Negó con la cabeza, asqueado. Aunque sus motivos fueran desinteresados, por el bien de su madre y no del suyo, sus actos estaban de todos modos destinados a herir a otra persona. Reprimió una imprecación. Visto con los ojos de Charlotte, a través del prisma de su pasado, sus planes eran vergonzosos.

Pero la obligación familiar y la necesidad de su madre perduraban. A Roman sólo le cabía esperar que su plan, tan egoísta como ahora se daba cuenta que era, fuera aceptado por una mujer que no temiera el abandono, que comprendiera cómo tenían que ser las cosas, y que quisiera tener hijos, pero no necesariamente el entorno familiar típico. Charlotte no lo entendería ni aceptaría. Otra mujer quizá sí. Pero si Roman no se quitaba a Charlotte de la cabeza lo antes posible, la promesa realizada a sus hermanos corría peligro.

– Ya sé que no te vas a quedar -dijo ella-. Lo supe cuando… me acerqué a ti. Pero apartarte de mi mente…, eso no tiene nada que ver con el largo plazo. Yo no quería ningún compromiso por tu parte. No te pido eso.

– Pero acabarías resentida. No es propio de ti conformarte con menos y yo no puedo darte más. No soy el tipo de hombre que necesitas. El que se quedaría aquí para siempre. -Negó con la cabeza-. Sería una tontería que nos liáramos. Y doloroso. -Para ambos-. Por mucho que deseemos lo contrario.

Ella inclinó la cabeza y apoyó la mejilla en la palma de la mano de él.

– Sé que no lo harías. Me refiero a no hacer honor a tus compromisos. Los Chandler sois demasiado honestos.

«Si ella supiera», pensó Roman. Charlotte no debía enterarse por nada del mundo del a cara o cruz y el dichoso trato.

– Sí, somos los ciudadanos más honrados del pueblo -declaró con ironía.

– Por eso estás aquí, dándome explicaciones de por qué me rechazaste. Es más de lo que yo hice por ti en el pasado -reconoció Charlotte con voz queda-. Eres un gran hombre, Roman, mejor de lo que creía.

– No cometas el error de imaginarme como un buen chico -le advirtió él.

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró por entre sus espesas pestañas.

– No diría que eres un ángel, pero te preocupas por mí. Y te lo agradezco aunque no me guste lo que oigo. -En sus labios se dibujó una sonrisa llena de tristeza.

– Yo tampoco puedo decir que me guste. -Nada de todo aquello. A pesar de sus palabras de advertencia y protesta, Roman anhelaba sobremanera besar aquellos labios una última vez. El último adiós.

Charlotte debió de leerle el pensamiento, porque se puso de puntillas al mismo tiempo que él hacía descender su boca hacia la de ella. Pero un simple beso no bastaba para satisfacer su deseo, y le sujetó la cabeza entre las manos para acceder mejor al interior de su húmeda boca.

Se suponía que era un beso de despedida, lo suficientemente intenso y apasionado como para ser recordado toda la vida. Deslizó las manos hasta la cintura de ella y empezó a arremangarle el vestido, subiendo el fino algodón centímetro a centímetro hasta que por fin palpó la piel desnuda de su diafragma.

Se aferró a su carne suave y cálida y, mientras ella dejaba escapar un débil gemido, a Roman el corazón le latía cada vez más fuerte.

Y de repente lo supo: no podía decirle adiós ni tampoco elegir a otra mujer como esposa y como madre de sus hijos. Antes de procesar ese pensamiento, alguien llamó a la puerta con fuerza y los sobresaltó a los dos.

Charlotte dio un respingo y volvió a la realidad debido a los golpes incesantes.

Roman dejó escapar un gemido de frustración.

– Dime que no esperas a nadie.

– No espero a nadie. -Desvió los ojos, incapaz de mirarlo a la cara-. Tampoco te esperaba a ti, y nadie se presentaría a estas horas sin previo aviso.

– Bien. -No estaba de humor para tratar con otros seres humanos-. Lárgate -gritó, y ella le dio un codazo en las costillas.

– He dicho que no esperaba a nadie, pero a lo mejor es algo importante.

