– ¿Y bien? -le ladró Manning, preparándose para torcer la boca en una risita sarcástica al escuchar la negativa.
– ¿Le vendría bien a la señorita Avery un encuentro el jueves por la mañana? -preguntó Darcy-. ¿Tal vez a las once? -Al decir esto, descubrió que la cara de asombro que puso Manning compensaba totalmente el esfuerzo de rendirse a los ángeles de la clemencia.
– ¿Estás de acuerdo? ¡Que el diablo me lleve! -Manning se dejó caer sobre el respaldo de la silla, perplejo-. ¡Eso es muy amable por tu parte, Darcy! -logró decir, después de varios minutos sin conseguir articular palabra-. No esperaba que… Bueno, eso no tiene importancia. Sí, a las once el jueves; Bella estará encantada. -Se levantó y le tendió la mano de manera torpe-. Gr-gracias.
– De nada. -Darcy estrechó la mano del barón. Había hecho lo correcto; ahora estaba seguro. Pero esa convicción no implicaba pasar más tiempo con Manning del que fuera estrictamente necesario-. Ahora, me voy a casa. ¿Puedo dejarte en algún lado, Manning?
– No, no -respondió rápidamente el barón, que evidentemente se sentía tan incómodo como Darcy con aquel nuevo giro que había dado su relación-. Pasaré un rato por White's y luego mi bailarina me estará esperando… -Dejó la frase en el aire y se encogió de hombros-. Hasta el jueves.
– Hasta el jueves. -Darcy asintió, luego se alejó de Manning y salió del club. Cuando llegó a la acera a grandes zancadas, sonrió al ver cómo Harry saltaba del coche y se apresuraba a abrir la portezuela y bajar la escalerilla.
– Buenas noches, señor Darcy. -El hombre hizo una respetuosa inclinación.
– Buenas noches, Harry -le respondió el caballero, subiendo la escalerilla-. Dígale a James que nos lleve a casa. Ya he tenido suficiente por esta noche.
– Espero que haya tenido una buena velada, señor.
– ¡Ah, ha sido una velada extraordinaria, Harry! Incluso se puede decir que he obtenido una prueba de su afirmación.
– ¿A qué afirmación se refiere, señor?
– Que, a veces, la alta sociedad tiene unas extrañas costumbres. -Darcy le recitó a Harry la aguda observación que le había hecho una vez.
– Hummm -resopló Harry-. ¡No se necesita prueba de eso! -El hombre hizo ademán de cerrar la portezuela, pero luego se detuvo en seco y bajó la cabeza, aparentemente escandalizado por la libertad con que había hablado-. ¡Espero que me disculpe, señor Darcy!
– Cierre la puerta, Harry.
– Sí, señor.
La puerta se cerró enseguida, pero Darcy esperó a que Harry se subiera al pescante para reírse de la acertada filosofía del sirviente. El calificativo de «extraño» ciertamente describía con precisión el hecho de que Manning lo hubiese buscado esa noche y el curioso giro que había dado su relación.
– No tengo palabras para describirle el alivio que supone para mí estar de regreso en Londres. -La señorita Bingley aceptó una taza de té de manos de Georgiana y se acomodó en su asiento-. Las tiendas y los teatros de Scarborough son insignificantes, ¡a pesar de lo que diga mi tía! Usted no se puede ni imaginar, Georgiana, cuánto anhelaba volver a la civilización.
Darcy observó cómo su hermana respondía con una sonrisa cortés, antes de llenar la taza de Bingley.
– No ha sido tan espantoso. -Bingley levantó la vista y miró a Darcy-. Aunque tengo que admitir que me siento más a gusto aquí, en Londres, que entre nuestros parientes y los antiguos conocidos de nuestros padres en Scarborough. Me temo que nos hemos alejado demasiado de ellos. Parece que llevamos una vida completamente distinta -concluyó con un tono pensativo, pero luego volvió a animarse-. ¡Han pasado varias semanas desde la última vez que estuvimos aquí! ¿Cómo fue tu viaje a Kent, Darcy? Me imagino que más caluroso que el nuestro al norte.
– Sí… más caluroso -respondió Darcy con una voz ligeramente ahogada. Georgiana lo miró a los ojos, dirigiéndole una sonrisa de apoyo. Su hermano asintió con la cabeza en señal de gratitud-. Pero no fue muy largo. Tanto Fitzwilliam como yo nos alegramos de volver a la ciudad.
– Y su retrato, Georgiana. -La voz de la señorita Bingley llenó el silencio que amenazó con instalarse entre ellos-. Me mortifica tanto pensar que hemos regresado demasiado tarde para verlo. ¿Fue muy concurrida la ceremonia de presentación? -Hizo una pausa y luego soltó una risa ronca-. Seguramente que así fue, así que mejor debería haber preguntado quién asistió. ¡Vamos, puede usted hacer alarde de su triunfo ante nosotros!
