– Eso está bien -le dijo lady Catherine, llamando su atención-. Aunque, si hubieras contratado a la mujer que yo te recomendé, ¡podrías estar seguro de no tener que preocuparte por ese tema! -Todavía de espaldas, Darcy apretó los dientes, dejó la taza sobre la mesa y se inclinó para agarrar la tetera-. Puedes preguntarle a lady Metcalf el buen criterio que tengo para las institutrices. Ella dice que la señorita Pope es «un tesoro» y yo no tengo dudas de que así sea. Lo que las jovencitas necesitan es una instrucción firme y constante, no lo olvides. Hace poco me enteré de una situación asombrosa y estoy segura de que cualquier día habrá una auténtica catástrofe en esa familia. ¡Cinco hijas y nunca han tenido institutriz!

Darcy sintió como si todo a su alrededor se quedara inmóvil, mientras las palabras de su tía resonaban en su cabeza. ¡Cinco hijas! La mano le tembló mientras levantaba la tetera y se servía otra taza de té, lo que hizo que el líquido humeante se derramara sobre el plato. ¿Sería posible que Collins hubiese informado a su señoría de lo que había visto en Hertfordshire?

– ¿Nunca han tenido institutriz? ¡Increíble! -comentó Fitzwilliam, como si esas cosas realmente le preocuparan. Darcy sabía que eso era una estrategia destinada a mantener la atención de su tía lejos de él; pero esta vez él tenía tantos deseos de conocer más detalles como su tía de revelárselos.

– ¡Así es! -respondió lady Catherine y, mirando a Fitzwilliam, asintió con la cabeza-. Eso mismo dije yo. Pero ése no es el colmo de la locura de esa familia, sobrino. No, por supuesto que no. -Lady Catherine golpeó el suelo con su bastón con empuñadura de plata-. ¡Esas niñas no sólo no han contado con las bondades de la disciplina de una institutriz, sino que todas ellas ya han sido presentadas en sociedad, antes de que las mayores se casen! Desde la mayor hasta la menor, que tiene apenas quince años. Nunca había oído algo tan descabellado, y así se lo dije a la amiga de la señora Collins.

La taza de Darcy se sacudió de tal manera sobre el plato que tuvo que agarrarla con la otra mano. ¿La amiga de la señora Collins? No había ninguna señora Collins cuando él se marchó de Netherfield. ¿Quién era ella y quién era esa amiga de la que hablaba lady Catherine? Darcy respiró hondo, tratando de calmarse, y se volvió hacia sus familiares.

– ¿La señora Collins? -preguntó Fitzwilliam. Darcy casi le da las gracias en voz alta.

– Una jovencita modesta y juiciosa con la que mi párroco se ha casado recientemente, después de conocerla durante una visita que yo lo animé a hacer a un pariente lejano de su padre. Regrese con una esposa, señor Collins, le dije, así usted volverá con todo lo que necesita para tener una vida útil. No sé cuántas veces me ha dado las gracias por ese consejo. Ella es exactamente lo que yo habría elegido para él. Humilde, tranquila y con unos modales agradables, al igual que su padre, sir William Lucas, que vino hace poco a visitarlos. Me han informado de que tú los conoces, Darcy.

¡Lucas! Darcy buscó el nombre en su memoria. ¡Charlotte… la señorita Charlotte Lucas, la amiga íntima y confidente de Elizabeth! ¿Cuántas veces las había observado mientras conversaban privadamente? ¿La señorita Lucas se había casado con Collins? Eso sólo podía significar que… Darcy se llevó enseguida la mano al bolsillo del chaleco, pero no encontró nada. ¿Dónde…? ¡Claro, los había dejado caer en el camino! Al levantar la vista, vio que Richard lo estaba mirando con curiosidad y una ceja levantada, al ver la posición de su mano. Darcy se arregló el chaleco con un gesto deliberado y aventuró una respuesta.

– Sí, señora. Los conocí en noviembre pasado en Hertfordshire. Yo… yo estaba acompañando a un amigo que estaba buscando una propiedad en ese condado. Durante la estancia, conocí a sir William y a su familia.

¿Acaso el destino estaba a punto de traer a su vida la realidad de la cual aquellos hilos eran sólo una sombra? Darcy estaba ansioso por saber, por asegurarse de quién podía ser esa amiga y, sin embargo, si se trataba de Elizabeth, ¿cómo debería proceder?

– He sido informada de que también conociste a la amiga de la señora Collins, la señorita Elizabeth Bennet. Es bastante molesto que yo no pueda tener el placer de hacer la presentación, Darcy.

