Sintió que su corazón se estremecía cuando el nombre de Elizabeth le recordó toda la frustración y la nostalgia que ella había despertado en él. Elizabeth, la contradicción de todas sus expectativas. ¿Cómo habría podido prever que una decisiva noche en un pueblecito de Hertfordshire, en medio del grupo de gente menos refinada que había tenido que soportar en la vida, se iba a encontrar al mismo tiempo con su Némesis y su Eva y comenzaría la disolución de su existencia cuidadosamente calculada? La cual terminaría poco después, se recordó Darcy con un resoplido, en un nido de intrigas políticas y sociales y en el fondo de una botella de brandy, en una taberna desconocida. Se sonrojó a causa de la vergüenza y la contrariedad que le producía el recuerdo de su comportamiento la noche anterior. ¡Gracias a Dios, Dy había estado allí! Debido a las peculiares excentricidades de su amigo, Darcy sólo había logrado quedar en ridículo. Habría podido ser mucho peor, pero eso no disminuía la sensación de vergüenza y repugnancia que sentía al pensar en la forma de manifestar sus debilidades en aquella noche aciaga.
Abrió los ojos y se quedó mirando fijamente el techo. Tenía que levantarse y enfrentarse al día y reflexionar con cuidado sobre todo lo sucedido y qué revelaba sobre su carácter. No era una perspectiva muy prometedora. Él ya sabía cuánto había disminuido su propio aprecio por sí mismo. ¿Qué pensaría de él, entonces, su adorada hermana? ¿Su estado de ebriedad de anoche le habría hecho perder el respeto que sentía por él? ¿Y después de confesarle sus debilidades, no se hundiría todavía más? Aquella posibilidad lo hirió como una puñalada. ¿Cómo iba a cuidar y orientar a su hermana si ya no le inspiraba respeto, si cada decisión que tomara iba a ser recibida con desconfianza y suspicacia? Por otra parte, ¿cuánta confianza tenía todavía él en sí mismo? Tratando de alejar aquel aterrador pensamiento, se incorporó lentamente y, después de detenerse un instante para comprobar su equilibrio, bajó las piernas y se sentó en el borde de la cama. El dolor de cabeza era bastante tolerable, gracias a los polvos de Fletcher y, posiblemente, a ese brebaje que había tomado. Al menos había dormido.
El reloj de la chimenea dio las tres, anunciando que el día pasaba aceleradamente y pronto tendría lugar su encuentro con Dy. Sentía una enorme curiosidad por oír lo que Brougham tenía que contarle acerca de su extraño comportamiento y el cambio de personalidad que había sufrido en aquellos años después de salir de la universidad, pero también lo asaltaba una aterradora incertidumbre al tratar de imaginar qué pensaría Dy sobre la confesión que él le había hecho la noche anterior, impulsado por su estado de embriaguez, y, más aún, qué podría hacer con esa información. Se puso tenso al pensar en eso. ¿Qué había confesado exactamente? Luego trató de recordar cómo había transcurrido la velada una vez que él y Dy se volvieron a sentar en la taberna.
– Creo que lo mejor es que me hables sobre ella, viejo amigo -había dicho Dy, clavándole una mirada compasiva que no contenía ni un ápice de lástima sino preocupación sincera de un viejo amigo. Lentamente, Darcy había abierto por fin la boca y su pena más íntima pareció salir a borbotones: el interés inicial, la resistencia y la actitud cautelosa y luego la total fascinación, el deseo y el amor.
– Tu semejante, el equivalente que te conviene; será tu otro yo, exactamente conforme a todo lo que desea tu corazón -había citado Dy para sus adentros con aire distraído, cuando Darcy terminó, y luego soltó un silbido-. Por Dios, Fitz, te conozco bien, amigo mío, y habiendo dicho eso, debo decir que tu Elizabeth debe de ser una jovencita extraordinaria para haberte atrapado de esa manera.
– No es mi Elizabeth, pero tienes razón -había dicho Darcy con un suspiro-, es una mujer extraordinaria.
– Ya veo. Ahora bien, perdóname la insistencia, pero, dejando de lado el comienzo que tuvisteis, ¿le propusiste matrimonio finalmente, a pesar de tus múltiples reservas y dudas?
– Sí -había afirmado Darcy-. Después de haberme propuesto olvidarla, nos encontramos por casualidad en Kent. Su amiga más íntima se había casado con el párroco de mi tía unos meses antes y Elizabeth había ido a visitarla, sin saber que yo estaría en casa de lady Catherine. Puedes imaginarte la impresión que me causó encontrarla allí, alojada muy cerca de la casa de mi tía y convertida en una especie de favorita de lady Catherine.
