Con un sentimiento de gratitud, Darcy podía reconocer ahora que había recibido un extraño y valioso presente. Al pedir la mano de una mujer que no entendía ni era capaz de conocer, había obtenido de ella la oportunidad de verse a sí mismo y de convertirse en un hombre mejor. Y él había cambiado. Sabía que lo había hecho. Ya no era el mismo que había regresado furioso a su alcoba en Rosings. ¿Qué le había sucedido en los meses que habían pasado desde entonces? Darcy no estaba seguro; no tenía una explicación clara, pero el hombre que había abierto las puertas de Rosings, preparado para escribir una carta llena de resentimiento, se le antojaba en aquel momento un extraño, un hombre que había estado caminando dormido durante toda su vida. Pero ahora había despertado.
Algunas cosas, como la relación en términos de igualdad que tenía con Bingley, habían cambiado rápidamente. Aunque tenía que admitir que otros asuntos habían requerido más tiempo. Algunos habían sido dolorosos, pues el sincero inventario de sus ofensas se había convertido en una lista alarmante, mientras que otros habían traído a su vida satisfacciones y propósitos nuevos. El resultado había sido que el mundo se había vuelto un lugar mucho más interesante, lleno de compañeros de viaje cuyas dichas y pesares ya no desdeñaba conocer y cuyos defectos se sentía más inclinado a pasar por alto. Darcy sabía que nunca sería una de esas personas bonachonas que atraen inmediatamente el interés y los buenos deseos de todos los que lo conocen, pero ya nunca más se permitiría permanecer aislado, incluso cuando estuviera entre desconocidos. Él se adaptaría, trataría de sentirse a gusto en lugar de exigir en silencio que lo complacieran. A veces le resultaba difícil, pero una recién adquirida compasión, sumada a la práctica decidida, hizo que fuera más fácil vencer sus reservas. Y esperaba que algún día eso pasara a formar parte de su naturaleza.
¿Naturaleza? Darcy miró a su alrededor en busca de Trafalgar; quien armado con increíbles reservas de energía que lo animaban a olfatear incesantemente, había desaparecido hacía rato. Al oír el silbido de su amo, el sabueso regresó corriendo, con todo el aspecto de ser una madeja de espinos, cardos y ramas.
– Según parece, sería conveniente tomar un descanso -comentó Darcy, al ver al jadeante granujilla que se detuvo a su lado. En realidad, el animal presentaba un aspecto lamentable, pero se debía más a sus propias aventuras entre los arbustos que al ritmo del viaje. Darcy frenó su caballo y desmontó. Enseguida hurgó entre las alforjas y sacó una botella con agua-. Toma, monstruo. -Agitó la botella ante los ojos del animal, pero luego se dio cuenta de que no tenía un recipiente en donde echar el agua. Se quitó el guante, hizo un cuenco con la mano y la acercó a la boca de la botella. Enseguida se agachó y comenzó a verter agua lentamente, mientras el sabueso bebía de su mano sin parar-. Listo, eso es suficiente. -Se enderezó, sacudiéndose el agua que había quedado en la mano-. ¡Yo también tengo sed! -protestó, al oír el patético gemido del perro, y luego se tomó de un largo trago lo que quedaba-. ¡Desagradecido! -acusó a Trafalgar, secándose los labios-. Mira a Séneca que no se ha quejado ni un momento, ¡y eso que ha tenido que llevarme durante muchas millas! -Al oír su nombre, el caballo relinchó y movió la cabeza, pero Trafalgar no le prestó ni la más mínima atención, pues seguía con los ojos fijos en la botella.
Darcy se estiró y se llenó los pulmones con el aire de Derbyshire, feliz por haber dejado atrás el ambiente cargado de hollín de la ciudad y de encontrarse sólo a una hora de su casa. Devolvió la botella vacía a la alforja y luego acarició brevemente la espesa crin de Séneca. El animal se detuvo un momento y levantó la cabeza de la mata de hierba que se estaba comiendo para darle un brusco cabezazo, pero Darcy no supo si fue un gesto de cariño o una manera de apartarlo de la hierba que volvió a mordisquear enseguida. Acariciando vigorosamente el lomo del animal, soltó una carcajada al recordar la rabia intensa y el sentimiento de indignación que había alimentado durante esa primera semana negra en Londres. Parecía la experiencia de otro hombre. El rechazo de Elizabeth le resultaba ahora tan distinto.
