– Claro, la señora Annesley. -Georgiana asintió y luego lo miró de reojo-. Sin embargo, sería estupendo que tú pudieras venir… sólo para estar seguros. ¿Tal vez hacia el final de la visita?
Darcy la miró un instante y luego desvió la mirada. ¿Se trataría de una especie de subterfugio femenino o el resurgimiento de su timidez? Fuese cual fuese, era una puerta abierta que Darcy tendría mucho gusto en cruzar. Tomando las riendas con una sola mano, acarició con la otra los dedos enguantados de su hermana, que estaban enroscados en su brazo.
– Entonces apareceré hacia el final.
El dominio del arte de la pesca que tenía el señor Gardiner era algo digno de ver, pero lo que lo hizo entrar a formar parte del creciente círculo de personas que Darcy respetaba fue, en realidad, su tranquilo y agradable silencio. No era probable que Bingley o Hurst alcanzaran alguna vez la categoría de verdaderos pescadores; las carcajadas de Bingley y los rugidos de Hurst no permitían que ni ellos ni las truchas tuvieran paz para disfrutar de un apacible día. En consecuencia, no pasó mucho tiempo antes de que Darcy y el señor Gardiner se encontraran hombro a hombro, lejos de los lugares a lo largo del Ere que los otros dos caballeros habían elegido para instalarse. Al mirar a Gardiner, Darcy recordó la última excursión de pesca que él y su padre habían hecho a Escocia, durante el verano anterior a su entrada a Cambridge. Aunque en esa época Darcy no igualaba las habilidades de su padre, éste lo había tratado como si así fuera y la tranquila compañía y el buen espíritu de aquella excursión eran muy similares a lo que él sentía en ese momento. Si no fuera por la perturbadora idea de que en esos mismos instantes Elizabeth estaba en el salón de Pemberley y la curiosidad que lo asaltaba por saber lo que allí ocurría, Darcy habría estado dispuesto a declarar que aquélla era una manera satisfactoria de pasar la mañana.
– Señor Darcy, permítame agradecerle nuevamente esta invitación -dijo el señor Gardiner en voz baja-. Hace mucho tiempo que no disfrutaba de este placer y nunca creí que, acompañando a dos damas, podría presentárseme una oportunidad semejante. ¡Ha sido providencial!
– El placer es mío, señor -respondió Darcy, sintiéndose feliz al descubrir que realmente lo sentía-. Espero que no pase usted de largo por Pemberley en un futuro viaje por Derbyshire. Si yo no estoy en casa, Sherrill, mi administrador, tendrá mucho gusto en atenderlo.
– Es usted muy amable, señor. -Pasaron diez minutos de silencio antes de que el hombre tosiera y se aclarara la garganta-. Ah, señor Darcy, le ruego que no se sienta obligado a quedarse conmigo todo el tiempo. Estaré feliz de pasar la próxima hora solo, en comunión con la providencia y las truchas, si usted tiene alguna obligación que atender. -El señor Gardiner lo miró con ingenuidad durante un segundo-. Por favor, no permita que lo entretenga.
¿Acaso había sido tan evidente? Al mirar de cerca al hombre, Darcy no pudo detectar ninguna insinuación subrepticia o sospechosa, sólo la serena dicha de estar justamente donde estaba. ¿Otra puerta abierta? Darcy recogió el anzuelo y puso el aparejo al lado de la cesta que compartían.
– Hay algo que le prometí a la señorita Darcy y que debo atender antes de que sus invitadas se vayan -explicó. La excusa le sonó bastante pobre e insustancial, pero el señor Gardiner asintió con sabiduría, como si la explicación tuviera toda la apariencia de una razón de peso-. Si usted tiene la bondad de disculparme, me ocuparé de ello enseguida. -El señor Gardiner se despidió y, respirando hondo, Darcy se dirigió a la casa, a un paso cada vez más acelerado a medida que se acercaba. Tras obligarse a subir pausadamente las escaleras que hubiese querido saltar de tres en tres, se detuvo sólo lo suficiente para arreglarse el chaleco y la chaqueta, antes de hacerle una seña al lacayo para que abriera la puerta del salón.
Al entrar, todas las conversaciones se detuvieron. Darcy se encontró acechado por la mirada curiosa de muchos ojos femeninos.