– ¿Impacto? ¡Yo más bien diría pánico! ¡Estabas en una posición imposible! Enamorado a pesar de lo que te dictaba el buen juicio, habiéndote propuesto olvidarla hacía sólo poco tiempo y ¡te la encuentras! -Brougham sacudió la cabeza-. ¡Y tan cerca!
En ese momento se había producido un largo silencio, pero no fue incómodo. Dy se había limitado a asentir con la cabeza con actitud compasiva y había desviado la mirada, mientras las arrugas de cansancio de su rostro se volvían más profundas y parecía sumergirse en sus propias reflexiones. Transcurrido un rato, se levantó y llamó a la camarera para pedirle una jarra de café fuerte y tazas. Luego volvió a su lugar y se dirigió otra vez a su amigo con una pregunta lacónica:
– ¿Y después?
Darcy respiró profundamente.
– Después, tras muchas noches de luchar contra el deber que tenía para con mi apellido y mi posición, contra la perspectiva de la justificada desaprobación de mi familia y de la sociedad, y las consecuencias de vincularme y vincular a Georgiana con una familia de sospechosa decencia, sucumbí. La vida, el futuro sin ella, parecía imposible. Parte de mi alma, ya que estamos citando a Milton. -Dy había asentido-. Comencé a cortejarla, o al menos eso fue lo que pensé que estaba haciendo. En ese momento, creí que la parquedad de sus respuestas obedecía a la modestia y al reconocimiento de la disparidad de posiciones; pero en eso, como en tantas otras cosas, estaba totalmente equivocado. -Darcy se rió con tristeza-. Había decidido pedir su mano, pero me resultaba difícil llegar finalmente a ese punto, ya me entiendes. De repente se presentó una oportunidad y yo la aproveché en el acto. Ella se encontraba sola en la rectoría y fui a verla.
El propio dueño de la taberna había venido a traer el café y le había lanzado una interrogante mirada a Dy, mientras ponía las tazas sobre la mesa. Brougham había respondido con una sonrisa cansada.
– Yo cerraré por usted. -Después de despachar al tabernero, había servido café para los dos. Estaban casi solos, pues la hora de cerrar había pasado hacía rato-. Fuiste a verla -insistió Dy.
– Y ella me rechazó -respondió Darcy con gesto sombrío.
– ¡Pero hay más! -dijo Dy.
Su amigo había cerrado los ojos y había apretado la mandíbula. La escena que había recordado con tanta frecuencia revivía con facilidad incluso en medio de su embriaguez.
– ¿Más? Ah, claro que hay más -había respondido con amargura-. Le confesé mi amor de la manera más clara y le relaté, todavía con más vigor, todos los combates que había tenido que librar antes de aparecer en su puerta a proponerle matrimonio.
– Tus combates -repitió Dy lentamente-. Perdóname, pero ¿te he oído bien? ¿Le expusiste todas las razones por las cuales tú no debías estar proponiéndole matrimonio? -Brougham había dejado la taza sobre la mesa y lo había mirado con asombro. Pero tras un instante de reflexión, había comenzado a esbozar una sonrisa, sacudiendo la cabeza para constatar aquella afirmación-. Sí, sí, ése tenía que ser el estilo Darcy, ¿verdad? No era necesario pensar en la sensibilidad de la dama, ¿no es cierto? -dijo con sarcasmo-. ¡Sus atractivos habían prevalecido sobre el inflexible código Darcy, y qué podía resultar más natural que anunciarle la increíble suerte que había tenido, y lo poco que se la merecía! -Dy se había reído con cinismo al ver la mirada penetrante de Darcy y había dado un golpe en la mesa, haciendo que las tazas tintinearan-. Sí, sólo tú, amigo mío, podías ser capaz de convertir la falta de requisitos de la dama en el tema principal de una propuesta de matrimonio. ¡Por favor, ilústrame! ¿Cuál de tus escrúpulos te llevó a hacer semejante confesión?
– La honestidad… el honor… el orgullo… ¡Llámalo como quieras! -había respondido Darcy con rabia.
– Sin duda fue uno de ellos, pero es a ti a quien te corresponde decidir, no a mí. -Dy había vuelto a agarrar su taza y se había recostado contra la silla-. Por favor, sigue. ¿Cuál fue la reacción de la dama?
Darcy había vacilado, atrapado bajo el ojo mordaz de Brougham, pero la convicción de que relatar aquellos dolorosos sucesos le serviría para aliviar la confusión que le oprimía el alma y el cuerpo, lo había impulsado a seguir.
