Darcy lo miró con severidad.
– Si se representase esto en un teatro…
– Usted condenaría la pieza como improbable ficción -concluyó Fletcher-. Señor, le aseguro que estaba en la rectoría haciendo precisamente eso: determinar si la dama era realmente la señorita Elizabeth Bennet o no.
– Hummm -respondió Darcy con deseos de saber más, pero sin poder preguntar.
– La dama goza de buena salud, señor -murmuró Fletcher mientras le sacaba el chaleco de los hombros.
– ¿Cómo lo sabe? -Darcy no pudo evitar hacer la pregunta.
Fletcher se inclinó para comenzar a desabrochar los botones de la camisa de Darcy, cuyos ojales eran muy cerrados.
– Cuando llegué, la dama regresaba de una de sus excursiones y tenía muy buen aspecto. El ama de llaves de la señora Collins dice que nunca había visto a una jovencita a la que le gustara tanto salir a pasear por los senderos de Rosings como a la señorita Elizabeth. -La camisa cayó sobre la cama, junto a la chaqueta y el chaleco. El ruido del agua que alguien estaba vertiendo en la bañera en el vestidor los distrajo a los dos durante un momento-. A menos que el tiempo se lo impida -siguió diciendo Fletcher en voz baja-, diariamente sale a disfrutar de su paseo.
– ¿Y usted estaba tan convencido de que era de vital importancia para mí obtener esa información que fue en persona hasta la rectoría para asegurarse del asunto? -preguntó Darcy con escepticismo-. ¿Por qué querría saber yo en qué emplea su tiempo la señorita Elizabeth?
– ¡Para que pueda evitarla a toda costa, señor! -contestó Fletcher con vehemencia.
Darcy apretó los labios y entrecerró los ojos mientras miraba a su ayuda de cámara y ponía en la balanza su relación de siete años, casi ocho para ser exactos, y el papel tan importante que Fletcher había desempeñado en los terribles acontecimientos del castillo de Norwycke, contra lo que los dos sabían que era su «improbable ficción». El criado debía de tener sus razones. En virtud del excepcional servicio que siempre le había prestado, Darcy no insistiría más, pero reconoció que era probable que después tuviera mucho tiempo para lamentarse de la generosidad de esa decisión. Además, el hombre le había suministrado precisamente la información que necesitaba.
El sendero que llevaba desde Rosings hasta el camino que pasaba por la casa parroquial de Hunsford estaba cubierto de prímulas y flores de brillantes colores, pero Darcy sólo le dedicó una mirada ocasional a su belleza mientras caminaba detrás de su primo y el señor Collins. El buen hombre se había presentado por propia iniciativa en Rosings, tan temprano como era posible sin parecer grosero, y enseguida había rogado que los huéspedes de Rosings le hicieran el honor de ir a conocer a su esposa.
– Nosotros también tenemos la alegría de tener huéspedes -dijo pavoneándose, bajo la mirada de fascinación del coronel-. La hermana de mi esposa y una prima mía por parte de padre, a la que el señor Darcy ya ha tenido el placer de conocer, la señorita Elizabeth Bennet, de Hertfordshire.
– Mis sobrinos ya están enterados de la presencia de la señorita Elizabeth Bennet, señor Collins -lo había interrumpido tajantemente lady Catherine, mientras Fitzwilliam aceptaba la invitación-. Ayer, casi inmediatamente después de su llegada, les conté que ella estaba de visita y les mencioné la decepción que me producía no tener el placer de poder presentarlos. ¡Y ahora usted también me va a negar el placer de presentarle a Fitzwilliam! -El señor Collins había fruncido visiblemente el ceño al oír las palabras de lady Catherine y se había disculpado profusamente por su error. Pero la invitación ya estaba hecha y allí estaban ahora, en el camino salpicado de flores que conducía a Hunsford.
Insensible a la suntuosa belleza que la naturaleza les ofrecía de manera tan generosa, Darcy se concentró en captar las palabras de la conversación unilateral que llegaba hasta él por encima de los hombros de los caballeros que iban delante. Fitzwilliam se había percatado de que la capacidad del señor Collins para hacer el ridículo era inagotable y por ello monopolizaba abiertamente la conversación del hombre durante su caminata hasta la casa parroquial. Darcy se sintió agradecido por ello. Las emociones y los temores que combatían en su mente y perturbaban la tranquilidad de su espíritu no le permitían estar en condiciones de soportar las tonterías de Collins; sin embargo, el discurso estudiado del clérigo era la única fuente de la que podía obtener fragmentos de información acerca de Elizabeth, con el fin de prepararse para su primer encuentro desde el baile de Netherfield. Darcy se esforzaba por oír lo que Collins estaba diciendo sin que pareciera estar prestándole atención, pero el viento se llevaba inevitablemente las palabras hacia el bosque, y otras veces sus frases eran tan retorcidas que carecían de sentido.
