9 La alianza de las mentes sinceras

Después de cerrar la puerta al finalizar su fracasada entrevista con Lydia Bennet, Darcy recorrió lentamente el pasillo y bajó las escaleras hasta la taberna de la posada, donde se encontraba Wickham, mientras consideraba su siguiente movimiento. Aquel bribón debía de estar pensando que estaba en la posición más ventajosa y, en efecto, así era a simple vista. La presencia de Darcy y la obstinación de Lydia eran prueba de ello. Pero era una ligera ventaja y mientras tuviera todavía localizados a los tórtolos, correspondía a Darcy la tarea de insistir en la incertidumbre y el peligro que representaba su posición, poniendo tanto énfasis como pudiera. Porque si llegaban a huir, todo estaría perdido.

Wickham se dio la vuelta cuando Darcy entró en la oscura estancia y su eterna sonrisita se hizo más amplia al ver que Darcy bajaba solo. Avanzó hacia el lugar que habían ocupado antes y puso un vaso medio vacío sobre la mesa, antes de sentarse.

– Una muchachita asombrosamente fiel, ¿verdad? Todavía no sé si eso es un rasgo afortunado o desafortunado en una mujer, pero así es. ¿Qué le vas a hacer?

– En efecto -respondió Darcy, sentándose en el otro asiento-. ¿Qué sugieres?

Wickham soltó una carcajada, como si acabara de hacer un chiste, pero su alegría se apaciguó bajo la constante mirada de censura de Darcy.

– Bueno -sugirió-, podrías llevártela a la fuerza, tú o alguien a quien contrates, pataleando y gritando como una loca. Ni yo ni nadie aquí se interpondría en tu camino por… -Miró a Darcy con gesto calculador-. Diez mil libras.

– Diez mil libras -repitió Darcy sin emoción-. Pero está el problema de su reputación y la de su familia. El hecho de que tengas diez mil libras en el bolsillo no va a restaurar la respetabilidad de la familia de ella. No, la idea de llegar a un arreglo matrimonial es la dirección correcta que debes tomar. -Darcy se recostó.

Wickham hizo una mueca de decepción, pero sus ojos decían que estaba ansioso por seguir.

– Muy bien, diez mil libras. -Golpeó la mesa como si estuviera en una subasta de caballos-. ¡Y me caso con ella!

Darcy fingió una ligera mirada de sorpresa.

– ¿Y después de oír esta oferta tan magnánima debo asumir que tú crees que, primero, yo soy tonto, y segundo, el simple hecho de unir tu nombre al de ella será una compensación adecuada por tus acciones y se restaurará inmediatamente la reputación de toda la familia?

– ¿Qué es lo que tú…?

– ¿Qué es lo que creo? Muy sencillo, que una vez te encuentres en posesión de una suma considerable de dinero, abandonarás a la muchacha en manos de tus acreedores y yo habré financiado una buena cantidad de bellaquerías y engaños futuros. ¿O acaso has olvidado mencionar que el trato incluía una cláusula adicional según la cual tú te reformabas y modificabas tu carácter?

Wickham le lanzó una mirada de frío odio.

– ¡Siempre el mismo mojigato melindroso y temeroso de ensuciarse la ropa! ¡Carácter! -exclamó con odio-. Sólo los ricos pueden permitirse el lujo de tener carácter, pero la mayoría de ellos parecen no complicarse mucho. Simplemente tienen el dinero o el poder para comprar la manera de salir de los problemas, antes de que los rumores se vuelvan demasiado insistentes. Pero los pobres… a los pobres los juzgan sin conmiseración…

– Sí -lo interrumpió Darcy-, está el asunto de tus deudas. ¿Tienes alguna idea de a cuánto ascienden? -Wickham se encogió de hombros con desinterés. Darcy insistió en el asunto-: Entonces pensemos solamente en las que has contraído desde tu llegada a Meryton. ¿A cuánto ascienden?

Wickham se volvió a encoger de hombros.

– No tengo ni idea, excepto… -Desvió la mirada un segundo, antes de continuar-: Excepto las deudas de honor que tengo con mis compañeros oficiales. -Como si hubiese tenido una revelación de repente, Wickham se enderezó y golpeó la mesa-. ¡Ellos son los causantes de todo este maldito lío! ¡Si esos «elegantes caballeros» no hubiesen sido tan endemoniadamente meticulosos a la hora de exigir lo que les debía y no hubiesen estado tan prestos en delatarme, yo no estaría aquí!

– Pagaré tus deudas.

– ¿Qué? -Wickham miró a Darcy de inmediato-. ¿Todas?

