– Esto sí que me recuerda los días de la universidad -había señalado Dy con sarcasmo, antes de salir de entre las sombras para parar un carruaje que pasaba.
– ¿Adónde, patrón? -había preguntado el cochero, añadiendo al ver a Darcy-: ¿Su amigo está bien? ¡Les cobraré más si tengo que limpiar después el coche!
– Él estará bien -había respondido Dy, mientras ayudaba a Darcy a subirse-. A Grosvenor. Pero tome las curvas con cuidado y ¡le pagaré el doble!
Con movimientos lentos y precisos, Darcy se guardó el reloj en el bolsillo del chaleco y ajustó la leontina. Fletcher pasó el cepillo por los hombros de su levita. Los dos guardaron silencio ante el espejo del vestidor, como habían hecho en innumerables ocasiones, mientras Fletcher lo preparaba para enfrentarse al mundo como un caballero. Todo estaba en su sitio: el reloj, el sello personal, un pañuelo -esta vez el suyo propio- guardado en el bolsillo de la chaqueta. La ropa se ajustaba perfectamente a su cuerpo, llevaba en el cuello un nudo de corbata modesto pero artístico, sus zapatos relucían, la barbilla estaba suave. Tenía el aspecto adecuado hasta que se atrevió a mirar la imagen que le devolvía el espejo. Demacrado y con los ojos enrojecidos, su rostro reflejaba a los cuatro vientos la falsedad de su pose. Desvió rápidamente la mirada, pero no antes de alcanzar a ver el reflejo de la cuidadosa imperturbabilidad de Fletcher por detrás de su hombro. Hoy no había habido ninguna impertinencia, ninguna cita de Shakespeare relacionada con su estado de la noche anterior, sólo un servicio perfecto, ejecutado con el mínimo de actividad y casi en absoluto silencio. Aunque Darcy agradeció la consideración, eso le mostraba la sensación de inquietud que había despertado entre la servidumbre al abandonar sus hábitos de manera tan inesperada.
Ya eran las cuatro y media, o eso decía el reloj de bolsillo. Darcy apenas podía creerlo; nunca se había levantado tan tarde. Realizar a media tarde toda la rutina de la mañana era una experiencia absolutamente desconcertante. A eso había que añadir la extraña sensación que tenía en el estómago y el lento proceso de poner en orden su mente, que conferían al momento un aire extraño y fantástico, que a Darcy no le gustó en absoluto.
– ¿Señor Darcy? -El caballero miró a su ayuda de cámara con una expresión que lo invitaba a continuar-. ¿Desea alguna cosa más, señor?
– ¡Ah, multitud de cosas! -Darcy esbozó una sonrisa cuando vio que la ironía de su tono hacía volver una chispa de humor en los ojos de Fletcher, pero siguió diciendo de manera sombría-: Pero sobre todo poder recuperar las últimas veinticuatro horas, para emplearlas de un modo más provechoso. Debí haber seguido su consejo.
Fletcher se puso colorado al oír ese elogio y desvió la mirada. Darcy se tiró de los puños y de los extremos del chaleco.
– ¿Estoy listo para la señorita Darcy?
– Sin duda, señor. -Fletcher hizo una inclinación y, al ver el gesto de asentimiento de Darcy, se marchó.
Darcy regresó a la alcoba y se encontró con Trafalgar, que parecía aburrido y no dejaba de bostezar. Aunque la puerta del vestidor no era ningún obstáculo para él, el perro había adquirido un cierto respeto por el ayuda de cámara de su amo y la opinión que el hombre tenía acerca de la presencia de animales dentro de la esfera de su actividad artística. En consecuencia, a pesar de todo lo fascinantes que pudieran resultar las actividades de su amo en ese lugar sacrosanto, Trafalgar mantenía una cierta distancia y esperaba pacientemente al otro lado de la puerta a que Darcy saliera. Al verlo aparecer por fin, el perro se levantó con los ojos anhelantes y miró a su amo a la cara.
– No, hoy no, monstruo. -Darcy tuvo que acabar con las sencillas esperanzas caninas de Trafalgar-. Tengo que ver a la señorita Darcy… -El animal dejó caer las orejas, mientras su amo se agachaba a acariciárselas y, con un resoplido, se dirigió hasta la puerta, la abrió con el hocico y dejó al caballero mirando cómo se marchaba. ¡Le dio la sensación de que, incluso para su perro, había resultado ser una triste decepción!
