– Hola, agente -respondió ella, y consiguió hacer un guiño destinado a ambos hombres-. ¿Qué te trae por aquí? ¿Vienes a ver las últimas novedades en tangas? -Soltó la broma que siempre utilizaba con Rick intentando aparentar normalidad.
Rick se rió.
– No hasta que hagas de modelo para mí.
Ella soltó una carcajada.
– Ni lo sueñes.
Roman carraspeó para recordarles que él también estaba presente. Como sí a ella fuera a olvidársele.
– Venga ya, Roman. Ya debes de saber que a tu hermano le gustan todas las mujeres. Si fuera legal tendría un harén, ¿verdad, Rick?
Rick se limitó a contestar con una risa ahogada.
– ¿Podemos ir al grano? -dijo Roman.
– Asuntos policiales, desgraciadamente. -De repente Rick adoptó una actitud seria.
A Charlotte no le gustó el tono solemne de su voz.
– ¿Por qué no nos sentamos? -Los condujo hacia los enormes sillones de terciopelo estilo reina Ana situados cerca del probador.
Los dos hombres resultaban conspicuos en aquel entorno femenino y recargado. Charlotte observó a Roman. Pensó que ejemplificaba el magnetismo de los hermanos Chandler. Todas las mujeres notaban su presencia cuando estaban cerca de él.
Roman se quedó de pie mientras Rick se sentaba con las manos juntas entre las piernas, con aspecto de ser un hombre que escondía un secreto.
– ¿Qué sucede? -inquirió ella.
Los hermanos intercambiaron una mirada. El sonido de la radio policial de Rick rompió el silencio. Dedicó a Charlotte una mirada de pesar.
– Disculpa.
Mientras cogía el receptor, sujeto a su cinturón, y hablaba de asuntos policiales, Roman no apartó su penetrante mirada de Charlotte.
Rick alzó la vista.
– Lo siento. Se ha producido un altercado en el colmado y necesitan refuerzos.
Charlotte le hizo una seña de despedida con la mano.
– Ve tranquilo. -«Y llévate a tu hermano», suplicó en silencio.
– Roman, ¿puedes informarle del caso? Tiene que estar al corriente de lo que pasa. -Rick hizo trizas sus esperanzas.
Roman asintió.
– Será un placer -afirmó con voz sensual.
Charlotte se estremeció ante la situación. Maldito fuera por el efecto que tenía sobre ella, pensó; pero para cuando Rick se hubo marchado y ella y Roman se quedaron solos en la trastienda, Charlotte esperó haber controlado su expresión y adoptado una cortés máscara de amistad. Dado que Beth estaba fuera y que había poca actividad en la tienda, nadie iba a interrumpirlos, sería mejor para ella que dejara la atracción en segundo plano.
– Si tal cosa fuera posible -farfulló.
– ¿El qué fuera posible? -preguntó Roman.
Ella negó con la cabeza antes de tragar saliva con fuerza.
– Nada. ¿Habéis venido por lo del ladrón?
Roman asintió.
– Tiene que ver con tu mercancía. -Se apoyó en la pared que había al lado de ella.
– ¿Con qué artículos? -Rick no le había concretado nada en su última visita.
Roman tosió y se sonrojó antes de responder.
– Bragas de señora.
Charlotte sonrió.
– Vaya, quién lo iba a decir, hay un tema capaz de sonrojar a un Chandler. -Esa manifestación de vergüenza le permitió ver un aspecto más vulnerable de Roman, quien solía mostrarse seguro en circunstancias normales. Se sintió agradecida por el privilegio, y una parte traicionera de su corazón se abrió para él.
– Hablo en serio -dijo Roman, ajeno al efecto que su vergüenza había tenido en ella.
Charlotte tenía que esforzarse por que la situación no cambiara.
– Parece ser que el hombre es una especie de fetichista.
Fetichismo de bragas. Charlotte negó con la cabeza con ironía antes de asimilar las palabras de Roman.
– Has dicho que el hombre es fetichista. ¿Por qué dar por supuesto que se trata de un hombre? ¿La policía cree que es un hombre?
– Tendrás que hablar con Rick sobre eso.
Charlotte asintió al tiempo que seguía pensando sobre el tema.
– Supongo que eres consciente de que los bienes robados sólo puede llevarlos una mujer sin que nadie se dé cuenta. A no ser, claro está, que el hombre esté muy mal dotado. -Advirtió la expresión divertida de Roman.
– No seas mala, Charlotte.