– Todas aquellas en las que incurriste desde que pusiste un pie en Meryton.

– ¡Debes de estar bromeando! ¿Todas? ¿Sin saber la suma? -preguntó con incredulidad.

– Pagaré tus deudas, tanto a los comerciantes como a los oficiales -repitió Darcy. No se había movido desde que se había recostado contra la silla y, extrañamente, tampoco había sentido la rabia o el desagrado que solía sentir hasta ahora cada vez que cruzaba por su mente la simple mención de George Wickham. Darcy tenía un objetivo, y trataría de conseguirlo, pero algo había cambiado, y ahora era capaz de luchar contra aquel canalla de manera desapasionada.

La incredulidad de Wickham se convirtió rápidamente en suspicacia.

– Pero eso significaría que las controlarías todas. Y en cualquier momento, podrías exigir su pago.

– Sí, eso es cierto. -Darcy inclinó la cabeza, mostrando su acuerdo-. Dependerías de -añadió e hizo una pausa, mientras buscaba la palabra, y le hizo gracia encontrarla precisamente en una frase que había salido de los labios de su hermana- la clemencia, que sería excesivamente generosa y silenciosa, te lo aseguro, mientras tú te comportaras como un caballero en el amplio sentido de la palabra y trataras a tu esposa de manera honorable. -Agitado ante la perspectiva, Wickham se puso en pie y se dirigió a la ventana-. Yo no necesito que tú creas en el honor, puedes continuar despreciándolo todo lo que quieras, sólo que actúes de manera que los demás crean que lo respetas -terminó de decir Darcy, mientras el otro hombre le daba la espalda. En ese momento, Wickham se volvió para mirarlo cara a cara, con una expresión inescrutable-. Pero si llego a enterarme de que estás maltratando a tu esposa o has contraído una deuda de manera injustificada… -Darcy dejó la frase en suspenso.

– ¡Atrapado y encadenado! -Wickham contrajo la cara con rabia-. ¿Y qué gano yo en esta encantadora historia? Ya sabes que podría simplemente huir de ti, de la muchacha y de todo este maldito lío en este instante.

– Podrías tratar de hacerlo, tienes razón, pero hay demasiada gente interesada en tu paradero: comerciantes, padres ofendidos, tus antiguos compañeros del regimiento, por no mencionar a tu comandante. Yo te encontré pocos días después de enterarme de que habías huido de Brighton. Ellos también podrán hacerlo.

Wickham se puso pálido, tragó saliva y luego enrojeció.

– No te atreverías… -susurró entre dientes, con los ojos llenos de rabia.

– Sinceramente, espero que las cosas no lleguen a ese extremo -contestó Darcy, mientras una sensación de calma fluía por su cuerpo. La veracidad de sus palabras lo sorprendió casi tanto como a su adversario. Debería estar sintiendo un enorme júbilo a causa de su inminente triunfo sobre el hombre que había arruinado su vida y amenazado a su familia. Al menos debería haber sentido la satisfacción de acorralar a su presa, pero no era así. ¿Acaso era compasión? ¿Sentía compasión por Wickham? No… no se trataba de eso… precisamente.

Wickham se relajó un poco y volvió a sentarse a la mesa.

– Si accedo a todo eso, ¿cómo voy a vivir de aquí en adelante y con una esposa que mantener? Está muy bien eso de satisfacer a todas esas sanguijuelas, pero ¿de qué voy a vivir? -El hecho de que Darcy no contestara inmediatamente pareció preocupar a Wickham, porque comenzó a golpear nerviosamente el suelo con el pie-. No tengo profesión. -Se miró las manos y luego volvió a mirar a Darcy-. ¡Kympton! ¡Dame la rectoría de Kympton! -Darcy comenzó a negar con la cabeza-. ¡Es lo que tu padre quería para mí! ¡Es perfecto!

– ¡No! ¡De ninguna manera! -Darcy cortó de plano las exigencias de Wickham-. Hay otra posibilidad, pero antes de hacer más averiguaciones deseo llegar a un trato contigo. -Se levantó de la silla-. ¿Hacemos ese trato? Tú no tratarás de huir de esta posada y te reunirás conmigo mañana para seguir discutiendo tu situación, y yo no informaré a nadie de tu paradero ni me retractaré de ninguna de las promesas que te he hecho hasta ahora.

Wickham reflexionó un momento y luego, suspirando, le tendió la mano.

– De acuerdo. -Darcy se quedó mirando la mano extendida, sintiendo una opresión en el pecho-. Ah, bueno… -Wickham comenzó a retirarla.