– Señoras. -Hizo una inclinación tras saludarlas a todas con una sonrisa cortés-. Espero que disculpen mi intromisión. -Aunque todo su ser estaba pendiente de la presencia de Elizabeth, Darcy se dio cuenta enseguida de que Georgiana estaba un poco tensa. Pudo adivinar rápidamente la fuente de esa tensión, porque la señorita Bingley tenía en su rostro una de las sonrisas más falsas que él había visto jamás. Pero Caroline Bingley era lo que menos le importaba en ese estupendo día, así que pasó de largo, para tomar la mano de Georgiana.
– Vamos, querida -susurró, levantándola del lado de la señora Annesley para llevarla a que se sentara junto a Elizabeth, en uno de los divanes-. Señorita Elizabeth, ¿le ha contado mi hermana acerca del último concierto al que asistimos antes de salir de Londres? -Se detuvo al otro lado de Georgiana y se atrevió a mirar la cara sonriente de Elizabeth. Llevaba puesto un vestido de muselina sencillo, pero que le sentaba muy bien, color amarillo pálido salpicado de delicadas flores que resaltaban toda su belleza. Darcy notó especialmente los rizos de la nuca, que rozaban sus hombros y jugaban de manera encantadora con el encaje del cuello. Le costó un gran trabajo contener el impulso de estirar los dedos y enredarlos en ellos.
– No, no lo ha hecho, señor. -Elizabeth dirigió sus hermosos y sonrientes ojos hacia Georgiana. ¡Por Dios, estaba resplandeciente!-. Por favor, señorita Darcy, debe usted contarme. ¿A qué concierto asistieron?
Georgiana se puso un poco colorada, pero respondió con suficiente soltura y Darcy no podía haber deseado que su hermana recibiera preguntas más amables y exclamaciones más sinceras que las que Elizabeth le hizo para contribuir a la conversación. Darcy podía sentir cómo la tensión de su hermana se iba evaporando a medida que, con la ayuda de Elizabeth o con la de él, la charla iba cambiando de un tema a otro de manera aparentemente natural. En cuanto a Elizabeth, todo parecía indicar que empezaba a sentir un cálido afecto por Georgiana, lo cual hacía que su corazón palpitara de felicidad. No pasó mucho tiempo antes de que Darcy tuviera la satisfacción de asumir sólo el papel de un observador, pues a medida que los intercambios entre las dos se fueron volviendo más animados, él se fue absteniendo de participar, hasta que lo único que tuvo que hacer era contribuir con su sonrisa, que no podía contener.
– Pero, dígame, señorita Eliza. -La voz de la señorita Bingley atravesó el salón de manera imperiosa, suspendiendo toda conversación-. ¿Es verdad que el regimiento del condado de… ya no está en Meryton? Eso debe de haber sido una gran pérdida para su familia.
Darcy se quedó helado, al tiempo que el salón se sumía en un silencio cargado de desconcierto. ¿Qué demonio se había apoderado de la lengua de aquella mujer para atreverse a traer el recuerdo de Wickham a su casa? ¿Cuál podía ser su propósito? ¡Era imposible que Caroline Bingley supiera nada sobre lo que Wickham le había hecho a Georgiana! ¡No, de eso estaba seguro! Darcy miró a Elizabeth, que se había quedado muy quieta al oír su nombre. Sí, a quien quería difamar la señorita Bingley con ese ataque tan abominable era a Elizabeth. Sintió que le hervía la sangre de rabia, pero aun así temía más por su hermana. Al mirar las pálidas mejillas de Georgiana y sus grandes ojos, Darcy vio que el daño estaba hecho, porque al notar su mirada, ella bajó rápidamente la cabeza y apartó la cara, al mismo tiempo que desaparecía de sus ojos toda la animación de hacía un instante. Cada vez más sonrojado por la rabia y la impotencia, el caballero buscó los ojos de Elizabeth. «Está contigo», trató de decirle, a través de la intensidad de su mirada. La señorita Bingley no debía indagar más.
Darcy vio pasar junto a él una chispa de ese gélido resplandor que había precedido a tantos de sus enfrentamientos verbales en el pasado y, con la más enigmática de las sonrisas, Elizabeth levantó la barbilla y respondió airosamente:
– Sí, es cierto; se han trasladado a Brighton, señorita Bingley. Algo indispensable para la milicia y afortunado para aquellos que fuimos relevados de la necesitad de atenderlos.