¡Elizabeth! ¡Sí, era Elizabeth! El corazón del caballero comenzó a palpitar aceleradamente. Las manos se le helaron. ¿Cómo debería comportarse cuando se reencontraran? ¿Como un simple conocido? ¿Como viejos rivales? ¿Acaso ella ya habría terminado de descifrar su carácter o se habría abstenido de hacerlo, tal como él le había pedido? ¡Y Wickham! ¿Qué otras falsedades le habría contado a Elizabeth una vez que se había marchado?

– ¿Darcy? -La voz de lady Catherine lo volvió a traer al presente-. Estaba diciendo que me siento muy contrariada por no tener el placer de presentaros, pues la señorita Bennet me aseguró que vosotros os conocíais bien. Me parece que es una muchacha un poco impertinente a veces, lo cual puede hacerla exagerar la realidad. ¿Es cierto que os conocéis?

– Muy cierto, señora. Hertfordshire es pequeño y nos encontrábamos con bastante frecuencia -confesó Darcy.

– ¿Ah, sí? -Richard apretó los labios, y los ojos le brillaron con malicia-. Entonces tal vez mañana deberíamos hacerles una visita al señor y la señora Collins y a la amiga de la señora Collins. ¿Qué dices, Darcy?

Darcy se estremeció, alarmado. ¿Mañana? Estaba reuniendo fuerzas para hacer desistir a su primo de semejante plan, pero, de repente, se le ocurrió una idea. ¿No sería mejor que su primer encuentro tuviera lugar lejos de los ojos escrutadores de lady Catherine? Aunque debería tener mucho cuidado con Richard, era la oportunidad perfecta para poner a prueba su autocontrol y ver cómo quería proceder Elizabeth.

– Excelente idea, primo -respondió Darcy-. No sería muy correcto por mi parte retrasar ni un minuto más esa visita y privarte del placer de convertirte en el objeto de la admiración del señor Collins.


Darcy tiró del cordón de la campanilla con impaciencia. Cuando finalmente se había podido excusar para prepararse para la cena, casi había salido huyendo de la compañía de su tía y sus primos para refugiarse en su habitación. Fletcher todavía no estaba listo para ayudarlo, lo cual era algo inusual y, en esas circunstancias, también desconcertante. ¿Dónde se había metido su ayuda de cámara? Si estaba flirteando con… Darcy atravesó la enorme habitación de altos techos, con la espalda tiesa por la molestia que le causaba la ausencia de su criado, pero luego se detuvo. ¡No, eso no podía ser! Ahora Fletcher era un hombre comprometido. Conociendo a su ayuda de cámara como lo conocía, Darcy descartó su primer impulso. Fletcher tenía su sentido del honor en muy alta estima para jugar con el aprecio y la confianza de su amada. Tal vez le vendrían bien unos cuantos minutos de soledad, si estaba llegando a conclusiones tan descabelladas. Se dirigió lentamente hasta una de las grandes ventanas y miró hacia la explanada verde y sinuosa que formaba el parque de Rosings. Necesitaba calmarse y detener las ridículas palpitaciones de su corazón.

Elizabeth… ¡allí! Había necesitado de toda su fuerza de voluntad para alejar de su mente ese pensamiento, mientras su tía pontificaba sobre la familia Bennet, sobre la esposa del nuevo párroco y sobre los últimos proyectos que había realizado en el pueblo. Pero ahora, lejos del examen de sus parientes, aquella idea lo invadió con una fuerza inusitada. ¡Ella estaba allí! Se había sentado en el mismo salón del que él acababa de retirarse y, a juzgar por la extensión del discurso de su tía, había venido más de una vez. Se hospedaba en la casa que estaba al final del sendero, justo detrás de la puerta en la que Collins se había parado a saludarlos cuando habían llegado. Ella caminaba por los senderos y los caminos de Rosings. ¡Ese rayo de color en el bosque! ¿Podría haber sido…? El torrente de sangre que sentía correr por sus venas hizo que el fino lino de su camisa pareciera una tela burda, dándole la sensación de que el cuello le apretaba y le irritaba. Se volvió hacia el espejo y metió los dedos de las dos manos entre el nudo que le oprimía la garganta, para deshacerlo con desesperación hasta que la corbata cayó por fin a sus pies, sobre la alfombra. Sólo en ese momento se atrevió a mirar su reflejo, mientras rezaba para que no pareciera… Soltó un gruñido y dio media vuelta. ¡Sí, tenía el aspecto del más estúpido de los hombres!

