Mientras Bingley estaba ocupado con la señora Bennet, Darcy se alejó y observó el jardín. La mayor parte de las plantas habían sido arrancadas y la tierra había sido removida, pero algunas flores temerarias todavía mecían sus pétalos multicolores en medio de la brisa. El caballero aspiró el olor a humedad y lo retuvo por un momento, intentando calmar la agitación de su corazón. De nuevo el tiempo parecía introducirse de cabeza en el futuro, su futuro, consumiendo y descartando el precioso presente de la forma más inclemente. Ansiaba que Elizabeth apareciera, pero al mismo tiempo deseaba ardientemente que se retrasara, al menos hasta que él pudiera conseguir aquietar, aunque sólo fuese momentáneamente, su corazón.
Un ruido procedente de la puerta le informó de que las jóvenes estaban listas. Se dio la vuelta para ver cómo Bingley le ofrecía la mano a Jane. Elizabeth salió de la casa con paso ligero y la luz del sol proyectó luces y sombras sobre su chaquetilla color cobre y su vestido de muselina verde. No había nada elegante en su apariencia. Iba vestida para dar un paseo. Sin embargo, su actitud en conjunto despertó la admiración de Darcy.
Bingley tomó la mano de su Jane para ponerse en marcha, Elizabeth se dio la vuelta con una sonrisa y luego -¡oh, Darcy se quedó sin respiración!- levantó los ojos para mirarlo a él. No necesitó obligar a su cuerpo a moverse para colocarse junto a la muchacha, ya que, de repente, se encontró a su lado, avanzando por el sendero, detrás de Bingley y Jane, mientras que la hermana menor se quedaba ligeramente rezagada. Después de una breve discusión sobre la ruta que tomarían, en la cual Darcy no participó ni se interesó, decidieron dirigirse hacia la casa de los Lucas, donde Kitty se quedaría para visitar a la señorita Maria Lucas. El arreglo no podía ser más favorable. Sólo quedaba poner un poco de distancia entre ellos y los recién comprometidos, y Darcy no tendría excusa -nada, salvo sus propios temores- que le impidiera conocer su destino.
El grupo avanzó por el camino entre campos cultivados y luego atravesó un pequeño bosque. Antes de lo que esperaba, Bingley y Jane se quedaron rezagados, pues a medida que la intimidad que les ofrecía el paisaje aumentaba, la pareja caminaba cada vez más despacio.
– El señor Bingley ha elegido un hermoso día para caminar -dijo Elizabeth-, aunque no creo que se dé cuenta de por dónde va.
– Sí, es un hermoso día. -Darcy miró hacia atrás-. Y creo que tiene razón sobre Bingley. ¿Igual que su hermana, tal vez?
– Es muy probable. -Siguieron caminando sobre las hojas secas que crujían bajo sus pies y el silencio se instaló de nuevo entre ellos. Pasaron varios minutos antes de que Darcy le preguntara si aquél era su paseo favorito.
– Sólo cuando Charlotte está en casa, porque allí… ¿lo ve usted? -Elizabeth señaló una bifurcación del camino rodeada de árboles-. Ese es el camino hacia la casa de los Lucas. Supongo que podría recorrerlo con los ojos cerrados. -El caballero asintió con la cabeza, sí, veía el cruce del camino. En ese momento, Kitty pasó rápidamente junto a ellos.
– ¿Me puedo ir ya, Elizabeth? -preguntó, evitando mirar a Darcy. Él pudo notar que lo que ella más deseaba era alejarse de su pesada compañía.
– Sí, puedes irte, pero vuelve antes del atardecer y no le pidas a sir William que te traiga en coche -le advirtió Elizabeth a su hermana menor.
Entornando los ojos, Kitty los abandonó y se apresuró a tomar el camino hacia la casa de su amiga. Darcy miró hacia atrás, pero no vio a Bingley y a Jane. Estaban solos. Esperó hasta ver qué dirección tomaría Elizabeth. Con una rápida mirada, ella pasó delante y siguió por el camino. Él la siguió. Tenía que hacerlo ahora, se dijo para sus adentros.
La alcanzó y estaba a punto de agarrarla del brazo para detenerla, cuando ella disminuyó el paso por voluntad propia y levantó los ojos para mirarlo, con expresión ansiosa.