Un agudo ladrido le recordó la presencia de su perro. Los luminosos ojos de color café de Trafalgar y su inquieta cola le comunicaron la impaciencia que sentía ante la expectativa de llegar a casa.
– No tardaremos mucho. -El caballero se inclinó y acarició las orejas del animal-. Ya casi hemos llegado. -El perro estaba un poco maltrecho a causa de sus incursiones entre los arbustos, pero lo más probable es que la experiencia le hubiese enseñado muchas cosas. Lo mismo que a él, pensó. Sí, en efecto, tenía una deuda con la señorita Elizabeth Bennet. Al rechazarlo con tantos argumentos, no le había hecho daño; al contrario, le había hecho mucho bien. ¡Qué jovencita tan increíble! La desafortunada carta había sido, en parte, una manera de tratar de obtener un poco de su respeto.
Le dio una última palmada a Trafalgar, antes de volverse a montar en Séneca.
– Sólo nos quedan unas cuantas millas y llegaremos al bosque de Pemberley -informó al sabueso-. ¡El lago está detrás y te aconsejo que no desperdicies la oportunidad! No pareces ni hueles como un caballero, y si tú mismo no te ocupas de tu apariencia, algún mozo del establo lo hará.
Fresco y descansado, Darcy tomó las riendas y arreó al caballo, pues la cercanía de sus propias tierras aumentó la nostalgia de su corazón por estar en casa. Con renovada energía, su caballo atravesó el bosque de Pemberley. El sendero, duro y polvoriento a causa de un verano muy seco, serpenteaba por las onduladas colinas de Derbyshire, antes de entrar en el amplio valle a través del cual se abría paso el Ere, hasta el dique que lo convertía en un estanque sobre el cual se reflejaba la enorme mansión. Impulsado por las ganas de llegar, Darcy había dejado atrás a Trafalgar, así que detuvo a Séneca justo cuando atravesaron los árboles que marcaban el comienzo del valle. Esperaron al tercer miembro del grupo, con la respiración acelerada por el esfuerzo. El caballero aflojó las riendas y se inclinó sobre el cuello del caballo para estirar los músculos de la espalda. Cuando se enderezó, sus ojos se sintieron atraídos por el hermoso valle.
Había visto innumerables veces su casa desde lejos, ya fuera desde esa altura privilegiada o desde algún otro lugar. Sin embargo, no pudo evitar recorrer detenidamente con la mirada todos los detalles de la majestuosa estructura, y tampoco pudo contener la alegría que le provocaba la belleza de los jardines o la belleza natural del río y el bosque. Pemberley. Su casa. Esta vez, no obstante, había algo nuevo en esa parte de él que se inflamaba de dicha ante aquella visión. Miró la mansión, estudiando cada línea, hasta que ese algo encontró un nombre. Gratitud. Notó que el pecho se le llenaba de gratitud por lo que le habían dado. Y por primera vez en su vida fue consciente de que podía ser digno de poseer el gran regalo que le había sido confiado.
Un murmullo procedente de los arbustos que tenía a su espalda lo alertó sobre la llegada del perro y, al verlo desde la altura que le proporcionaba su caballo, Darcy soltó una carcajada. Aunque pareciese increíble, Trafalgar venía en un estado todavía más lamentable; jadeando y con la lengua de fuera, se arrojó a los pies del caballo.
– ¡No me eches la culpa! -le dijo al agotado animal-. Tal vez la próxima vez decidas no dar rienda suelta a tu curiosidad y te concentres en lo que estás haciendo. -El rayo de risa canina que pareció proyectar Trafalgar al oír el tono de su amo pareció extinguir la posibilidad de que hubiese aprendido la lección-. Está bien, monstruo. -El caballero soltó otra carcajada-. Entonces, ¿vemos quién llega primero a casa? -Al pronunciar la palabra «casa» se produjo una especie de milagro, seguido por un torbellino de movimiento, y al minuto siguiente Trafalgar se había convertido en una mancha que cruzaba el valle volando-. ¡Arre! -le gritó Darcy a Séneca y, después de espolearlo, aflojó las riendas para que saliera a perseguirlo. Darcy atribuyó el hecho de que caballo y jinete pisaran el patio del establo apenas unos pocos metros detrás de Trafalgar a la pérdida de su sombrero. Forzado a detenerse para recogerlo, Darcy no pudo recuperar el tiempo perdido, y no llegó ni siquiera a un empate con el sabueso. Cuando desmontó, casi aterriza sobre su orgulloso oponente, que jugueteaba entre las patas de Séneca-. ¡Sí, has ganado! -concedió Darcy y, después de soportar con resignación el ladrido triunfal de Trafalgar, fue recompensado con un húmedo premio de consolación por su deportividad.