¿Qué era lo que se había propuesto precisamente esa misma mañana? ¿Acaso no había soltado los hilos de bordar al viento primaveral en señal de su solemne decisión de alejar de él cualquier pensamiento o deseo relacionado con ella? Ahora ya no había posibilidad de evitar la perturbadora realidad de esos hilos y, la verdad, tampoco quería hacerlo, según le susurraba insistentemente una voz interior. En lugar de eso, tendría que dominar el irracional impulso de correr inmediatamente hasta la rectoría para insistir en el privilegio de beber en las adorables aguas que tanto recordaba. Imaginó por un momento esa escena, mientras se soltaba los dos primeros botones de la camisa, pero el recuerdo de la mirada desafiante de Elizabeth bajo una expresiva ceja enarcada congeló su fantasía. No, ella no esperaba ni deseaba una adoración tan desbordada y violenta. Ella quería de él la verdad, de la misma forma que él desearía la verdad de ella, cuando se enfriara el ardor que ahora lo consumía. Y la verdad era que nada había cambiado. Todos los obstáculos seguían intactos y él sería culpable de jugar con ella si llegaba a expresarle de alguna manera el torrente de sus emociones y a despertar sus esperanzas.

Cerró los ojos y se sentó pesadamente en el borde de la imponente cama de su habitación, cuya amplitud y lujo eran tan notorios como su falta de comodidad. Nunca había dormido bien en Rosings. Elizabeth. Los conflictos del otoño pasado regresaron a él aumentados diez veces por el hecho de que ella había vuelto a entrar en su vida. El tormento de imaginársela todo el tiempo no era comparable con lo que significaría su presencia. Se movió con nerviosismo y se desabrochó la chaqueta, mientras pensaba en el dilema al que se enfrentaba. ¿Acaso sus deseos no eran más que manifestaciones de su egoísta terquedad, pura falta de autocontrol? ¿O lo que era inadecuado eran su deber y sus creencias, el código de conducta dentro del cual había sido educado? En cuatro meses todavía no había encontrado la respuesta pero, más allá de la confusión, sabía que, comenzando con la visita a la rectoría al día siguiente y a lo largo de aquel reencuentro, debía tener cuidado… mucho, mucho cuidado.

El ruido de unos pasos apresurados al otro lado de la puerta del vestidor hizo que Darcy se enderezara en la cama de un salto. ¡Fletcher! Rápidamente recuperó la compostura y se giró hacia la puerta, al tiempo que ésta se abría de par en par.

– ¡Mil excusas, señor! -El ayuda de cámara hizo una inclinación desde el umbral. Darcy podía ver que estaba jadeando debido a la prisa con que había venido. Pero ¿de dónde?

– ¡Fletcher! -exclamó Darcy con un tono más severo del que pretendía usar, pero no había manera de ocultar el estado en que se encontraba-. ¿Dónde se había metido mientras yo me hacía viejo aquí esperándolo? Nunca pensé que pudiera encontrar usted algo tan interesante en Rosings que lo hiciera descuidar de esa manera sus obligaciones.

– Tiene usted razón, señor Darcy. No se trata de nada precisamente en Rosings, señor, nada en absoluto. Precisamente. -Fletcher hizo una momentánea pausa y luego continuó-: ¿Puedo ayudarle a quitarse la chaqueta, señor? ¿Pido el agua para el baño? Está lista y esperan órdenes. -Le dio un tirón a la cuerda de la campanilla que sonaba en la cocina y se acercó a su patrón. En unos segundos, la chaqueta de Darcy se estaba deslizando por sus brazos y caía desmadejada sobre la cama-. Listo. ¿Ahora el chaleco, señor?

– Fletcher, ¿dónde estaba usted… precisamente? -Darcy frunció el entrecejo al ver que su ayuda de cámara parecía eludir la pregunta.

– ¿Justamente ahora, señor?

Darcy asintió.

– En la cocina, señor, probando la temperatura del agua que…

– Antes de eso -lo interrumpió Darcy.

Fletcher cerró la boca de pronto y una curiosa mirada cruzó su rostro. Luego bajó los ojos y confesó:

– Estaba en la rectoría, señor. Pero sólo en su nombre, señor Darcy.

– ¿En mi nombre? ¿En la rectoría? -espetó Darcy con sorpresa y alarma.

– Sí, señor. -Fletcher respiró profundamente-. Me enteré de que una dama que usted conoce y con la cual conversó mucho mientras estuvimos en Hertfordshire se encontraba allí como invitada. No contento con quedarme con un simple rumor, me dirigí hacia allí para asegurarme de que se trataba realmente de la misma dama. -Luego levantó los ojos e informó a Darcy con aire triunfal-: Me complace informarle, señor, de que se trata de la mismísima señorita Elizabeth Bennet.