Su sonrisa la inundó de calidez y sintió una especie de cosquilleo.
– ¿Y qué marca de bragas? Vendo docenas de ellas.
– Bueno, Rick es quien sabe los detalles, pero mencionó las de encaje del escaparate. Me dijo que estaban hechas a mano. ¿Es verdad?
Las hacía ella. Sus prendas eran exclusivas, modernas, personales, y no tenían por objeto convertirse en motivo de obsesión o burla de un pervertido. Tenía sus razones para seguir dedicándose a la afición que se había convertido en un elemento imprescindible de su negocio, pero Charlotte no se imaginaba revelándole secretos personales a Roman, cuando mantener las distancias parecía la vía más segura y los detalles relacionados con esas prendas podían desembocar en un campo de minas emocional.
Su afición de hacer encaje de ganchillo era una vía de entrada a su alma, y hablar del tema supondría revelar su dolor y decepción más profundos. Porque entre otras cosas, su madre le había enseñado a hacer ganchillo. Eran actividades que Annie practicaba como vía de escape, después de que el padre de Charlotte las dejó para buscar fortuna cuando ella tenía nueve años. Hollywood le esperaba, dijo una mañana, y se marchó, aunque volvía a intervalos irregulares. Su costumbre de llegar y volver a desaparecer rápidamente se había convertido en una característica de su vida. Se trataba de un rasgo que Charlotte siempre había temido que se repitiera con Roman, tan fuerte era el magnetismo que ejercía sobre ella.
Él carraspeó y Charlotte pareció despertar.
– Sé de qué marca son -dijo ella por fin-. ¿Qué puedo hacer para ayudar a la policía?
– Por ahora, Rick sólo quiere que estés más informada. Seguro que se pondrá en contacto contigo para decirte lo que necesita.
Ella asintió. Para romper el silencio que siguió, Charlotte buscó un tema de conversación neutro.
– ¿Qué tal está tu madre?
Roman suavizó la expresión.
– Tirando. Puede realizar alguna actividad al día, luego vuelve a casa a descansar. Me siento mejor habiéndola visto con mis propios ojos. La llamada de Chase me dio un susto de muerte.
Charlotte tenía ganas de acogerlo en su corazón, y su deseo de ayudarle a superar su temor y su angustia era fuerte y abrumador. Pero no podía permitirse el lujo de conectar con él en un plano más profundo del que ya habían conectado.
– ¿Cuándo llegaste al pueblo? -preguntó.
– El sábado por la mañana, a primera hora.
Y a Raina la habían llevado a urgencias el viernes por la noche. Charlotte admiraba la fuerte vena protectora de Roman, rasgo compartido por todos los hermanos cuando se trataba de su querida madre. Aunque una parte de Charlotte ansiaba ese cariño también para ella, sabía que aunque se lo diera no duraría.
Él suspiró profundamente antes de acercarse más a Charlotte. Poderoso y seguro, se situó a su lado. El corazón le latía más rápido en el pecho y el pulso se le iba acelerando. El calor corporal de Roman la rodeó junto con una oleada de calidez y emoción que iba más allá del mero deseo. El hombre tenía recovecos ocultos y la bondad innata propia de su familia. Podía darle todo lo que deseaba menos él para siempre, pensó Charlotte entristecida.
Él alargó la mano y le levantó el mentón para obligarla a mirarlo.
– Ten cuidado. Afrontémoslo, Rick no sabe a ciencia cierta si se trata de un incidente excepcional o si es obra de algún chiflado peligroso.
Charlotte sintió un escalofrío.
– No me pasará nada.
– Ya me aseguraré yo de eso. -Su voz ronca destilaba el cariño que ella deseaba y se le hizo un nudo en la garganta.
– Una cosa más -añadió-. Rick quiere que todo esto se mantenga en secreto. La policía no desea que cunda el pánico en el pueblo ni que los rumores sobre el ladrón se propaguen como la pólvora.
– Como si aquí pudieran controlarse los cotilleos. -Hizo una mueca-. Pero yo no diré esta boca es mía.
Charlotte lo acompañó a la puerta, debatiéndose entre el deseo de que se quedara y la necesidad lógica de verle marcharse. Él la miró de hito en hito una última vez antes de dejar que la puerta se cerrara tras de sí. Charlotte tenía las palmas húmedas y el pulso acelerado, y no era por culpa del ladrón.
