– Bueno, «viejo amigo». -Darcy balanceó su copa, mientras observaba cómo se movía el brandy-. ¿Ya has acabado tu trabajo de camarero por esta noche, o dentro de un rato te vas a tener que marchar para servirle de doncella a milady?

– Supongo que me lo merezco, pero esperaba algo más de ti, Fitz -repuso Dy con voz firme-. También pensé que te encontraría lo suficientemente sobrio como para oír mi explicación -añadió.

Darcy lo miró enarcando una ceja, dándole otro sorbo a su copa.

– Estoy lo suficientemente sobrio para oír tus miserables excusas por haberme engañado… por haberme hecho creer que te habías vuelto loco a causa de… ¿de qué? No puedo entenderlo, pero todavía te considero mi amigo. -Para enfatizar su punto, Darcy volvió a llenar las copas de los dos y, tomando la suya, la levantó para hacer un brindis-. Por los viejos amigos.

– Ya hemos brindado por eso -señaló Dy, arrastrando las palabras y con una sonrisa sardónica que relajó la tensión de los músculos de su cara. A pesar de todo, levantó la copa para brindar y cerró los ojos, mientras el licor caldeaba sus sentidos-. ¡Ay, qué noche! -Sacudió la cabeza y luego se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y se puso a examinar a su amigo-. Y ahora tengo algo que discutir contigo. Si estuvieras en plenas facultades, sabría qué hacer; pero después de tres…

– Dos -interrumpió Darcy-. No he llegado a las tres… todavía.

– Absolutamente ebrio -insistió Brougham, dejando escapar un resoplido-. No creo haberte visto borracho desde que nos vimos por primera vez en la universidad. Si mal no recuerdo, esa vez nos emborrachamos por las mujeres y los dos juramos renunciar solemnemente a ellas. -Al pensar en ese recuerdo, Dy se enderezó de repente, con una expresión contrariada en el rostro-. ¡Esto no será por causa de lady Monmouth, espero! -exclamó, señalando la botella medio vacía.

– ¿Sylvanie? -Darcy miró fijamente a Brougham para poder enfocarlo bien-. ¡Estás loco!

– ¡No eres el primero que lo piensa! -Lord Brougham volvió a adoptar una actitud reflexiva-. Parecías bastante fascinado con ella esta noche y naturalmente se me ocurrió…

– No hay nada «natural» en Sylvanie, te lo aseguro. -Darcy se rió con amargura. Luego siguió hablando, con un tono más pensativo-: ¡Ni en ninguna otra mujer, a decir verdad! No se puede confiar en ellas, ni siquiera en una sola… ¡desde la primera hasta la última!

– Ésa es una acusación bastante generalizada. -Brougham se recostó contra el respaldo y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Pero cierta, no obstante. -Darcy se inclinó hacia delante y puso la copa sobre la mesa-. En la infancia aprenden cómo retorcer a los hombres con los dedos, comenzando con sus padres, luego… -Clavó un dedo en la mesa-. Luego comienzan a engatusar a cuanto hombre de corazón sincero se cruza en su camino, ¡convirtiéndolo en un bufón sin cerebro, antes de que él se dé cuenta de lo que sucede!

– ¿En serio? -Brougham enarcó las cejas.

– ¡En serio! -contestó Darcy y le dio otro sorbo a su brandy. Ahora apenas lo saboreaba, pero el licor parecía fluir hacia sus heridas-. ¡Criaturas ingratas e irritantes! -siguió diciendo, mientras que su amigo se acomodaba-. Diseñadas por la naturaleza para enloquecer al hombre. ¡Te miran con unos ojos que te dejan sin aliento y luego te roban el alma! -Darcy bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Ojos hermosos que prometen un paraíso que sólo tú podrás explorar. -Dejó la copa sobre la mesa con cuidado.

– ¿Y luego? -preguntó lord Brougham, tras unos minutos de silencio.

– Luego, cuando el hombre tiene la guardia baja y la mano extendida, le dan la espalda.

– ¿Touché? -le dijo Brougham en broma.

– ¡Touché y hasta ahí llega el maldito combate! -Darcy se dejó caer sobre el respaldo de la silla y se masajeó las sienes-. ¡Todas son unas traidoras engañosas!

– No hay duda de que tienes razón -convino lord Brougham con indiferencia-. Después de todo, tal vez la regla de Benedick sea la más sabia y los hombres deberían reservarse «el derecho de no fiarse de ninguna».

– Sí, sí -asintió Darcy, levantando la copa y sacudiendo peligrosamente el brandy.

Brougham también levantó su copa.

– ¡Por la renuncia a toda la raza de mujeres engañosas… en especial aquellas de Kent!