¡Vaya invitación! Darcy miró a la hermana de Bingley con un gesto de reprobación, mientras se preguntaba otra vez cómo era posible que entendiera tan poco a Georgiana. Malinterpretando la mirada de Darcy, la señorita Bingley le dirigió una sonrisa que sugería una conspiración secreta, en la cual Darcy se negó a participar.
– Se equivoca usted, señorita Bingley. Accedí a los deseos de mi hermana y no enviamos invitaciones. El retrato fue exhibido sólo ante la familia y ahora mismo va camino a Pemberley.
– ¿En serio? -La señorita Bingley miró a Darcy y a su hermana con total incredulidad.
– Ése era mi deseo, señorita Bingley, y mi hermano tuvo la gentileza de concedérmelo. -Georgiana le alcanzó una taza de té a Darcy con una sonrisa tierna-. Él es muy bueno conmigo, ¿verdad?
Con los labios apretados en una sonrisa de desconcierto, la señorita Bingley asintió con la cabeza.
– ¿Y qué planes tenéis ahora que habéis vuelto? -Darcy dirigió la conversación hacia un tema que no tuviera que ver con él-. Londres pronto se convertirá en un frenesí de actividad y tendréis muchas invitaciones.
– Aún no hemos decidido nada. -Bingley bajó la taza-. Ya tengo el escritorio inundado de invitaciones y mensajes.
Darcy asintió para mostrar que entendía la situación.
– Debes tratar de mantener el control de las riendas, Bingley, y no dejarte llevar por el vértigo de la sociedad. De otra manera, amigo mío, terminarás muy mal.
Bingley hizo una mueca.
– Tendré en cuenta tu advertencia. Apenas está comenzando…
– A propósito de eso, he hablado con Hinchcliffe.
– ¡Hinchcliffe! -exclamó su amigo, y una luz de esperanza iluminó su rostro.
– El mismo. -Darcy sonrió al ver la expresión de cautela que cruzó por el rostro de Bingley al oír mencionar el nombre de su temible secretario-. Dice que, si estás de acuerdo, cree que su sobrino podría comenzar a trabajar a tu servicio como secretario, encargado de los asuntos sociales.
– ¿De acuerdo? ¡Por supuesto que sí!
– Entonces, está hecho. ¿Que tal si se entrevista contigo mañana?
– ¡Mañana… Sí, claro! ¡Puede venir esta misma noche! Le mandaré una nota ahora mismo, si tú me lo permites.
– ¡Desde luego! -Darcy señaló la puerta y luego se volvió hacia su hermana-. Con el permiso de las damas.
Cuando estuvieron en su estudio, deslizó una hoja de papel sobre el escritorio y destapó el tintero, mientras Bingley tomaba asiento.
– Esto no podría haber llegado en mejor momento. -Bingley sonrió, agarrando la pluma que Darcy le ofrecía y mordiéndose el labio con expresión de seriedad. Luego mojó la pluma en el tintero y se dispuso a escribir. Darcy se recostó contra el respaldo del asiento para observar cómo Bingley garabateaba un mensaje, contento al pensar en la utilidad de la ayuda que había podido ofrecer a su amigo y en el placer con que éste había aceptado-. Listo -exclamó Bingley, al tiempo que colocaba el punto de la «i» de su apellido y le pasaba la nota a Darcy-. Dime si te parece bien. No quisiera arriesgarme a causarle una mala impresión a Hinchcliffe, con un mensaje que tuviera algún error.
Darcy leyó la corta nota rápidamente, pero cuando volvió a mirar a Bingley con un gesto de confirmación, lo sorprendió en una actitud que sólo se podría calificar de desaliento, con los ojos fijos en el vacío y una sonrisa postiza en el rostro. Incluso mientras él observaba, Bingley dejó caer los hombros y arrugó la frente. Darcy dirigió de nuevo la mirada rápidamente hacia la nota, sintiendo cómo se evaporaba su sensación de satisfacción. La receta que tenía en su mano para alivio de las obligaciones sociales de Bingley no podía hacer nada para curar el dolor que todavía albergaba el corazón de su amigo. Mientras fijaba los ojos en la nota, notó cómo lo envolvía una oleada de aflicción. ¡Qué pareja tan lamentable formaban él y Bingley! Unidos ahora por algo más que la amistad, cada uno había encontrado su alma gemela en una de las hermanas Bennet; y, como consecuencia de la intervención de Darcy, los dos padecían por la certeza de tener que pasar el resto de sus días sintiéndose medio vivos. Sí, Charles amaba a Jane Bennet tal como Darcy amaba a Elizabeth. Ahora podía apreciarlo. Pero era peor en el caso de Bingley, porque Jane Bennet sí le correspondía, según le había dicho Elizabeth; y él la creía. ¡Qué despreciable acto de vanidad había sido constituirse en arbitro del amor! Había sido injusto con su amigo, le había hecho daño de una manera imperdonable y violenta y en un asunto que el corazón de Charles debería haber resuelto por sí solo, libre de su influencia o injerencia. ¿Cómo podría compensarlo por ese terrible error? Incluso aquel acto de gentileza tenía un cierto sabor a condescendencia y superioridad.