Siguiendo los pasos ofendidos de Trafalgar, Darcy atravesó el corredor y luego bajó las escaleras de la mansión, que parecían congeladas en medio del silencio. El sonido de sus pasos en los escalones perturbó de tal manera el silencio sobrenatural de la casa que hizo que Witcher se asomara al vestíbulo, dispuesto a soltar una reprimenda al que había ignorado sus órdenes, antes de antes de darse cuenta de que era su señor.
– ¡Ah! ¡Es usted, señor! ¡Le ruego que me perdone, señor! -El viejo mayordomo abrió los ojos avergonzado, al darse cuenta de que había estado a punto de reñirle a su patrón.
Cuando ambos eran más jóvenes, el mayordomo había reprendido ocasionalmente a Darcy, pero de eso hacía ya muchos años. La rígida imperturbabilidad de Witcher apareció de nuevo al hacerle una reverencia mientras le decía que estaba a sus órdenes durante lo que quedaba de aquel día tan extraño.
Darcy le restó importancia a la ofensa haciendo un gesto con la mano.
– Hágame el favor de levantar la prohibición de hacer ruido, Witcher, y supongo que eso también será un alivio para la servidumbre. -Darcy buscó entonces algo, cualquier cosa, que tuviera el sabor de su vida normal. Cuanto más pronto volviera la normalidad a la casa, antes se olvidaría su aberración-. Y tráigame café al saloncito, por favor -ordenó.
– Sí, señor, enseguida -respondió el mayordomo, pero luego continuó-: Señor Darcy, lord Brougham vino temprano y dejó una tarjeta para usted pidiéndole que leyera una nota que le ha escrito. La he dejado sobre su escritorio, señor.
– ¿A qué hora ha sido eso? -preguntó Darcy con sorpresa. ¿Ya había venido y se había ido?
– A las dos de la tarde, señor. La señorita Darcy pasó por el vestíbulo y habló con él un momento, pero su señoría no se quedó más de diez minutos, señor, tal como corresponde.
– Gracias, Witcher. -Darcy giró en dirección a su estudio, con curiosidad-. Y envíeme ese café, si es tan amable.
– Muy bien, señor.
Libre ahora para satisfacer la curiosidad por la misteriosa visita de Dy, Darcy entró en su estudio y, pasando delante del retrato de Georgiana que reposaba allí en un caballete hasta el día en que sería descubierto, se dirigió hasta el escritorio, donde encontró una elegante tarjeta de visita con bordes dorados, sobre una bandeja de plata. La tomó, se sentó en su silla y la abrió rápidamente.
Fitz,
Volveré más tarde y vendré a cenar.; pues la señorita Darcy me ha invitado esta noche. Te aconsejo que hoy te quedes en casa. Confía en que tu hermana conocerá la verdad de una forma correcta. ¡Ella también es una joven excepcional!
Dy
Darcy se estremeció al leer el mensaje, sintiendo una oleada de calor que le subía por el cuello. ¡Una joven excepcional! Sí, no había duda de que anoche en la taberna había hablado sin restricciones. Con sagacidad y simpatía, Dy había logrado sacarle todos los detalles importantes, excepto la peligrosa información sobre la identidad de Elizabeth. Suspiró, dejó la nota sobre el escritorio y se recostó en la silla, mientras se masajeaba las sienes con los dedos. Al contar por fin toda la crónica de ese desgraciado asunto se había sentido aliviado; pero la discrepancia entre el recuerdo de las respuestas de su amigo y la percepción que él tenía sobre los acontecimientos perturbaba su tranquilidad.
Sí, sí, ése tenía que ser el estilo Darcy, ¿verdad? El sarcasmo de Dy le había tocado hasta lo más hondo. Sólo tú, amigo mío, podías ser capaz de convertir la falta de requisitos de la dama en el tema principal de una propuesta de matrimonio. Darcy frunció el ceño. ¿Acaso era eso lo que había hecho? Repasó una vez más los primeros minutos de esa horrible entrevista. ¿Qué había dicho en esa desafortunada propuesta que había resultado ser tan contraproducente? ¡Santo Dios! ¡Lo recordaba ahora con tanta claridad! Se había sumergido directamente en un examen de los ignominiosos defectos de condición e importancia que presentaba la familia de Elizabeth. Había hablado de degradación y censura social, y a continuación había hecho una acalorada descripción de los indudables perjuicios que le causaría a su familia como resultado del hecho de sucumbir a su inclinación amorosa. En resumen, había hablado sólo de él mismo, de su familia y su importancia y de lo «inadecuada» que era ella, y ¡luego se había justificado afirmando que aborrecía la mentira y el engaño! Darcy tomó aire. La había insultado de una manera abominable y luego había disculpado sus tan preciados escrúpulos alegando que eran naturales y justos. Cerró los ojos y recordó el fuego que había visto en los ojos de Elizabeth cuando rechazó su insolente propuesta.