Tras renunciar con frustración, y enervado por el curso que habían tomado sus sentimientos, Darcy trató de recuperar su erosionada compostura. Aunque bastante antes de lo que él había planeado, ellos iban a encontrarse de nuevo. Y bien, ¿qué importancia tenía el tiempo? ¿Tarde o temprano, antes o después? ¿Acaso él no se había hecho una promesa cuando dejó que los hilos de bordar se fueran con el viento? ¡No iba a abandonar esas convicciones, a las que había llegado con dificultad pero en las que creía con tanta firmeza como en su honor, sólo porque estaba a punto de enfrentarse a la realidad! Sin embargo, Darcy no era ningún tonto. El poder que su imaginación había llegado a concederle a Elizabeth no tendría nada que ver con el placer que le produciría la propia presencia de la dama. Se recordó que le estaba prohibido ofrecerle su mano, ahí no había ningún peligro, pero la agitación que sentía en ese momento era prueba de que su corazón seguía en peligro. Con tal fin, debía contenerse de manifestarle cualquier tipo de deferencia o atención, independientemente de las tentaciones que ella le presentara. ¡Recuerda quién eres! La advertencia que con frecuencia le repetía su padre volvió a resonar en sus oídos. Darcy se puso tenso. Tenía que pensar en Pemberley, en Georgiana, en la familia. ¡Piensa en ellos!, se ordenó. Decidido, apretó la mandíbula.
Ya faltaba poco. Pronto llegarían a la puerta de la casa. Con expresión divertida, Fitzwilliam retrocedió un paso y se detuvo junto a Darcy, mientras su anfitrión tocaba la campanilla.
– ¡Ah, finalmente voy a conocer a la Bennet de la pequeña sociedad de Hertfordshire, que mi tía tanto lamenta no poderte presentar porque ya la conoces! -le susurró Fitzwilliam al oído, con una sonrisa. Su ironía hizo que a Darcy se le contrajeran los músculos del estómago. Miró a su primo con curiosidad. ¿Acaso Richard sospechaba algo? Ya no había tiempo de pensar en eso, pues Fitzwilliam ya estaba subiendo las escaleras hacia el piso principal de la rectoría, detrás de su última diversión. Darcy vio que arriba se abría la puerta del salón y luego oyó el ruido de sillas y pasos suaves, cuando sus ocupantes se levantaron para recibir a los recién llegados. Fitzwilliam desapareció en el interior del salón y, antes de que pudiera pensar, Darcy estaba frente a Collins, que ya le estaba presentando a su esposa.
– Señora Collins. -El clérigo se dirigió a su mujer de manera formal-. El señor Darcy, a quien debes recordar de su visita a Netherfield el otoño pasado. Señor, mi esposa, la señora Collins.
– Señora Collins -contestó Darcy. Mientras le hacía una inclinación, el fresco aroma de la lavanda llegó hasta su nariz. ¡Elizabeth! Darcy se obligó a no desviar los ojos de su anfitriona, a pesar de que un torbellino de emociones trató de abrirse paso entre tanta reserva y lo impulsó a buscarla, en contra de todas sus consideraciones.
– Bienvenido, señor Darcy -respondió la señora Collins en tono afable-. Es una afortunada coincidencia que usted esté de visita en Rosings precisamente cuando Hunsford también hospeda visitantes que usted conoce; porque mi hermana, la señorita Lucas, y mi querida amiga, la señorita Elizabeth Bennet, también están con nosotros. -Una jovencita cuyo rostro recordaba vagamente del baile de Netherfield le hizo una reverencia, a la cual Darcy respondió con solemnidad; y luego quedó frente a Elizabeth.
