– Sí, señor. Desgracia con la fortuna y a los ojos de los hombres, condena para todos los allegados, a menos de que los jóvenes sean encontrados y obligados a casarse. -Los rasgos del ayuda de cámara adoptaron un aire tan sombrío como los de su amo, recordándole a Darcy que la perfidia de Wickham también afectaba directamente a las esperanzas de matrimonio de Fletcher. Hasta que Elizabeth se casara, la prometida de Fletcher, Annie, no consideraría la idea de dejar a su señora para seguir adelante con sus propios planes de boda.
– Así es. -Darcy asintió con la cabeza y le pasó la camisa al sirviente-. Hay que encontrarlos o convencerlos con dinero de que partan a una especie de exilio. No puedo pensar en otra solución aceptable que proteja a la familia, a las otras jóvenes, de la «triste suerte» que describe su soneto. Y tal como están las cosas, la respetabilidad del asunto será tan frágil como un velo, aunque tengamos éxito. -Se detuvo delante del espejo, dispuesto a lavarse con el agua caliente que había en la jofaina-. ¡Tan frágil, tan terriblemente frágil, Elizabeth! -susurró, antes de echarse agua en la cara. Luego se volvió a dirigir nuevamente a Fletcher-: Pero tal vez eso sea todo lo que se necesite. Ciertamente la sociedad ha aguantado escándalos mayores sin alterarse. Esperemos que éste sea uno de esos casos.
– Ruego con devoción que así sea, señor. -Fletcher apretó la mandíbula, mientras le alcanzaba la bata a Darcy y se la deslizaba por los hombros-. ¿Y cómo puedo yo ayudarle, señor? Estoy a sus órdenes más que nunca.
– Todavía no lo sé, pero tengo la convicción de que voy a necesitar su gran capacidad de observación y su increíble habilidad para recabar información cuando se requiere, que desplegó usted tan bien en el castillo de Norwycke el invierno pasado. -Fletcher esbozó una sonrisa fugaz-. Por no mencionar que espero tener un horario muy irregular, y que no debemos permitir que eso alarme al resto de la servidumbre. Será una tarea muy arriesgada, Fletcher.
– Sí, señor. -El ayuda de cámara recogió la ropa que Darcy se acababa de quitar-. Pero permítame observar que el teniente, a pesar de lo despreciable que es, no se aproxima a la clase de demonio que eran lady Sayre o su hija. No apostaría ni un centavo a favor de que vaya a zafarse de usted, señor.
– Esperemos que eso resulte cierto. Ahora, descansemos un poco. -Darcy despidió a Fletcher con un gesto-. Salimos a las seis; lo espero a las cinco y media.
Fletcher hizo una reverencia desde la puerta de servicio.
– No tengo ninguna duda sobre su éxito, señor -contestó al levantarse y, durante un extraño segundo, miró a Darcy directamente a la cara-. Ninguna duda. Buenas noches, señor. -Inclinó la cabeza una vez más y cerró la puerta.
Dos noches más tarde, Darcy se encontraba en Erewile House, sólo con los sirvientes necesarios para cocinar y hacer la limpieza que se requería en medio de las extraordinarias circunstancias que lo rodeaban. Como medida de precaución añadida, había dado instrucciones al mayordomo para que dejara entrar únicamente a quienes aparecían en una selecta lista y les dijera a todos los demás criados que la familia no estaba en casa. Al oír semejantes instrucciones, el señor Witcher enarcó sorprendido sus cejas pobladas y canosas durante un instante, pero la confianza en su joven patrón, y el afecto que le tenía, desvanecieron enseguida todas las preguntas y el viejo mayordomo se limitó a asentir con la cabeza, como señal de que entendía las extrañas órdenes.
Lo primero era localizar a Wickham en algún lugar de los barrios bajos de Londres. Cuando Darcy terminó de dar las últimas instrucciones a sus sirvientes y mandó a Fletcher a hacer una diligencia, se recostó, agotado, contra la silla de su escritorio, estiró las piernas y se frotó los ojos. En la ciudad había montones de barriadas miserables que podrían albergar a una pareja anónima y él no conocía ninguno de esos distritos. Y aunque se introdujera en alguno de ellos para llevar a cabo alguna investigación, la gente lo identificaría enseguida como un forastero y cerrarían la boca. Los sobornos servirían para conseguir alguna información, sin duda, pero la noticia de su presencia se extendería por todas partes y los tórtolos podrían volar del nido antes de que él llegara.