¿Naturales y justos? ¿Acaso había pensado durante un instante en los sentimientos de Elizabeth? ¡No! Se pasó una mano por el pelo y luego hundió la cara entre las manos. A pesar de todos los indicios de buen carácter que Elizabeth le había mostrado desde el comienzo, a pesar de todo el ingenio y la vivaz honestidad que la caracterizaban, y que eran lo que lo habían conquistado, a pesar incluso del profundo deseo de Darcy de tener un matrimonio fundado en el amor y la amistad, la había tratado con una inexcusable insensibilidad y superioridad. ¿Por qué? ¿Por qué lo había hecho? ¡Por favor, ilústrame!, le había dicho Dy. ¿Cuál de tus escrúpulos te llevó a hacer semejante confesión? Darcy por fin lo vio con claridad. Había sido el orgullo familiar, su orgullo, que toda la vida lo había empujado a despreciar a cuantos estaban fuera de su círculo e incitado invariablemente a tener una pobre opinión de la inteligencia y el valor del resto del mundo. Elizabeth lo había sentido y lo había llamado por su nombre, por el nombre que le daría cualquier persona fuera de su entorno y que incluso Dy había visto con claridad: orgullo, un orgullo del cual daban fe su arrogancia intelectual, su vanidad de clase y un egocentrismo que se negaba a reconocer los justos sentimientos de los demás.
Clavó la barbilla en el pecho, al sentir que la verdad caía como un martillo sobre su débil conciencia. ¡Lo que había dirigido todo este asunto, desde el principio hasta el final, había sido el orgullo y no un refinado conjunto de escrúpulos! Golpeó el escritorio con el puño, se levantó y comenzó a pasearse agitadamente por el estudio. ¿Qué había dicho o hecho en la vida que no hubiese sido dictado por el orgullo, o cuyos motivos no se pudieran rastrear hasta ese sentimiento? Dio media vuelta y fijó la mirada en el retrato de Georgiana. Avanzó lentamente hacia la hermosa imagen de su hermana y se detuvo ante el cuadro, para examinarlo bajo una nueva perspectiva. Sí, de manera involuntaria, su hermana le había dado la clave aquella mañana en que le había preguntado por su propio retrato. Georgiana había expresado la incomodidad que le causaba la mentira que, según ella, mostraba su retrato. Le pedí a Dios que algún día pudiera llegar a ser el hombre que aparecía en el cuadro, le había respondido Darcy, mientras su fracaso a los ojos de Elizabeth había desgarrado como una cuchilla afilada su progreso hacia ese objetivo.
Ese día, Darcy había admitido para sus adentros, con un poco de dolor, que todavía no era el hombre del cuadro; pero ahora, cuando volvía a pensar en ese retrato, la acusación de Elizabeth lo golpeó con renovada intensidad. Si se hubiera comportado de modo más caballeroso… Hirviendo de ira y autocompasión desde el día en que Elizabeth le dijo esas palabras, Darcy se había refugiado en la irascibilidad; sin embargo, no había sido capaz de obligarse a maldecir el recuerdo de Elizabeth por la sencilla razón de que, con esas palabras, ella le había exigido ser como el hombre representado en el retrato. Horrorizado, Darcy se daba cuenta ahora de que su fracaso a ese respecto no había sido solamente una cuestión de rango, o estaba relacionado con algunos aspectos concretos y aislados, o únicamente vinculado a Elizabeth, sino que tenía que ver con cosas esenciales, que llegaban hasta el corazón mismo de la persona que creía ser.
Con apabullante certeza, Darcy se dio cuenta de que, desde el comienzo mismo, todo el esfuerzo por llegar a su objetivo había estado plagado de errores que habían distorsionado y perturbado todo lo sucedido posteriormente. El orgullo no era un defecto, le había dicho a Elizabeth con arrogancia, cuando estaba bajo el dominio de una inteligencia superior. ¡Por Dios, qué petulancia! Pero eso lo explicaba todo: su aislamiento de los demás, la reputación que tenía entre la sociedad, su sofocante odio por Wickham, su atracción por Sylvanie, su intromisión en la felicidad de Bingley y, lo peor, la lucha que había tenido que librar contra sus propios deseos y el amor que sentía por una extraordinaria mujer de un nivel social inferior. Era una verdad tan penetrante que amenazó con abrumarlo. ¿Así que aborrecía el engaño? Pues, en realidad, era un maestro del engaño, ¡porque había logrado engañarse a sí mismo totalmente!
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