– Lo habría preferido con mostaza.

Raina y Charlotte se echaron a reír.

– Norman se niega a ponerle mostaza al pollo asado, y de nada -dijo Charlotte.

Raina pensó que era obvio que el condimento del sándwich no importaba, porque Sam se zampó la mitad en dos bocados.

– Tengo que volver al trabajo. -Charlotte se despidió de Raina, luego de Sam y se dispuso a regresar a la tienda.

– Buena chica -dijo Raina.

– Tendría que ser más sensata y no perder el tiempo conmigo -musitó él.

Raina negó con la cabeza.

– Eso no hace más que demostrar su buen gusto. Bueno, que aproveche. -Raina siguió caminando y se sentó en el extremo opuesto del banco del mirador.

Sabía que no tenía sentido sentarse con Sam. Llegado el momento, él se levantaría y se marcharía, como hacía siempre. Era un hombre solitario y antisocial. Los niños pequeños le temían y los jóvenes se burlaban de él, mientras que el resto del pueblo en general no le hacía caso. Pero Raina siempre se había compadecido de Sam y le caía bien a pesar del caparazón bronco. Cuando se compraba algo de comer en Norman's, siempre añadía algo para Samson. Era obvio que Charlotte compartía sus sentimientos. Era algo que Raina y la joven tenían en común, aparte de Roman.

– Tendría que haber sabido que llegarías antes que yo -dijo una voz masculina conocida.

– Eric. -Raina se levantó para saludar a su amigo. El doctor Eric Fallón y Raina habían crecido en la misma calle de Yorkshire Falls. Eran amigos mientras ambos estaban casados y siguieron siéndolo una vez fallecidos sus respectivos cónyuges, la esposa de Eric mucho después de que Raina perdió a John.

– Más te vale no haber venido caminando hasta aquí o conducido por el pueblo a más velocidad de la permitida. Con indigestión o sin ella, debes ser precavida. -El cejo se le frunció en una mueca de preocupación.

Raina no quería que se preocupara por ella, pero tenía otra cuestión más apremiante de la que ocuparse antes. Debía recordarle a su querido amigo la ética médica antes de que, sin querer, se le escapara delante de sus hijos que no había sufrido más que un ardor de estómago más intenso de lo normal.

– Chase me ha traído y supongo que has repasado mi historial o te has enterado de mi visita al hospital por los chismorreos.

– Me lo tendrías que haber dicho tú cuando te he llamado esta mañana.

– Si todos tus amigos te molestaran con sus problemas de salud en cuanto vuelves de las vacaciones, regresarías corriendo a México.

Él exhaló un suspiro mientras se pasaba una mano por el pelo entrecano.

– Tú no eres una amiga cualquiera. ¿Cuándo te vas a dar cuenta? -La miró fijamente con sus oscuros ojos.

Raina le dio una palmadita en la mano.

– Eres un buen hombre.

Él le cubrió la mano con la suya, bronceada y curtida, y su tacto le pareció sorprendentemente cálido y tierno.

Estremecida, cambió de tema.

– Supongo que te has enterado de que Roman ha vuelto al pueblo.

Eric asintió.

– Ahora dime por qué también me he enterado de que tus hijos van de puntillas a tu alrededor por temor a que te rompas. Por qué Roman se ha pedido un permiso laboral. Y por qué cuando no estás por el pueblo, estás en casa «haciendo reposo» por prescripción médica. Porque sé perfectamente que Leslie no te dijo nada de que descansases más. Que tomaras Maalox, puede ser.

Raina echó un vistazo a su alrededor para ver si alguien la salvaba del sermón, pero no había ningún caballero blanco a la vista, ni siquiera Samson, que se había levantado del banco y se dedicaba a arrancar la maleza de los parterres.

– Eric, ¿qué edad tienen los chicos? La edad de estar casados -dijo sin esperar a que él respondiera-. Edad suficiente para tener hijos.

– O sea que eso es lo que te preocupa. ¿Quieres nietos?

Raina asintió. Le costaba hablar, reconocer la verdad sin dejar traslucir el vacío creciente que sentía, tanto en su vida como en su corazón.

– Los chicos se casarán cuando estén preparados para ello, Raina.

– ¿Qué tiene de malo acelerar el proceso? Sabe Dios qué Rick necesita darse cuenta de que el hecho de que una mujer le hiciera daño no significa que todas las demás vayan a hacer lo mismo. Y luego está Roman…

– Perdona pero no te entiendo -la interrumpió Eric-. ¿Qué tiene que ver que finjas estar enferma con tu deseo de ver a tus hijos establecidos y con descendencia?