Ante la cálida y luminosa imagen de Elizabeth, enmarcada por los brillantes rayos del sol de la mañana, Darcy supo que estaba perdido y que todas sus decisiones eran tan consistentes como el humo. ¡Elizabeth! El corazón le dio un vuelco, a pesar de todas sus precauciones. Antes de que pudiera tranquilizarse, los hermosos ojos de la muchacha, profundos e inteligentes, le lanzaron una mirada fugaz al encontrarse con los de Darcy, atrapándolo de una manera tan audaz que él sintió que se le cortaba la respiración y que las preguntas que esos ojos contenían lo clavaban irremediablemente en el suelo. Su corazón, traicionero, comenzó a golpear dolorosamente sus costillas, cuando ella modificó la expresión de sus fascinantes ojos, iluminados por una misteriosa perspicacia femenina, entrecerrándolos para estudiarlo con curiosidad. ¿Qué estaría buscando? Y lo que resultaba todavía más angustioso: ¿Qué era lo que había descubierto? ¿Acaso ella era capaz de acceder con tanta facilidad a todos esos lugares secretos que él se empeñaba en defender y fortificar?
Incapaz de desviar la mirada, Darcy sólo pudo esperar a que ella llegara a una conclusión. Pasó toda una eternidad, durante la cual el aire que se agitaba entre ellos se volvió pesado y denso. Luego la joven enarcó una ceja, con aquel gesto tan provocador que lo había cautivado desde el principio. Levantó un poco la barbilla y una chispa divertida iluminó su franca mirada. La provocación de sus encantadores rasgos hizo que la presión que Darcy sentía en el pecho amenazara con estallar en un gruñido. ¡Por Dios, cuánto había echado de menos el desafío, la fascinación y la imprevisibilidad de Elizabeth! ¿Cuántas veces se la había imaginado justamente así? Todas sus defensas contra ella se convirtieron en cenizas mientras que, como el más preciado de los vinos, el efecto que ella tenía sobre él recorrió todo su cuerpo, poniendo en evidencia todos sus sentidos. Le recordó la sensación de embriaguez que había sentido varios meses atrás cuando se encontraba en su presencia y que había arrastrado con él desde entonces, a pesar de lo mucho que se reprendía por hacerlo.
Parte de mi alma… De repente lo asaltaron las palabras de Adán, sus propias palabras, pronunciadas aquella noche hacía tanto tiempo, y su alma, que comprendía lo que su razón no podía entender, se apresuró a abrazar esa otra mitad de sí mismo con un júbilo que le provocó un cierto mareo, sintiéndose tentado a tomarse imperdonables libertades. Darcy quería sonreír, quería reírse a carcajadas, quería tomar la mano de Elizabeth entre las suyas y llevársela a los labios. Deseaba que los dulces sueños en los que ella aparecía, que lo habían atormentado durante el sueño y la vigilia, concluyeran al fin para convertirse en realidad. Sus fantasías cobraron fuerza con vertiginosa velocidad hasta que, durante un instante de terror, Darcy temió haber perdido todo dominio de sí mismo. Se vio con claridad mientras avanzaba hacia ella y la abrazaba sin vacilar, en una unión de cuerpo y alma. Pero -¡por favor, Dios mío!-la verdad es que no se había movido, ¿o sí? Trató de recuperar el control de sus extremidades, pero incluso en ese momento el aroma a lavanda enardeció sus sentidos, mientras sus labios buscaban la suave calidez de la frente de la muchacha y se deleitaban con el íntimo palpitar del corazón de Elizabeth contra el suyo.
La joven hizo una reverencia. Aunque Darcy apenas pudo percibirlo, el gesto de Elizabeth provocó en él la inclinación correspondiente y ese intercambio le produjo una oleada de alivio, al ver que su cuerpo no lo había traicionado y no había hecho nada inapropiado.
– Señorita Elizabeth Bennet -dijo con voz ahogada. Con los labios apretados, Darcy contuvo el aliento mientras levantaba la cabeza para captar las primeras sílabas que ella le dirigiría, pero la muchacha no dijo nada. Fue una reverencia totalmente formal. Notó que los ojos de Elizabeth se posaban sobre él durante un instante, pero no recibió ningún otro saludo antes de que ella se girara para saludar a su primo. Darcy sabía que debía agradecer esa cortesía, porque le había permitido recuperarse. Pero en lugar de eso, experimentó un momento de angustioso pesar. ¿Qué sensación habría experimentado al ver en esos maravillosos ojos una chispa de alegría por su llegada? Darcy miró rápidamente hacia otro lado. La suposición era un ejercicio inútil. Luego se recordó que él estaba allí para cumplir con un acto de mera cortesía, nada más.
– Señora Collins. -Fitzwilliam tomó fácilmente la delantera-. Puedo ver que usted ha trabajado mucho durante el breve período que lleva casada. ¡Hunsford nunca había brillado tanto bajo la administración del reverendo Satherthwaite, se lo aseguro! ¿No estás de acuerdo, Darcy? -Giró la cabeza hacia su primo, mientras le pedía en silencio que entrara en la conversación.
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