Mientras se debatía entre la incredulidad y la indignación, Darcy se puso en pie y se dirigió hacia una ventana, tratando de mantener la compostura bajo la mirada acusadora de la señora Bennet. Al observar las últimas flores de la estación en el jardín de Longbourn, pensó en lo increíble que resultaba el hecho de que aquella mujer pudiera ser la madre de Elizabeth. La señora Bennet vivía totalmente engañada por sus propias fantasías y la experiencia de las últimas semanas no había podido hacerle cambiar de opinión ni enseñarle prudencia. Una vez disipada la rabia, Darcy experimentó un sentimiento de compasión por lo que debían de sufrir Elizabeth y sus hermanas a causa de su madre.

– Señor Bingley. -La voz temblorosa de Elizabeth volvió a traer a Darcy al presente y levantó la mirada para observar su perfil-. ¿Tiene usted intenciones de permanecer mucho tiempo en el campo?

– Creo que nos quedaremos unas cuantas semanas. Es la temporada de caza, ya sabe. -Bingley miró a la señorita Bennet mientras contestaba y podría haber hablado más, pero su madre se apresuró a intervenir.

– Cuando haya matado usted a todos sus pájaros, señor Bingley, por favor venga aquí y mate todos los que quiera en la propiedad de mi esposo. Estoy segura de que estará encantado y le reservará sus mejores nidadas.

– Es usted muy amable, señora -respondió Bingley con elegancia, ante las absurdas palabras de la señora Bennet. Luego se volvió hacia las hermanas-. Pero espero no pasar todo el tiempo cazando. ¿Hay algo, señorita Bennet, que reúna a todos los habitantes del condado?

¡Ah, allí estaba por fin lo que Darcy había venido a comprobar! Mientras Bingley entablaba una conversación con Jane Bennet, Darcy los examinó a ambos. Charles había enrojecido un poco y sus ojos mostraban una cautelosa esperanza, mientras trataba de rescatar a la señorita Bennet de la sombra de su madre. Sus sentimientos eran inconfundibles. En contraste, las respuestas de la señorita Bennet eran mesuradas pero afables. Bingley persistió. La muchacha sonrió con un poco más de calidez, mientras él bromeaba acerca de algo, y luego se rió. Bingley sonrió enseguida y echó hacia atrás los hombros, ante lo cual la señorita Bennet se sonrojó y clavó la vista en el suelo, pero no antes de que Darcy alcanzara a ver el brillo de sus ojos y una dulce sonrisa. Decidió que era un comienzo prometedor y se preguntó cómo podía haber pensado que Jane Bennet estaba tratando de atrapar a su amigo para hacer un matrimonio socialmente ventajoso.

¿Y qué pasaba con Elizabeth? La miró rápidamente y luego volvió a mirar a Bingley, sintiendo que el corazón se le partía en dos. ¡Estaba tan callada! Darcy sentía la tensión que emanaba de ella. ¿Acaso quería que él se fuera, o que hablara?

¿Debería hacer referencia a su encuentro en Pemberley? ¿Se atrevería a continuar lo que habían empezado durante la visita de Elizabeth a Pemberley, antes de la llegada de la carta que traía la noticia de la traición de Wickham? Volvió a mirar por la ventana, debatiéndose entre las distintas explicaciones acerca de la actitud de Elizabeth.

El ruido de las sillas le advirtió de que su visita estaba llegando a su fin y se levantó para despedirse, ansioso por terminar con aquel sufrimiento para ambos. Pero él y Bingley no pudieron escapar tan rápidamente.

– Me debía usted una visita, señor Bingley -dijo la señora Bennet con un tono de falsa acusación, cuando se dirigían hacia la puerta-, pues cuando volvió a la capital el pasado invierno me prometió venir a comer con nosotros en cuanto regresara. Ya ve que no lo he olvidado. Y le aseguro que me disgusté mucho porque no volvió usted para cumplir su compromiso. ¡Debe usted cenar con nosotros esta misma semana, señor! ¿Le parece bien el martes?

Bingley miró enseguida a Darcy, al tiempo que un rubor comenzaba a subir por su cuello, antes de dirigirse a su anfitriona y ofrecerle sus disculpas. Tras lanzarle una mirada a la señorita Bennet, que también se había puesto colorada, aceptó la burda invitación en nombre de los dos.

