en el juego de lady Monmouth!

– ¿En el juego de lady Monmouth? -repitió Darcy, que parecía prestar más atención ahora.