Al volver a la ropa interior de color lavanda que había dejado en el mostrador, repasó la realidad mentalmente. Era imposible que en la faz de la tierra existieran dos personas más distintas que ella y Roman. Él prosperaba gracias a la transitoriedad y los desafíos, ella necesitaba permanencia y el bienestar de la rutina. Incluso su breve estancia en Nueva York, por emocionante que hubiera sido, se debió a la escuela de moda y el aprendizaje, y regresó a Yorkshire Falls en cuanto le fue posible. Roman, en cambio, había convertido el estar lejos de allí en el objetivo de su vida.
Había roto con él en el pasado porque su ansia de marcharse de Yorkshire Falls la había convencido de que no le ofrecería más que dolor. Nada de lo que él había hecho en la vida desde entonces le indicaba que hubiera cambiado. Agarró las bragas con fuerza deseando de todo corazón que las cosas entre ellos pudieran ser distintas, pero aceptando la realidad como sólo podía hacerlo alguien que viviese en ella.
Tanto en el pasado como en la actualidad, su único consuelo era el hecho de que no le quedaba otra opción. Había hecho lo correcto. No quería repetir la vida de su madre, viviendo en un limbo hasta que su hombre volvía y se dignaba dedicarle un poco de atención bajo sus propias condiciones, para volver a desaparecer al cabo de poco.
No podía permitirse el lujo de reconocer lo mucho que Roman la excitaba ni admitir la verdad que se ocultaba en lo más profundo de su corazón: que tanto su osada personalidad como su estilo de vida la atraían. Y así, había silenciado la parte de ella que deseaba a Roman Chandler y el germen de insatisfacción que crecía en su alma.
Incluso ahora.
Capítulo 4
La brisa primaveral que flotaba en el ambiente matutino y aportaba una calidez inusual a Yorkshire Falls llenaba los pulmones de Raina con un aire increíblemente dulce y fresco. Tan fresco como sus hijos cuando eran adolescentes, pensó con ironía.
Salió de Norman's, recorrió la calle principal y se dirigió al montículo cubierto de hierba del centro del pueblo que tenía un mirador en la esquina. Iba a reunirse con Eric en su hora del almuerzo, antes de que tuviera que volver a la consulta para las visitas de la tarde. Aunque era él quien la había invitado, ella había elegido el lugar y comprado la comida. ¿Quién podía resistirse a un picnic al aire libre? Había comprado unos deliciosos sándwiches de pollo asado.
Al llegar, se detuvo de repente, sorprendida de ver allí a Charlotte Bronson y Samson Humphrey, el hombre pato, como lo llamaban los niños del pueblo. Samson vivía en las afueras, en una casa desvencijada de su familia que había pasado de generación en generación. Raina no tenía ni idea de qué vivía o a qué dedicaba el tiempo aparte de sentarse en el parque y dar de comer a los patos, pero era un personaje habitual del pueblo y en concreto de aquel lugar.
Se acercó a ellos.
– Hola, Charlotte. Samson. -Les sonrió a los dos.
– Hola, Raina. -Charlotte inclinó la cabeza-. Me alegro de verte.
– Lo mismo digo. -Como Samson guardaba silencio, Raina insistió-. Qué buen día hace. Perfecto para dar de comer a los patos.
– Ya te he dicho que me llamo Sam -refunfuñó con voz apenas audible-. ¿No eres capaz de recordar una puñetera cosa?
– Está gruñón porque todavía no ha comido, ¿verdad, Sam? -dijo Charlotte.
Raina se rió a sabiendas de que siempre estaba gruñón. Charlotte era experta en templar los ánimos más ariscos.
– ¿Y tú qué sabes? -dijo él.
Raina pensó que probablemente Charlotte tuviera razón. De hecho, había traído un sándwich de más para él por si acaso.
– Bueno, sí sé que perro ladrador, poco mordedor -dijo Charlotte-. Toma esto. -Y le tendió una bolsa de papel marrón, con lo que se adelantó a la buena obra de Raina.
Desde la época en que Roman se había enamorado de Charlotte en el instituto, Raina sabía que la chica tenía un corazón de oro. Recordaba que habían tenido una cita y que su hijo estuvo de un humor de perros al día siguiente. Entre Roman y Charlotte había habido algo más que una cita nefasta. Raina lo supo entonces y lo sabía ahora. Igual que sabía que Charlotte Bronson y su buen corazón eran perfectos para su hijo pequeño.
– Venga, Sam, tómalo -insistió Charlotte.
Él agarró la bolsa y farfulló un «gracias» apenas audible. Quitó el papel de plata rápidamente y dio un primer bocado enorme.
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