– Ella guardó un silencio absoluto. -Darcy había cerrado los ojos mientras hablaba, pues el recuerdo de la escena todavía estaba vivo en su memoria-. Sonrojada, sin mirarme ni responder a mi oferta. Yo me quedé perplejo ante esa respuesta -continuó Darcy, levantando la vista para observar las vigas grisáceas del techo de la taberna-. No era ni remotamente lo que esperaba. Pensé que tal vez no me había creído o quizá aquella perspectiva era demasiado para ella. -Darcy volvió a mirar a su amigo-. Insistí en mi ofrecimiento, con el deseo de que ella supiera que había considerado nuestra unión durante meses, desde todos los ángulos posibles; que mi propuesta de matrimonio no era el resultado del capricho de un escolar sino una proposición bien pensada, que había tenido en cuenta la diferencia de nuestras situaciones en la vida.
Brougham había silbado en voz baja y había sacudido la cabeza.
– ¡Caramba! Me atrevería a decir que no hay muchas mujeres en toda Inglaterra que se atrevan a rechazar tu oferta de convertirse en dueñas de Pemberley, sin importar la pomposidad de tu propuesta o la falta de sensibilidad al hacerla. Sin embargo, con todo eso ante ella, al alcance de su mano, la muchacha se quedó muda. ¡Extraordinario! -Dy había esperado un momento para que los dos tuvieran tiempo de pensar en eso, antes de concluir-: Y luego, a pesar de las innumerables ventajas que ella y su familia podrían obtener, ¡te rechazó! Supongo que estaba muy ofendida por algo, ¿no es así?
Darcy se había reído con amargura.
– ¡No sólo estaba muy ofendida sino que inició un contraataque! Mi carácter fue puesto en duda a causa de las mentiras que Wickham le había contado meses antes y luego…
– ¡Wickham! ¿El hijo del administrador de tu padre? -había preguntado Dy con sorpresa-. ¡Qué extraño que haya vuelto a aparecer después de todo este tiempo y en Hertfordshire! ¿Acaso él es el casaca roja…? Pero por supuesto que sí. ¿Ahora se dedica a la vida militar? -Darcy había asentido y bebido un poco de café-. Sigue -lo había animado su amigo.
– Luego me atacó a causa de su hermana y Bingley.
– ¡Ah, entonces aquí es donde entra Bingley! ¿La inadecuada señorita de Hertfordshire a propósito de la cual pediste mi ayuda en casa de lady Melbourne es la hermana de tu Elizabeth? -Darcy había asentido de nuevo y luego esperó a que Brougham se riera, pero no lo hizo-. Ella te culpa por haber acabado con las esperanzas de su hermana -afirmó Dy con claridad.
– Y tiene razón al hacerlo, aunque recibí bastante ayuda de las hermanas del propio Bingley. Ellas no querían tener ninguna relación de ese tipo con la gente de Hertfordshire, y yo no pude sino estar de acuerdo… en ese momento.
– Lo recuerdo -había dicho Brougham. Luego se incorporó en su asiento y siguió diciendo-: Es muy desafortunado que ella haya descubierto tu participación en ese asunto. Supongo que eso significó la muerte de tus esperanzas.
– ¿La muerte de mis esperanzas? ¡En absoluto! -había gritado Darcy-. Ella me expuso la opinión que tenía de mí desde nuestro primer encuentro, que le había hecho llegar a la conclusión de que, de todos los hombres del mundo, yo era la suma de la arrogancia y la vanidad. Ese encantador bosquejo de mi personalidad fue su primera objeción y sirvió de base para su resumen posterior: soy un monstruo insensible, que goza destruyendo a los hombres por capricho y acabando con las ilusiones de doncellas virtuosas.
– ¡Cuánta animadversión! ¿Y tú nunca sospechaste nada? -Dy había fruncido el entrecejo.
– ¡No, porque soy un idiota! -había exclamado Darcy, desplomándose sobre el respaldo-. Tal como estaba diciendo cuando entraste, «el Idiota más grande del mundo».
– Bueno… bueno -había repetido Brougham con un suspiro-. Creo que es suficiente por esta noche. Necesitas ir a casa. ¡Yo necesito ir a casa! Han sido un día y una noche muy largos, amigo mío, y están entre las más interesantes de mi vida. Pero necesitas ir a casa -enfatizó otra vez. Darcy se mostró de acuerdo. Cuando trató de levantarse de la silla, se tambaleó y parpadeó hasta que Brougham estiró los brazos para sostenerlo. Logró caminar hasta la puerta, pero mientras esperaba a que su amigo cerrara la taberna como había prometido al dueño, el aire de la noche lo golpeó como un puñetazo en la cabeza y vomitó.
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