Darcy bajó el brazo, sonrojado por la confusión.

– ¿Kent? ¿Quién dijo algo sobre Kent?

Lord Brougham lo miró con intriga.

– Pues tú; ¿acaso no lo hiciste?

– ¿Lo hice? -Darcy frunció el entrecejo con perplejidad por haber perdido el hilo de la conversación-. No, no, allí sólo estaba la trampa… en el parque.

– ¿En el parque? -preguntó Brougham, pero luego la cara se le iluminó al recordar-. ¡Ah, sí, el célebre parque de Rosings! La propiedad de tu tía. Bueno, entonces debemos brindar por renunciar a las mujeres engañosas de Londres que van de visita a Kent. ¡Y Dios sabe que coincido totalmente contigo en eso! Por las mujeres engañosas… ¿No? -Brougham suspendió su brindis cuando Darcy comenzó a negar con la cabeza.

– ¡Hertfordshire!

– ¡Ah, Hertfordshire! -exclamó Brougham con sorpresa-. No puedo decir que sepa mucho sobre las mujeres de Hertfordshire, ¡no lo suficiente como para renunciar a ellas, sin duda! Primero debes instruirme, amigo mío.

Una mirada de absoluto desagrado cruzó por el rostro de Darcy.

– Las crían como conejos en Hertfordshire, ¡al menos cinco por familia! Tienen madres que parecen gatos atigrados, que no hacen otra cosa que dormitar en espera de que aparezca un caballero decente, para caerle encima y casarlo con una de sus hijas, mientras todas ellas retozan a su antojo por el campo, corriendo detrás de cualquier casaca roja.

– ¿En Hertfordshire? -preguntó Brougham con asombro-. ¡No tenía ni idea de que fuera un lugar tan interesante!

– ¡Interesante! -Darcy puso la copa sobre la mesa con tanta fuerza que el líquido se derramó y le empapó el volante del puño y la manga-. ¡Maldición! -Se alejó de la mesa enseguida, pero no antes de que un poco de brandy cayera sobre sus pantalones. La reacción de Darcy captó la atención de la criada de la taberna, que se apresuró a ayudarlo con un trapo, pero después de examinar de cerca a los clientes, también sacó un pañuelo limpio que le servía de adorno en el corpiño.

– Espera, guapo -le dijo con tono lisonjero a Darcy, mientras le frotaba suavemente la manga con el trozo de lino, que olía a perfume barato-. ¡Así está mejor!

Retrocediendo un poco para evitar las atenciones de la muchacha, Darcy se apoderó del pedazo de tela con un tajante «Gracias, señorita» y se inclinó tambaleándose para secarse el pantalón.

– ¡Es un placer! -le dijo la mujer sonriendo, pero como él no levantó la vista, ella se marchó para atender a otros clientes más agradecidos.

Cuando Darcy se volvió a sentar con cuidado, se encontró con la mirada burlona de Brougham.

– Con toda seguridad, tú no debiste de correr ningún peligro en ese ignominioso condado; tu actitud con las mujeres debió de haberte protegido de cualquier lance de esas féminas tan entrometidas y desagradables como las que acabas de describir. -Hizo una pausa. Darcy lo miró con rencor-. ¿O quizá no todas se comportaban tan horriblemente mal, o estaban tan enamoradas de las casacas rojas y las charreteras?

– ¡Ja! -resopló Darcy, mientras se guardaba distraídamente el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta-. Ponle una casaca roja al peor de los villanos y enseguida lo convertirás en un santo, cuyas mentiras en voz baja reciben más crédito que toda la vida y el carácter de otro hombre.

– ¡Ah, una serpiente en el jardín de Hertfordshire! -asintió obedientemente su interlocutor, mientras Darcy volvía a agarrar su copa y, al notar que la mayor parte del brandy se había derramado, estiraba la mano para aferrar la botella. Brougham se le adelantó-. Espera, Fitz, permíteme -dijo arrastrando las palabras y sirviéndole sólo un poco-. Lo suficiente para hacer nuestro brindis -le explicó a Darcy, cuando éste lo miró con disgusto-, que supongo haremos en contra de tu Eva de Hertfordshire. Sí… -dijo lord Brougham con elocuencia, mientras su amigo lo miraba con creciente confusión-. Una metáfora muy apropiada, si lo pensamos bien. Una serpiente en el Edén, Eva en el parque, que no es más que un pequeño Edén, susurros en su oído, Eva figuradamente «muerde» y luego te presenta a ti, nuestro Adán, el corazón de la fruta amarga. ¡Sí, la simetría es casi perfecta!

La copa de Darcy volvió a golpear la mesa.