Darcy había llegado a la conclusión de que sólo había dos caminos hacia el mundo subterráneo de Londres que podrían resultar prometedores: el contacto de Dy en la iglesia de St. Dunstan y la red de ayuda desplegada por la Sociedad para devolver a las jovencitas del campo a sus familias, de la que tenía conocimiento a través de Georgiana. Primero, debía enviar una nota al presidente de la Sociedad de inmediato. Luego, como no había tenido noticias de Dy desde el día del asesinato del primer ministro, tendría que encontrarse personalmente con el sacristán de St. Dunstan y, si fuera posible, esa misma noche. Darcy tomó una hoja de papel, destapó el tintero y buscó una pluma.
Apreciado señor, escribió. Me he enterado del caso de una jovencita de una familia respetable que ha sido engañada y solicito la ayuda de la Sociedad.
Una hora después, el coche de alquiler que Darcy había contratado para llevarlos a él y a Fletcher se detuvo detrás de una iglesia en penumbra. St. Dunstan no era una construcción muy grande, pero parecía una estructura más sólida en medio de un barrio que parecía sostenerse en pie únicamente por la suciedad y la pobreza. El calor del verano hacía más intensos los olores que recorrían las fétidas calles y los callejones que, a pesar de lo avanzado de la hora, todavía eran un hervidero con las idas y venidas de sus miserables habitantes.
Después de bajarse, Darcy le lanzó una moneda al cochero, que el hombre agarró con habilidad en el aire y mordió enseguida.
– Recuerde. -Darcy puso una mano en las riendas-. Regrese dentro de media hora y vuélvame a conducir sano y salvo hasta mi residencia y recibirá el doble de esa cantidad.
– Sí, patrón; el viejo Bill y yo estaremos aquí esperándolo. -El cochero asintió con la cabeza. Darcy soltó las riendas cuando el hombre las sacudió-. Arre, Bill. -El carruaje se perdió entre la oscuridad. Al verlo partir, Darcy agarró con firmeza su bastón, el más pesado que tenía. Por desgracia, también era el más llamativo y contrastaba poderosamente con el sencillo atuendo que Fletcher había accedido a prepararle, después de mucha insistencia.
– Veo una luz, señor. -El ayuda de cámara señaló una pequeña ventana en la esquina del segundo piso-. Debe de ser la habitación del sacristán.
– Bien, ahora busquemos la puerta. -Los dos hombres comenzaron a caminar, pero enseguida fueron abordados por una mujer que les pidió una moneda para comprar algo de comer. Antes de terminar su cantinela, aparecieron otros dos mendigos, casi unos niños. La mujer los espantó a patadas. En segundos, la calle se llenó de pilluelos y vagos, algunos de los cuales sólo estaban interesados en la pelea, pero otros observaban con atención a los dos forasteros que habían causado el incidente-. No se le ocurra demostrar que tiene miedo -le siseó Darcy a Fletcher- y sígame. -Luego caminaron a lo largo de la pared de la iglesia, teniendo cuidado de dejar bien a la vista el bastón.
– He encontrado la puerta, señor -informó Fletcher jadeando-. ¡Está cerrada!
– ¡Llame, hombre! -Darcy esgrimió la empuñadura de bronce sólido ante la multitud, que ahora estaba abucheándolos y gritándoles insultos y súplicas. Más que los golpes de Fletcher, lo que probablemente atrajo la atención del sacristán fue el ruido, porque, de pronto, la puerta se abrió y dos fuertes manos los agarraron de los hombros y los hicieron entrar en la iglesia, para encontrarse con un hombre de asombrosas proporciones. Decepcionada, la multitud lanzó un alarido.
– ¡Eh, no hagáis eso! -gritó el gigante con un acento popular bastante pronunciado-. ¿Así tratáis a los forasteros? ¡Venga! Largaos a casa; pedidle perdón al señor. ¡Largo de aquí! -Después de tronar aquellas palabras, el hombre cerró la puerta, se volvió hacia ellos y levantó la vela para iluminarles la cara-. ¿Quién? -fue la única palabra de su sencilla pregunta.
– Darcy. Soy amigo de lord Brougham.
– ¿Lordt Brougham? -El gigante parecía totalmente desconcertado.
– Lord Dyfed Brougham -intentó Darcy de nuevo.
– ¡Ah, el señor Dyfedt! -Un destello de alivio brilló en su cara-. Sí, conozco al señor Dyfedt, pero no conozco a lordt Brougham. ¿Hermano, tal vez?
Darcy sonrió.
– Tal vez. -¡Debía haber imaginado que Dy no iba a usar allí su nombre real! ¿En qué estaba pensando?- El señor Dyfed me dijo que lo buscara a usted si llegaba a necesitarlo. ¿Puede usted avisarle?