– Señor Darcy, soy una criatura muy egoísta -comenzó a decir- y con tal de aliviar mis propios sentimientos, poco me importa cuánto esté hiriendo los suyos. -Sorprendido por semejante introducción, Darcy se detuvo y la miró con consternación-. Pero ya no puedo pasar más tiempo sin darle a usted las gracias por su bondad con mi pobre hermana -se apresuró a decir Elizabeth, aunque apenas podía mirarlo a los ojos-. Desde que lo supe, he estado ansiando manifestarle mi gratitud. Si mi familia lo supiera, ellos también lo habrían hecho.
¡Elizabeth lo sabía! El corazón de Darcy se convirtió en un nudo de hielo al oír aquella revelación que trastocaba todo y tal vez anulaba para siempre toda posibilidad entre ellos. Ahora le resultaba bastante clara la razón de su comportamiento durante su última visita.
– Lamento muchísimo -logró contestar Darcy- que haya sido usted informada de una cosa que, mal interpretada, podía haberle causado alguna inquietud. -Miró hacia delante y soltó un suspiro de resignación, antes de añadir-: No creí que la señora Gardiner fuese tan poco reservada.
– No debe culpar a mi tía -replicó Elizabeth con tono de súplica-. Una indiscreción de Lydia fue la que me reveló su intervención en el asunto; y, como es natural -confesó-, no descansé hasta que supe todos los detalles. -Respiró hondo-. Déjeme que le agradezca una y mil veces, en nombre de toda mi familia, el generoso interés que lo llevó a tomarse tantas molestias y a sufrir tantas mortificaciones para dar con el paradero de los dos fugitivos.
Con el corazón libre de los temores iniciales, Darcy escuchó cómo Elizabeth describía sus actos en los términos más benevolentes. No lo culpaba por interferir. Estaba agradecida, eso era evidente. Pero la simple gratitud podía ser devastadora para sus esperanzas. Darcy quería más que la gratitud de Elizabeth, o una alianza fundada en semejante desigualdad. Él quería su corazón, que ella se lo entregara total y libremente, o no quería nada.
– Si quiere darme las gracias, hágalo sólo en su nombre -le respondió Darcy con firmeza-. No negaré que el deseo de tranquilizarla se sumó a las otras razones que me impulsaron a actuar. Pero su familia no me debe nada. Siento un gran respeto por ellos, pero no pensé más que en usted. -Darcy esperó un momento, en medio de la ansiedad y el temor de que ella entendiera lo que quería decir, pero Elizabeth guardó silencio.
Tenía el rostro parcialmente oculto por el sombrero, pero el rubor que cubría lo que Darcy alcanzaba a ver era inconfundible. Luego, algo en su interior se movió con una emoción tan poderosa que tenía que saberlo todo… allí… ahora.
– Tiene usted un espíritu demasiado generoso para burlarse de mí -comenzó a decir, al poner su futuro en las manos de Elizabeth-. Si sus sentimientos son aún los mismos que el pasado mes de abril, dígamelo sin rodeos. Mi cariño y mis deseos no han cambiado; pero con una sola palabra suya, no volveré a insistir más.
– Señor Darcy -dijo ella con voz entrecortada, levantando la cabeza para mirarlo-. Por favor… mis sentimientos… -Elizabeth parecía estar luchando por respirar, pero el brillo de sus ojos mostraba que no corría peligro alguno-. Mis sentimientos han sufrido un cambio tan radical desde aquel desdichado día de la primavera pasada que el hecho de oír que los suyos continúan siendo los mismos sólo me puede producir gratitud y el más profundo de los placeres.
– Elizabeth. -Darcy susurró su nombre por temor a que se rompiera el encanto que sabía que lo rodeaba-. Elizabeth -repitió, agarrando sus manos, mientras se deleitaba con la dulce sonrisa y los ojos brillantes de la muchacha. Darcy se llevó las manos de Elizabeth a los labios y las besó con ternura, para ponerlas luego sobre su corazón, mientras le decía, por fin, todo lo que guardaba en su pecho sobre su profundo amor, su gratitud y las esperanzas que tenía para el futuro.
El caballero no supo cómo ocurrió, tenía el corazón demasiado pletórico, pero de repente comenzaron a caminar, sin que él supiera hacia dónde. Había tanto que sentir, tanto que decir, tanta felicidad que imploraba salir a la luz. Darcy le contó la visita de su tía, y su doloroso enfrentamiento con ella y, sin embargo, cómo le había permitido concebir una esperanza. Habló sobre sus esfuerzos para corregir su manera de ser y cómo se había propuesto demostrarle en Pemberley que los reproches acerca de su carácter habían sido subsanados. Elizabeth expresó su sorpresa al conocer la seriedad con que Darcy había tomado sus duras palabras y se sonrojó al recordarlas. El caballero abjuró de su carta, aunque ella la recordaba con cariño y le aconsejó no pensar en el pasado más que para recordar lo placentero.