– ¿De qué demonios estás hablando? ¡Nunca he estado en un jardín con una mujer llamada Eva!

– ¿Entonces de quién estamos hablando? -preguntó Brougham de manera ingenua.

– ¡De Elizabeth, maldito idiota! -le gruñó Darcy-. ¡De Elizabeth!

– ¡Ah, entonces ése es el nombre de la engañosa traidora! ¡Elizabeth! -Brougham parecía aliviado-. Entonces ahora sí voy a poder ofrecer mi brindis con pleno conocimiento. -Se puso en pie y levantó la copa, mientras su amigo trataba de agarrar la suya-. Por la renuncia solemne a Elizabeth, ingrata, engañosa traidora…

Darcy bajó su brazo, totalmente confundido. ¿Renunciar a Elizabeth? Ella nunca sería suya, eso lo sabía bien, pero ¿brindar en su contra? ¿Ensuciar incluso su recuerdo? ¡No era ni remotamente posible!

– … una criatura indigna de la más baja calaña…

Darcy miró a su amigo con rabia. ¡Baja calaña! ¿Elizabeth? ¿Qué quería decir Brougham con eso?

– No, de ninguna manera -balbuceó para sus adentros, recordando la imagen de Elizabeth saliendo airosa de las imperiosas exigencias de su tía.

– … ladrona de las esperanzas de los hombres honestos…

– No, no tan mala -dijo en voz un poco más alta, en medio de las carcajadas que estaba provocando en el salón el discurso de Brougham. El brindis de su amigo había atraído la atención de los otros clientes de la taberna, quienes ya animados por la bebida, veían el espectáculo de los aristócratas como una diversión muy especial.

– … y, no nos olvidemos, provocadora, que después de haberlos arrastrado en una embriagadora cacería por el jardín, o mejor, el sendero del Edén…

– ¡No! -gritó Darcy, tratando de ponerse en pie. El salón comenzó a agitarse y a aullar de alegría, mientras él empezaba a ver todo borroso.

– Una desgracia para… ¿Qué? -preguntó Brougham de manera pomposa-. Creo que estoy en medio de…

– ¡Cómo te atreves! -Finalmente, Darcy logró levantarse, decidido a poner fin al calumnioso discurso de Dy-. ¡Cómo te atreves a ensuciar el nombre de Elizabeth en una taberna y de esa manera tan infame!

– Darcy -comenzó a decir Dy con tono conciliador, pero su amigo no iba a tolerarlo.

– ¡Estás hablando de una dama, por favor! -Fue interrumpido por abucheos que venían del otro lado del salón-. ¡Una dama -insistió apasionadamente Darcy por encima de los gritos- de incomparable mérito!

– Darcy. -Interponiéndose entre su amigo y los ruidosos clientes de la taberna, Brougham le puso una mano sobre el brazo-. Me sentiré honrado de brindar a la salud de esa dama… siempre y cuando te sientes, amigo mío.

Mirándolo con un poco de desconfianza, volvió a sentarse lentamente y Brougham hizo lo mismo. Se quedaron un rato en silencio. Darcy trató de leer en el rostro de su amigo en medio de la confusión mental que él mismo había provocado, pero finalmente concluyó que Dy era un personaje tan volátil que su estado de embriaguez realmente no contribuía a la tarea. Con toda la agudeza que fue capaz de reunir, estudió a Dy y lo que vio en la expresión de su antiguo rival y amigo fue una preocupación y una simpatía tan auténticas que era imposible descartarlas como una simple representación. No, la representación había sido ese ridículo brindis, el hecho de hacerse pasar por un criado y, tal vez, toda esa máscara de frivolidad que le había mostrado al mundo durante los últimos siete años. Pero allí estaba ahora el mejor amigo que tenía en el mundo, de vuelta de un largo viaje, y el momento de su llegada era increíblemente oportuno.

Brougham rompió el silencio con un suspiro y luego apoyó los codos sobre la mesa para mirar a su amigo a los ojos, con una sonrisa pícara.

– Creo que lo mejor es que me hables de ella, viejo amigo -sentenció, con voz compasiva pero firme-. Debe de ser, en efecto, una mujer de incomparable mérito para haber conquistado tu corazón de esa manera.

Como tenía por costumbre, Darcy trató de resistirse a la petición de Dy de bajar sus defensas; pero aquella antigua reserva, ese escudo que solía poner entre él y el mundo, ya había sido destruido por una jovencita de Hertfordshire. ¿Por qué, entonces, volver a levantarlo contra su más querido amigo? No le revelaría todo; era demasiado y los detalles ya no tenían importancia. Pero le contaría a Dy algo del asunto, lo suficiente para que pudiera comprenderle.