– Señora Bennet. -Bingley y Darcy se despidieron-. Señorita Bennet, señorita Elizabeth… -Charles siguió despidiéndose de todas. Darcy hizo lo propio. La respuesta de la señorita Bennet a la despedida de Darcy fue totalmente apropiada, y él pudo mirarla a los ojos, pero temió hacer lo mismo con Elizabeth, para no ver la sensación de alivio que tal vez encontraría allí.

Se iban a encontrar nuevamente, cenarían juntos en Longbourn dentro dos días. Darcy se alegró por Bingley.

– ¿Qué opinas, Charles? -preguntó cuando llegaron al final del sendero y tomaron el camino-. ¿Dirías que todo ha ido bien?

– Tan bien como se podía esperar después de una ausencia tan larga -contestó Bingley de manera pensativa, y luego se lanzó a hacer un verdadero himno de elogios-. ¿No te parece hermosa? Tan hermosa como… ¡No, más hermosa de lo que recuerdo! ¡Ay, Darcy, qué forma de sonreírme!

Mientras se dirigían hacia la siguiente visita de la mañana, Darcy escuchó con alegría todas las expresiones de renovada esperanza de su amigo, al tiempo que pensaba que las suyas propias estaban bastante dudosas. Si, tal como parecía, su presencia sólo le causaba dolor a Elizabeth, o la confundía tanto que la sumía en el silencio, no le causaría más molestias al imponerle su presencia más allá de lo necesario. Se pondría a las órdenes de Bingley todavía con más firmeza y seguiría observando a la señorita Bennet, y sus ojos se fijarían esta vez en las señales más sutiles del afecto que residía en el pecho de Jane Bennet. En cuanto a Elizabeth, Darcy decidió que necesitaría recibir de ella una señal o volvería a Londres lo más pronto posible.

Su visita al squire Justin estuvo marcada por tal familiaridad que pareció como si no llevaran ausentes de Hertfordshire más que un par de semanas. Mientras recibían las afectuosas atenciones del squire, Darcy pensó nuevamente que, si su amigo decidía establecerse en el vecindario, le iría muy bien entre aquellas personas. El squire podía ser el tipo de consejero sabio y experimentado al cual podría recurrir Bingley, relevándole a él de un papel que se sentía cada vez menos cualificado para representar. Se lo mencionaría a Bingley, en caso de que su amigo encontrara que, en efecto, todo lo que deseaba estaba en Hertfordshire.


Estaba decidido. Partiría al día siguiente. Darcy observó el techo desde su cama y se puso un brazo sobre los ojos. La cena de la noche anterior en Longbourn le había dado muchas razones para creer que Bingley estaba en el camino de la felicidad. Había observado a la pareja con creciente certeza, y el placer que ambos sentían por su mutua compañía era cada vez más evidente. Con la confesión que tenía que hacerle aquel día a Bingley, su amigo pronto estaría rumbo al matrimonio. Era hora de cortar el cordón y dejarlo construir su futuro. En cuanto al suyo propio…

La cena en Longbourn había resultado muy concurrida. La señora Bennet no había dudado en señalarle esta circunstancia en repetidas ocasiones, y Darcy suponía que su intención era recriminarle el comentario que él había hecho durante el otoño anterior acerca de la naturaleza limitada de la vida provinciana. Aparte de las formalidades que le exigía su papel de anfitriona, la señora Bennet lo había ignorado durante la mayor parte de la velada y él había guardado las distancias. Aunque durante la cena se había visto obligado a sentarse cerca de ella y participar en una conversación llena de repeticiones sobre las vulgares impresiones que había tenido del baile en Netherfield, ahora generosamente complementadas por expresiones de arrobamiento sobre su hija recién casada y su yerno.

Después de saludar a sus anfitriones en el vestíbulo, Darcy se había acercado a la señorita Bennet, que lo había recibido con la sonrisa amable que solía dedicarle a todo el mundo. Tras hacerle una reverencia, Darcy se había dirigido a Elizabeth. Al ver sus rizos brillantes y su frente tan blanca, había sentido que el corazón le daba un vuelco. ¿Cómo era posible que ella siempre pudiera sorprenderlo con más encantos de los que podía evocar, cuando él recordaba y atesoraba cada momento que habían pasado juntos?

– Señor Darcy. -Elizabeth había levantado la mirada hacia él, y sus extraordinarios ojos habían mostrado una cierta incertidumbre, mientras examinaba el rostro de Darcy. Luego había clavado la mirada en el suelo y había hecho una reverencia-. Es usted muy amable por haber venido.