– No puedo atribuirte esa clase de filosofía -respondió Darcy, besando otra vez la mano de Elizabeth-. Tus recuerdos deben de estar tan limpios de todo reproche, de forma que la satisfacción que te producen no procede de ninguna filosofía sino de algo mejor: de la tranquilidad de conciencia. -Darcy metió la mano de Elizabeth bajo su brazo-. Pero conmigo es distinto. Me asaltan recuerdos penosos que no pueden ni deben ser ahuyentados. -Se detuvo y, acariciándole la mejilla, suspiró-. Toda mi vida he sido un egoísta en la práctica, aunque no en los principios. De niño me enseñaron lo que era correcto, pero no a corregir mi temperamento. Me inculcaron buenos valores, pero dejaron que los siguiese cargado de orgullo y presunción. Me permitieron, me consintieron y casi me enseñaron a ser egoísta y arrogante, a pensar tan sólo en mi círculo familiar y a despreciar al resto del mundo o, por lo menos, a creer que la inteligencia y los méritos de los demás eran muy inferiores a los míos.
Darcy bajó el brazo y volvió a tomar las manos de Elizabeth entre las suyas, mirándola a los ojos y hablándole con toda el alma.
– Así fui desde los ocho hasta los veintiocho años, y así continuaría siendo de no haber sido por ti, mi adorada Elizabeth. ¡Te lo debo todo! Me diste una lección que resultó muy dura al principio, es cierto, pero también muy provechosa. Me humillaste como convenía. Me dirigí a ti sin dudar de que me aceptarías, pero tú me hiciste ver lo insuficientes que eran mis pretensiones para halagar a una mujer digna de ser halagada.
Caminaron varias millas. Elizabeth le contó la inquietud que había sentido cuando él la había descubierto en Pemberley, pero él le aseguró que su único propósito había sido lograr que ella lo perdonara. Darcy le hizo partícipe, a su vez, de lo complacida que estaba Georgiana por haberla conocido, y lo decepcionada que se había sentido por la súbita interrupción de su amistad, y le explicó que el aspecto serio y pensativo que tenía cuando se despidieron en la posada de Lambton se debía a que ya estaba planeando la manera de rescatar a su hermana. Elizabeth le volvió a dar las gracias, pero ninguno de los dos quiso hablar más sobre ese doloroso asunto.
– ¿Qué habrá sido de Bingley y de Jane? -Elizabeth miró el reloj y luego hacia atrás, hacia el camino-. ¡Deberíamos regresar ya, pero no los veo! -Luego dieron media vuelta y Darcy le tomó la mano para colocarla en su brazo-. Tengo que preguntarte -dijo Elizabeth, dirigiéndose a Darcy- si te sorprendió enterarte de su compromiso.
– De ningún modo. Al marcharme, comprendí que la cosa era inminente.
– Es decir, que le diste tu permiso. Ya lo sospechaba.
– ¡Mi permiso! -exclamó Darcy-. ¡No, no, eso sería una pretensión demasiado elevada, a la cual nunca me atrevería a llegar, mi querida niña! ¡Espero haber aprendido la lección! -Elizabeth sonrió. Darcy le contó que le había confesado todo a Bingley la noche antes de salir para Londres, y lo equivocado que había estado acerca de lo que había ocurrido el pasado otoño-. Le dije que podía ver con facilidad el afecto que él sentía por ella y que estaba convencido de que ella lo amaba. Luego tuve que confesarle que había sabido que tu hermana había estado en la ciudad durante el invierno y que había conspirado para que no fuera informado. Se enfadó mucho. Pero estoy seguro de que se le pasó al convencerse de que tu hermana le amaba todavía. Ya me ha perdonado de todo corazón.
Siguieron caminando, y aunque en el pasado Darcy siempre se quedaba callado cuando estaba en presencia de Elizabeth, eso había terminado porque ahora sabía que ella comprendía todas sus opiniones y los planes que tenía para el futuro. Continuaron así hasta llegar a la casa y sólo se separaron antes de entrar en el comedor de Longbourn.
12 La fina sutileza del amor
Llegaron terriblemente tarde. Cuando entraron, todo el mundo, incluidos Bingley y Jane, ya estaba sentado a la mesa. Encabezados por la hermana mayor de Elizabeth, enseguida todos preguntaron en coro:
– Mi querida Lizzy, ¿dónde os habíais metido?
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