Ella levantó los ojos al cielo. Necesitaba la ayuda de Dios para tratar con hombres obtusos y tenía la impresión de estar rodeada de ellos.

– Mis hijos nunca me negarían mi deseo más profundo, algo que por otra parte también llenaría sus vidas, si no pensaran que… -Arrugó la nariz y se encogió de temor, vacilante.

– ¿Tu vida corre peligro? -Ante el asentimiento de cabeza apenas perceptible de Raina, Eric se puso en pie-. Cielo santo, mujer, ¿cómo se te ocurre hacerles eso a tus hijos?

– Lo hago por ellos. Siéntate, estás montando un numerito. -Raina le tiró de la manga y él obedeció.

– Eso está mal.

Raina hizo caso omiso de la punzada de culpabilidad. Bueno, era más que una punzada, pero si su plan surtía efecto, nadie resultaría dañado y todos saldrían beneficiados.

– No me puedes descubrir.

– Los chicos te quieren mucho. Dame una buena razón para no decírselo.

– Tu juramento hipocrático. -Se cruzó de brazos-. ¿Es necesario que te lo recite? Porque me lo sé. Verso a verso -añadió por si acaso.

– No lo dudo -repuso él con los dientes apretados.

– Siglo quinto antes de Cristo. Juro por Apolo, el médico…

– Tú ganas, Raina, pero esto no me gusta.

– Ya lo sé. -En circunstancias normales le encantaba batallar con él, y al aprenderse el pasaje de memoria había querido impresionarlo con sus conocimientos, pero la victoria no era tan dulce-. Los chicos no saben lo que se están perdiendo en la vida. ¿Qué hay de malo en querer enseñárselo? Tú tienes dos nietas preciosas y ambas viven en Saratoga Springs, a menos de veinte minutos de aquí. Seguro que no te imaginas la vida sin ellas. Estoy convencida de que estarías angustiado si tus hijas no estuvieran todavía establecidas.

– No sé qué decirte porque las dos están casadas y tienen hijos. Pero dudo que les hiciera seguir ese camino en la vida a ciegas. Lo que me desagrada son tus métodos, no tus sentimientos. Y hay otra cosa.

Él empezó a desplazar el pulgar por la mano de ella, y por primera vez Raina se dio cuenta de que seguía cogiéndosela con fuerza. Tragó saliva.

– ¿De qué se trata?

– Hace demasiado tiempo que estás sola. Hay estudios que ponen de manifiesto que las viudas, las mujeres con maridos adictos al trabajo y las que no tienen intereses personales desarrollan más tendencias a entrometerse en la vida de sus hijos.

Había muchas cosas en la vida que Raina odiaba. Una de ellas era que la trataran con condescendencia.

– Yo tengo intereses fuera de casa. Además, hago footing todas las mañanas o corro en la cinta que tengo en el sótano.

El arqueó una ceja.

– ¿Sigues haciendo footing ahora que estás mal del corazón?

Ella se encogió de hombros.

– Cuando estoy segura de que no me pillarán, y no ha sido fácil, créeme. Los chicos son muy listos y, como son tres, da la impresión de que están en todas partes. El sótano es mi único refugio, pero ésa no es la cuestión. También soy voluntaria en el hospital -dijo, intentando convencerle de que tenía intereses saludables fuera de casa.

Él frunció el cejo.

– En la sala de pediatría. Para esos niños eres como un precioso regalo, pero por lo que a ti respecta, es una extensión de la misma obsesión. Entrometerte en la vida de tus hijos no es saludable.

Raina se encogió de hombros, pero el corazón le palpitaba dolorosamente en el pecho y se le formó un nudo en la garganta.

– No estoy obsesionada y no me entrometo. Estoy exagerando la verdad para que mis hijos amplíen sus horizontes. Eso es todo.

– Digamos que en ese tema estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo, pero con respecto a ti, ha llegado la hora de que te hable claro, y no sólo como tu médico.

Raina no estaba segura de por qué, pero la adrenalina le subió como no lo había hecho en años. Notó un cosquilleo en la boca del estómago.

– Podría citarte otros estudios, pero ¿sabes que la relación emocional y física con otro ser humano es una parte esencial de la vida?

– Yo tengo relaciones -le dijo-. Con mis hijos, mis amigos, contigo…, con toda la gente del pueblo.

– No me refiero a las amistades, Raina.