– En absoluto -había contestado Darcy al levantarse de su inclinación-. Han sido ustedes muy amables invitándonos. -Y eso había sido todo lo que habían conversado casi hasta el final de la velada. Cuando tuvo la oportunidad de acercarse, ella le había preguntado por Georgiana. Él le había respondido y luego se había quedado esperando, en medio de un silencio incómodo, pero sin saber qué decir por la cantidad de preguntas que anhelaba hacer. Ella no había dicho nada más y él se había retirado cuando otra jovencita había comenzado a hablar con ella. ¡La muchacha no se le había acercado más durante la velada! Y tampoco había visto aparecer a la Elizabeth vivaz, desafiante y llena de ingenio.

Poco después, Darcy había quedado atrapado en una mesa de jugadores de whist, y afortunadamente había tenido que concentrar toda su atención en el juego. Entre partida y partida había mirado furtivamente hacia la mesa de Elizabeth. La expresión de su rostro indicaba que no parecía divertirse mucho con las cartas. Quizá no estuviese muy complacida con la velada en general. El caballero no pudo saberlo con seguridad. Pero sí se sintió satisfecho al ver que Bingley había retomado las atenciones hacia su hermana. Mientras Charles y Jane caminaban juntos por el salón, o se sentaban y conversaban con otros invitados, ella les había dedicado una de esas miradas tiernas que Darcy tanto ansiaba recibir.

Bueno, que así sea, pensó para sí mismo con una sensación parecida al desaliento, apartando las mantas. Estaba esperando recibir una señal y, aunque no había tenido una recepción negativa, no había sido lo suficientemente positiva como para animarlo a quedarse. Así que se marcharía a Londres. Darcy se levantó y corrió las cortinas. Un último día… un último día que debería terminar con el fortalecimiento o la destrucción de una amistad. Darcy recorrió con la mirada los campos que separaban Netherfield de Longbourn. Elizabeth… Elizabeth.


– ¡Son unas personas muy amables! -le dijo Bingley a Darcy con cara de satisfacción, cuando el último de sus invitados pidió el carruaje y se marchó en medio de la fría noche de otoño-. Me caen tan bien o mejor incluso que el otoño pasado. -La noche anterior, en Longbourn, Bingley había anunciado una reunión improvisada para jugar a las cartas y muchos caballeros habían asistido, felices de pasar una velada lejos de los ojos de sus madres, esposas o hermanas.

– Gente muy buena, sin duda -había dicho Darcy, mientras regresaban al salón para tomarse un último vaso de oporto-. Es estupendo saber que te dejo en tan buena compañía. No te aburrirás durante mi ausencia. -Darcy observó cuidadosamente a Bingley mientras servía el oporto. Su amigo estaba de un humor excelente. Las visitas a Longbourn y la calurosa acogida que le había dispensado parte de la burguesía de la comarca le estaban sentando de maravilla a su amigo y Darcy se sentía extraordinariamente agradecido por ello. Ahora, la noche antes de marcharse de Hertfordshire, era el momento de hablar con él. Sintió que su estómago se contraía cuando aceptó el vaso de manos de su amigo.

– Desearía que no te marcharas tan pronto, pero como no tienes más remedio, brindo por los buenos hombres que acaban de irse y por tu rápido regreso. -Bingley levantó su vaso y le sonrió. Darcy sintió un dolor agudo al ver esa imagen. Cuando hubiese terminado lo que tenía que decirle, ¿querría todavía que regresara? Brindó con Charles y ambos bebieron un largo trago. ¡Adelante!, lo acosó su conciencia.

– Charles, hay algo que debo decirte antes de marcharme.

– ¡Dime, Darcy! -Bingley dejó su vaso sobre la mesa, se dejó caer cómodamente sobre un gran sillón y le señaló el otro que estaba frente al fuego.

– No, gracias, creo que permaneceré de pie. -Darcy dio otro sorbo al oporto y se quedó mirando las llamas fijamente.

Bingley lo miró con consternación.

– ¿Te sucede algo, Darcy? Ya he notado que esta noche estuviste más callado que de costumbre.

– Los cargos de conciencia tienden a aplacar el espíritu, amigo mío, y ésa es la razón de mi comportamiento esta noche. Sabía que tenía que hablar contigo y la perspectiva de hacer una confesión, aunque necesaria, nunca es placentera.

– ¡Vamos, Darcy, suenas aterradoramente lúgubre! ¡Confesión! ¿Qué podrías tener que confesarme tú a mí?