– ¡Ejem! -Darcy carraspeó y se arregló el chaleco para dar a su amigo tiempo a recuperarse. Cuando Bingley levantó la cabeza, le devolvió la nota por encima del escritorio-. Es perfecta. ¿Quieres enviarla?
– Sí, por favor -respondió Bingley con una sonrisa rápida y fugaz-. No quisiera aceptar las invitaciones equivocadas. -Tomó la nota y la dobló lentamente en tres partes iguales, mientras Darcy lo observaba con un sentimiento de desaliento ocasionado por lo que acababa de decir. ¿Acaso Charles tenía realmente tan poca fe en su propio juicio? ¿O quizá el intento de Darcy de actuar como su mentor lo había convencido de que era más seguro poner su vida en las manos de otras personas que él creía que eran más sabias que él mismo? Si ése era el caso, Darcy le había causado a Bingley un daño todavía mayor.
– Debes tomar las recomendaciones del joven Hinchcliffe sólo como sugerencias, Charles. La última palabra la tienes tú, tanto en esto como en todos tus asuntos. Si algún día te encuentras en un lugar en el que descubres que preferirías no estar, tú sabrás qué hacer. En todas las ocasiones en que te he visto, siempre has sabido cómo comportarte.
– ¿Tú crees? -El rostro de Bingley se iluminó fugazmente-. ¿Es eso un cumplido, Darcy? -El desconcierto de Charles sacudió fuertemente al caballero. ¿Cuándo había adquirido la costumbre de tratar a su amigo como menos que un igual? ¿Cómo había podido tolerar Bingley semejante actitud de superioridad?
– No, en serio, Charles. -Darcy lo miró directamente a los ojos-. Si más gente poseyera tu buen carácter innato, tu capacidad de hacer que los que te rodean se sientan bien y tu buena disposición hacia el mundo, la sociedad no sería ni la mitad de difícil de lo que es. -Hizo una pausa para observar el efecto de sus palabras. El rostro de Bingley había pasado del entusiasmo al rubor, pero la sonrisa de sus labios le aseguró a Darcy que ese cambio era producto del placer y no de la rabia o la incomodidad-. ¡Dios sabe que a mí me sentaría muy bien un poco de tu talento! -Suspiró a causa de la verdad que contenía su confesión, y también por el alivio que le produjo ver que Bingley volvía a recuperar su forma de ser-. ¡Tal vez debería pedirte que me dieras unas clases!
– ¡Clases! -Bingley soltó una carcajada y se levantó de la silla-. ¿Acaso el maestro y el alumno van a intercambiar los papeles?
– No. -Darcy negó con la cabeza y se levantó-. ¡Tú ya te graduaste, Bingley! Ha sido un error alentarte a que permanezcas en el aula. Preferiría que fuéramos dos amigos que acuden a ayudarse mutuamente. -Le ofreció la mano, que Bingley tomó rápidamente, aunque con un poco de sorpresa-. Dos iguales que están dispuestos a ayudarse el uno al otro a lo largo del camino.
– ¡Por supuesto, Darcy, por supuesto! -exclamó Charles con aire radiante.
Darcy asintió con la cabeza y estrechó la mano de su amigo con más fuerza.
– He sobrepasado el límite, amigo mío. Y prometo rectificar lo que pueda. Te lo aseguro.
Una semana después, un golpecito en la puerta de su estudio hizo que Darcy levantara la cabeza de su libro y que su sabueso suspendiera la íntima contemplación de la escena. Trafalgar se levantó de su sitio junto a su amo y se dirigió hasta la puerta, arañando con sus patas el pulido suelo de madera que quedaba al descubierto entre las mullidas alfombras dispersas por la estancia. Bajo la atenta mirada de Darcy, el perro se levantó sobre las patas traseras, se apoyó contra la puerta y golpeó con pericia el pomo hasta abrirla, luego saltó hacia atrás para empujarla con el hocico. Un feliz gemido que brotó del fondo del pecho del animal le advirtió al caballero quién iba a aparecer enseguida.
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