Ella lo miró de hito en hito y por primera vez lo observó con detenimiento. Lo miró de verdad, no sólo como amigo sino como hombre. Un hombre atractivo, atento y apetecible.

Había envejecido bien, el pelo entrecano le otorgaba un aspecto distinguido, no de viejo. Estaba bronceado y curtido, como un desafío a la vejez y las arrugas. Y había mantenido el tipo; si bien carecía de la firmeza de la juventud, seguía conservando la apariencia de un hombre viril.

Se preguntó qué vería él cuando la miraba y se sorprendió al darse cuenta de que eso le importaba. Aquella conversación tenía un trasfondo personal y sensual que nunca había imaginado en boca de Eric. Se preguntó si estaba equivocada. Era demasiado mayor para pensar que los hombres la miraban con algún tipo de interés verdadero. Ya no. No desde John.

Pero ¿acaso no acababa ella de hacer una valoración de Eric de carácter íntimo? Aunque le costaba atreverse a pensarlo… Azorada, cerró las manos en un puño y él por fin la soltó.

– Tengo pacientes a las dos. Creo que deberíamos comer.

Raina asintió agradecida e introdujo la mano en la bolsa de picnic que había comprado en Norman's.

– Bueno, cuéntame qué otros proyectos tienes en mente -dijo Eric en cuanto empezó a comer.

– Has oído hablar de la noche del bridge, ¿verdad? -Una noche al mes, mientras jugaban a cartas, Raina intentaba convencer a las mujeres de que compraran en la tienda de Charlotte. Ella la llamaba «la noche de las señoras».

Él se rió.

– Por supuesto que he oído hablar de ello. Te has propuesto ayudar a que Charlotte tenga éxito. -Señaló hacia el otro lado, donde estaba el Desván de Charlotte.

Raina se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? Esa chica siempre me ha caído bien.

– Ya estás otra vez entrometiéndote -dijo Eric entre dos bocados. Raina frunció el cejo y le habría replicado, pero él suavizó sus palabras con una sonrisa admirable-. Ven conmigo al baile de San Patricio el viernes por la noche.

Nunca antes le había pedido que salieran juntos. Nunca se había ofrecido a acompañarla a ningún sitio a no ser que fueran en grupo. La niñera de la viuda, decía, y a nadie le había parecido mal. Hacía tres años que la mujer de Eric había muerto y él se había volcado en el trabajo, así que su invitación la sorprendió.

– Me gustaría, pero los chicos irían y…

– ¿Podrían pensar que estás sana, Dios no lo quiera?

Se ruborizó.

– Algo así.

– Entonces tendré que recetarte una noche fuera.

A Eric le brillaban los ojos y ella tuvo que reconocer que estaba tentada. No sólo por su oferta, sino por él.

– ¿Quién va a hacer de niñera esta vez? -Necesitaba una aclaración. ¿Iba a salir con él como una cita o su única intención era sacar a una vieja amiga de casa?

Él la miró fijamente y declaró:

– Nadie hará de niñera. Vamos a salir juntos.

– Será un placer. -Volvió a notar un cosquilleo en el estómago, y esta vez, Raina no sólo reconoció la intensa sensación, sino que la recibió con los brazos abiertos.

Tres días después de que Roman visitó la tienda, Charlotte seguía sin poder quitárselo de la cabeza. En sueños sabía que no debía sucumbir, pero durante el día, en cuanto oía las campanillas de la puerta, el estómago se le encogía ante la posibilidad de que fuera él. Si sonaba el teléfono, se le aceleraba el pulso al pensar que quizá oyera su voz al otro lado de la línea.

– Patético -farfulló. Tenía que dejar de pensar en Roman. Aparcó en batería junto a la acera de enfrente de casa de su madre. Visitar a Annie era un ritual semanal. Cuando Charlotte regresó al pueblo, ya llevaba demasiado tiempo emancipada como para volver a vivir con ella y, además, no quería caer en la depresión y la frustración producidas al ver sus esperanzas y sueños irracionales. Pero se negó a dejar que esa vez su madre se deprimiera. Estaba decidida a estar de buen humor para acompañar el buen día que hacía. El sol brillaba en un despejado cielo azul y la alteración propia de la primavera hacía que se sintiera flotando. Y seguiría sintiéndose así si no pensara que esa noche estaría en la sala de baile del ayuntamiento, inhalando el olor de carne en conserva y escuchando los cotilleos del pueblo, en vez de estar disfrutando de una cita con Roman Chandler. Pero las chicas tenían que tomar decisiones sensatas y ella había tomado las suyas.