El sacristán dio un paso atrás.
– Nombre, otra vez, por favor.
– Darcy… y éste es mi criado, Fletcher. El señor Dyfed nos conoce a los dos -dijo el caballero, sacando el pedazo de papel que Dy le había dado-. Aquí está la prueba de lo que le digo.
El sacristán tomó el papel y lo arrimó a la luz de la vela. Asintió con la cabeza y se lo devolvió a Darcy.
– Sí, el señor Dyfedt.
– ¿Puede usted hacerle llegar una nota?
El gigante negó con la cabeza.
– Ah, no. ¿Algún negocio?
Darcy sacudió la cabeza con un poco de desaliento.
– No, una jovencita en peligro. Él conoce a gente aquí que podría ayudarme a encontrarla y devolverla a su familia.
– ¿Una jovencita? Hummm. -El hombre frunció el ceño-. ¿No negocio?
– No, no se trata de un negocio; es un asunto personal en el cual estoy seguro de que a él le gustaría ayudar. -Darcy suspiró.
– Entonces tal vez pueda hacer algo por ustedes -contestó el hombre con una pronunciación perfecta. Tanto Darcy como Fletcher se quedaron mirando al gigante, que estaba sonriendo-. Pero primero permítanme ofrecerles algo de beber, caballeros. Creo que han tenido una noche difícil.
Darcy retrocedió y miró los ojos de su salvador, mientras agarraba nuevamente el bastón con empuñadura de bronce que había blandido delante de la multitud embravecida que los había seguido hasta la puerta. La estruendosa carcajada que soltó el gigante como respuesta rebotó contra las paredes circulares de piedra de la escalera.
– Por favor, señor, suba. Si el señor Dyfed lo ha enviado a verme, usted no tiene nada que temer en mi compañía. Por favor… -El hombre señaló los escalones. Sin estar muy seguro todavía de si sería prudente aceptar, Darcy le lanzó una mirada a Fletcher, pero su ayuda de cámara estaba concentrado en otra cosa.
– ¿Tyke? ¿Tyke Tanner? -Fletcher avanzó hacia el gigante, que lo miró enseguida con sorpresa.
– ¿Quién…? -comenzó a decir y luego se detuvo, con los ojos a punto de salirse de las órbitas-. ¿Lem? ¿Lemuel Fletcher? ¡No puede ser! -Estirando una mano gigantesca, el hombre le dio una fuerte palmada en la espalda al ayuda de cámara de Darcy-. ¿Cuánto hace? ¿Diez años? ¡Increíble! -Esa observación también resumió los sentimientos de Darcy. ¿Cómo era posible que su ayuda de cámara conociera a aquel hombre?-. ¡Y tus padres! ¿Cómo están el señor Farley y la señora Margaret? ¡Me imagino que todavía trajinando en las tablas! -¿En las tablas? Darcy se volvió hacia su ayuda de cámara, con las cejas levantadas, esperando la respuesta de Fletcher con bastante interés.
– Ah, no. -Fletcher le lanzó una mirada nerviosa a su patrón-. Están retirados y viven en Nottingham. -Carraspeó-. Pero ¿cómo has llegado hasta aquí y te has convertido en sacristán de una iglesia? No es precisamente la clase de tarea a la que estabas acostumbrado, Tyke.
La mirada de Tanner se fijó por un segundo en Darcy y vaciló.
– Tal vez tu patrón sí acepte ahora esa bebida y una silla donde disfrutarla, Lem. Señor. -Hizo una reverencia a Darcy-. Estoy totalmente a sus órdenes.
El caballero asintió, no completamente satisfecho con lo que acababa de suceder frente a sus ojos, pero la razón de que estuviera en aquella extraordinaria situación era demasiado urgente como para tratar de comprenderlo en aquel momento.
– Adelante. -Tanner bajó la cabeza con cortesía y comenzó a subir la escalera de caracol. En el segundo piso había una puerta parcialmente abierta. El hombre se detuvo y esperó a que ellos entraran primero en la habitación. Darcy miró a Fletcher, con una ceja enarcada con aire interrogante. La sonrisa segura del ayuda de cámara no concordaba exactamente con la cautela de su mirada, pero era algo que había que tomar en consideración. No podían hacer otra cosa que confiar en las instrucciones de Dy y en los contactos que éstas le ofrecían. En realidad, teniendo en cuenta lo que sabía ahora de su amigo, no debía sorprenderse por la extraña naturaleza de sus contactos. ¡Darcy miró otra vez los ojos de su guía y le pidió al cielo que éste no fuera tan extraño como increíblemente grande!
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