Darcy no quiso volverse a ver la reacción de la señorita Bingley, para no arriesgarse a que ella percibiera la expresión de gratitud y alivio que sintió asomarse a su rostro. En lugar de eso, se entregó al placer de observar la satisfacción que se había apoderado de los ojos de Elizabeth por el éxito de su contraataque, mientras se preguntaba de qué forma podría agradecerle aquella deferencia. Antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión, Elizabeth se inclinó hacía Georgiana y le rozó suavemente la mano. Darcy contuvo el aliento, maravillado al ver la preocupación de Elizabeth por su hermana. En ese momento, ella levantó la cara para mirarlo. No necesitaba ninguna palabra de gratitud, le dijeron los ojos de la muchacha. Elizabeth sabía lo que él sentía acerca de ese asunto y no iba a defraudar la confianza que había depositado en ella.
Con el corazón henchido de emoción, Darcy se sentó frente a ellas y se dirigió directamente a Elizabeth, eligiendo cuidadosamente el tema para complacer a las dos damas.
– Debo decirle, señorita Bennet, que su tío es un verdadero discípulo del señor Walton y posee una excelente habilidad para la pesca. Lo dejé muy animado, al acecho de mis truchas.
– ¿En serio? -Elizabeth le correspondió con una sonrisa, y su delicado aroma a lavanda inundó los sentidos de Darcy-. A menudo habla de cómo sus ocupaciones le impiden dedicarle tiempo a lo que alguna vez fue, antes de casarse, una pasión de proporciones considerables. Me alegra que haya tenido la oportunidad de disfrutar de un día de pesca, en especial después de lo bondadoso que ha sido al ponerse a las órdenes de dos mujeres exigentes durante todas sus vacaciones. Le agradezco mucho esta invitación.
– Encantado -logró contestar Darcy y luego tuvo que hacer un esfuerzo para desviar la mirada de ella y dirigirla a Georgiana. Ella permanecía callada, todavía incapaz de recobrarse y participar en una conversación incluso tan trivial como ésa. La pausa que hizo Darcy pareció decidir a Elizabeth, que se levantó de inmediato.
– Me temo que debemos irnos, señor.
Darcy se puso en pie inmediatamente también, con su mente bullendo con miles de razones y propuestas para detenerla; pero trató de contenerse. La señora Gardiner se acercó a su sobrina y dio las gracias por aquella bienvenida y la invitación a su esposo. Darcy hizo una inclinación a modo de respuesta.
– La pericia de su esposo no ha disminuido, señora. Ha sido un auténtico privilegio observarlo. Si usted y la señorita Elizabeth Bennet tienen que marcharse -continuó diciendo-, por favor permítanme acompañarlas al carruaje. -Desde luego, ellas no podían rechazar semejante ofrecimiento y con sonrisas y expresiones de agradecimiento le permitieron escoltarlas hasta la puerta, después de despedirse de su hermana y las otras damas.
Parado en el vestíbulo, Darcy miró a Elizabeth, deleitándose con su espléndido cabello, y se vio asaltado por tantas emociones que apenas pudo distinguirlas, excepto una, que percibió con total claridad. Él la amaba. Era tan sencillo y tan complicado como eso. La sencillez radicaba en la naturaleza de su amor, porque estaba centrado en Elizabeth más que en él mismo o en sus deseos, y surgía del profundo deseo de ser la persona que pudiera gozar del privilegio de cuidarla todos los días de su vida. La complicación radicaba en su interior. Darcy no podía hacer que ella lo amara o disponer que así fuera, como hacía con el resto e las cosas. Sólo podía mostrarle en qué tipo de persona se había convertido y se estaba convirtiendo… y esperar.
Mientras aguardaban a que trajeran el carruaje hasta la entrada, no había tiempo para grandes conversaciones, pero él no quiso desaprovechar ni siquiera aquella pequeña oportunidad.
– La señorita Darcy y yo esperamos con ansiedad su visita de mañana.
– Al igual que nosotras, señor -respondió la señora Gardiner.
Parecía que Elizabeth quería permanecer callada, permitiendo a su tía hacer todos los honores, pero finalmente levantó su rostro y lo miró a los ojos llenos de esperanza, con una sinceridad que lo dejó sin aliento.
– Así es, señor. Por favor, ¿le dirá a la señorita Darcy que nosotras también estamos muy ilusionadas?
– Así lo haré -prometió Darcy, con la esperanza aleteando con fuerza en su corazón. Esperó hasta que el carruaje se detuvo completamente para ayudar a subir a la señora Gardiner y luego se volvió hacia Elizabeth. Esta vez no tuvo que esperar a que ella le diera la mano. Ella se la ofreció gustosa, y tan pronto como su mano se cerró alrededor de los dedos enguantados de Elizabeth, sintió que lo recorría una oleada de felicidad; y como ella dependía de su brazo para ayudarla a subir, le invadió un profundo deseo de protegerla.
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