– ¡Bienvenido a casa, señor! -El capataz de los establos de Pemberley le hizo una seña al mozo que lo acompañaba para que tomara las riendas de Séneca.
– Gracias, Morley. Es bueno estar en casa. -Darcy asintió con la cabeza y entregó a Séneca-. Que se refresque bien -le gritó al muchacho que se llevaba al animal.
– ¿Un viaje difícil, señor? -Morley observó a su joven subalterno mientras llevaba el caballo al establo.
– No, no ha estado mal. ¿Cómo van las cosas por aquí? -Darcy se quitó los guantes y, tras quitarse el engorroso sombrero, los arrojó adentro y le entregó todo a otro muchacho que acababa de llegar a toda prisa, dirigiéndole una fugaz sonrisa. Morley le indicó al chico que llevara todo a la entrada del servicio de la casa y luego alcanzó a su patrón.
– Muy bien, señor. Todo en orden. Todas las crías están creciendo adecuadamente, señor. No hemos tenido ni una sola enfermedad este año. Creo que estará complacido.
– ¡Excelente! Entonces, ¿ningún problema? -Darcy dirigió la mirada hacia algo que estaba detrás del capataz del establo: una yunta de caballos que no reconoció y que estaban siendo retirados de un landó desconocido-. ¿Visitas? -Volvió a fijar los ojos en Morley.
– Turistas, señor, han venido a conocer la casa y los jardines. Nos acaban de avisar de la casa de que tienen intención de recorrer los jardines, y tal vez el parque, cuando terminen, y que debíamos desenganchar los caballos.
Darcy frunció el ceño.
– ¡Visitantes! Bueno, entonces tomaré el camino más largo. De todas formas, tenía intención de enviar a Trafalgar al lago. El pobre animal necesita un baño con urgencia. -Miró a su alrededor, pero el sabueso no estaba por ningún lado-. ¿Y ahora adónde ha ido? -Silbó y luego gritó-: ¡Trafalgar! ¡Monstruo! -Un ladrido procedente del lago respondió a su llamada.
– Parece que se le ha adelantado, señor Darcy -dijo Morley riéndose.
– Generalmente siempre lo hace. ¡Que tenga un buen día, Morley! -se despidió Darcy. La respuesta de Morley con los mismos buenos deseos lo siguió mientras se encaminaba en busca del sabueso, tanto para estirar los músculos un poco rígidos de sus piernas como para asegurarse de que el animal aprovechaba plenamente los beneficios del lago de Pemberley. Mientras caminaba, Darcy aspiró el aroma de las flores frescas que salía de los jardines y sonrió para sus adentros. Había tenido un tiempo estupendo; todavía era temprano y ya estaba en casa. Miró hacia el edificio. No había señales de los visitantes, cuya intromisión formaba parte de la rutina y las obligaciones de una gran mansión. ¡Bien! Se apresuró a llegar al lago y encontró al perro paseándose nerviosamente por el borde, mirando con angustia por encima del hombro, esperando a que apareciera su amo.
– Aquí estoy, monstruo, pero no tenías que haber esperado. ¡Vamos! -lo instó Darcy. Trafalgar se sentó y gimió-. ¡Anda, échate al agua! -ordenó. El perro lo miró, confundido-. ¡Lánzate! -El caballero señaló el agua, pero el animal parecía no entender su significado. Hummm. -Darcy lo miró fijamente, tratando de descubrir si realmente estaba confundido o sólo estaba oponiendo resistencia. Con astucia, Trafalgar esquivó la mirada de su amo y torció la cabeza hacia el lago y los jardines-. Así que ésas tenemos. -El caballero miró a su alrededor, tomó una rama seca y la partió en dos con la rodilla; luego regresó al borde del lago y vio que había conseguido atraer la atención del sabueso. Se miraron en silencio, pendiente uno de cualquier cambio del otro. De repente, con un rápido movimiento del brazo, Darcy lanzó la rama al centro del lago-. ¡Tráela! -Sin la menor vacilación, el perro saltó al agua y nadó con decisión en busca de su premio.
El caballero rodeó el lago por la orilla, riéndose y animando al perro mientras nadaba, y se volvió a encontrar con él al otro lado, teniendo cuidado de aparecer una vez que Trafalgar hubo salido y se hubo sacudido la mayor parte del agua.
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