– ¡No, ven! -Darcy ignoró al diablillo que quería llevarlo de nuevo al reino del resentimiento y estrechó brevemente la mano de Wickham-. De acuerdo. Mañana por la tarde vendré a buscarte -dijo apresuradamente-. Despídeme de la señorita Lydia Bennet. -Luego tomó su sombrero y su bastón y dejó a Wickham solo en la taberna, para que pensara lo que quisiera acerca de lo que acababa de pasar entre los dos.

Al llegar a donde estaba el coche de alquiler, Darcy le dio una dirección al cochero y subió. Mientras el vehículo recorría las calles, arrojó su sombrero y sus guantes sobre el gastado asiento de cuero y se frotó primero los ojos y luego toda la cara. Se recostó contra los cojines del respaldo, estiró las piernas y evaluó la situación. ¡Los había encontrado! La triste miseria del lugar en el que estaban era suficiente para deprimir al más optimista de los hombres, y Wickham no formaba parte de ese feliz grupo. Pero Darcy estaba seguro de que se sentía cada vez más impaciente por tener que marginarse de la vida que ansiaba y estaba desesperado por encontrar una manera de alcanzar otra vez la suficiente respetabilidad para disfrutar de esa vida. ¿Serían suficientes para tentar a Wickham las condiciones que le había propuesto? Parecía que sí; al menos de momento. Cuando pasara todo aquello, era probable que el simple hecho de tener el control de sus deudas pendiendo sobre su cabeza lo hiciera mantenerse en el camino correcto.

Cerró los ojos y dejó escapar un gran suspiro. A pesar de que las condiciones resultaban bastante onerosas para Wickham, la verdad era que el hecho de que el hombre hubiese aceptado su oferta de comprar todas sus deudas y las medidas que habría que tomar para garantizar los términos del acuerdo lo atarían a él durante el resto de su vida. Darcy lo sabía desde el principio y el desagrado que esto le producía había despertado su antipatía latente, a pesar de todos los esfuerzos por tener una actitud adecuada a la importancia de aquel empeño. Pero luego, al ver todo aquello -el egoísmo y la actitud desafiante e infantil de Lydia Bennet, la bravata de Wickham, que mostraba su absoluta falta de conciencia-, Darcy había sentido brotar dentro de él una inesperada compasión, y la suave lluvia de la clemencia había hecho desvanecer lo que la rabia y el orgullo no habían podido lograr. Había llegado a un acuerdo. Era un comienzo que permitía albergar un poco de esperanza.

¡Esperanza! La atención de Darcy se fijó ahora en esa dulce presencia que había en su corazón, para quien significaría tanto esta esperanza… Elizabeth. Si pudiera aliviar su sufrimiento asegurándole que había encontrado a su hermana y que ya se estaban trazando los planes para garantizar su regreso. ¡Lo que debía de estar pasando día tras día, mientras esperaba que le llegara alguna noticia!

– Pronto -le prometió Darcy con voz suave en medio de la penumbra del carruaje-. Pronto.

El vehículo se detuvo frente al cuartel de oficiales de la Real Guardia Montada de su majestad y, cuando el cochero se bajó para abrir la portezuela, Darcy sacó una tarjeta del tarjetero que guardaba en el bolsillo del chaleco. Se la entregó al hombre y le pidió que se la llevara al oficial de guardia y preguntara por el paradero del coronel Fitzwilliam. En menos de cinco minutos, Darcy sabía exactamente dónde estaba su primo.

– ¡Por Dios, Fitz! ¿Qué estás haciendo aquí y montado en eso? -Darcy se rió al ver el gesto de desaprobación de Richard, mientras su primo le abría la portezuela del carruaje y bajaba él mismo la escalerilla. ¡Era estupendo volver a reír!-. Toma, coge tu sombrero, por favor, y ¡asegúrate de sacudirlo!

– ¡Por favor no ofendas a mi cochero! -le advirtió Darcy con un guiño-. Es un hombre extraordinariamente valiente y fiel a su palabra. -Se volvió hacia el hombre y le puso en la mano tres veces más de la tarifa habitual, mirándole directamente a los ojos-. Le estoy muy agradecido.

– Gracias, patrón… Ah, señor. -El hombre se sonrojó y, bajando la cabeza mientras retrocedía, se subió de nuevo a su pescante y se marchó.

Darcy dio media vuelta y vio a su primo mirándolo con total incredulidad. Le puso una mano en el hombro y dijo:

– Ven, ya he encontrado a Wickham y necesito tu ayuda. ¿Dónde podemos hablar?