Roman la soltó, conmocionado todavía por la conclusión a la que había llegado después del beso.

– Abre, Roman. Es la policía. -Oyeron la voz de Rick.

A pesar del ensombrecimiento que se había apoderado de ellos, Charlotte no consiguió contener la risa; a Roman no le hizo gracia. Rick era la última persona a quien quería ver. Sobre todo cuando el mero hecho de pensar en su hermano y Charlotte seguía poniéndole de mal humor.

Mientras se dirigía a la puerta, Charlotte se alisó el vestido arrugado e intentó peinarse con mano temblorosa. Era imposible ocultar lo que habían estado haciendo.

Tampoco es que él quisiera disimularlo. Los labios despintados y besuqueados de Charlotte la delataban, y a Roman eso le encantaba.

Vaya con las buenas intenciones. Había irrumpido en su apartamento para disculparse por transmitir mensajes contradictorios. Había querido ir allí a despedirse y poner fin a toda ilusión que cualquiera de ellos pudiera albergar por el otro. Pero con Charlotte nunca podía darse nada por terminado o definitivo, por mucho que él lo intentara.

Lo vio claro de repente y esa idea lo pilló desprevenido. El adiós no era posible. No con Charlotte. No podía apartarse de aquella mujer y recurrir a otra, independientemente de sus motivos.

Negó con la cabeza sabiendo que acababa de tener una revelación. Sabiendo que para ella sería una conmoción tan grande como para él. En vez de liberarse para ir a la caza de esposa, Roman ya tenía a su candidata. Una mujer que no quería ser la esposa que se queda en casa de un marido lejano y trotamundos. Tendrían que llegar a un acuerdo. Pero eso no le parecía mal. Hasta los planes mejor trazados solían cambiar a lo largo del camino. Y por Charlotte él cambiaría lo que hiciera falta. No le quedaba elección.

Sin embargo, antes tenía que convencerla de que se dieran una oportunidad después de su discurso sobre marcharse. Dejó escapar un gemido. Roman sabía que ella no le cerraría la puerta en las narices. Si tenía ocasión, se acostaría con él con la intención de olvidarlo. Y mientras tanto, Charlotte intentaría convencerse de que podría dejarlo cuando así lo decidiera.

A Roman no le quedaba más opción que convencerla de que se equivocaba. Tendría que llevarla en esa dirección lentamente, eso sí lo veía claro. Pero esta vez no había vuelta atrás.

El estómago se le había revuelto por las conclusiones a las que había llegado, pero a pesar de los pesares, era lo correcto. Rotó los hombros para reducir la tensión; sin embargo, antes de que pudiera seguir pensando en opciones, Charlotte había dejado entrar a Rick. Chase iba pisándole los talones.

Roman se preguntó qué ocurriría para que sus dos hermanos fueran al apartamento de ella.

– ¿Beth está bien? -Charlotte miró fijamente a Rick, obviamente preocupada por su amiga.

– Está bien. La dejé cuando recibí una llamada urgente, pero estaba bien.

– Entonces ¿qué sucede? -Miró a Rick con cautela-. Roman no necesita acompañante, así que ¿a qué se debe esta visita?

Roman también quería una respuesta.

– Sentémonos -indicó Rick.

– No -farfulló Roman, pues no quería prolongar su visita.

– Es el ladrón, ¿verdad? -preguntó Charlotte alzando la voz-. ¿Ha vuelto a actuar?

– Es lista -afirmó Rick-. ¿Sabías que era lista, Roman?

– Una sabihondilla -rió Charlotte.

Roman puso los ojos en blanco, se dio la vuelta y se dirigió hacia la sala de estar. Al parecer, estaba a punto de tomar asiento junto a su hermano policía, su otro hermano y Charlotte, que no era ni su amante ni su ex amante… sino su futura esposa. En esos momentos no le apetecía plantearse qué haría si ella lo rechazaba. A Roman empezó a subirle la adrenalina mientras en su fuero interno luchaba por vencer los nervios que sentía al pensar que ella pudiera rechazarlo. Sólo era capaz de imaginar la reacción de ella, pero de ninguna manera podía contarle sus planes. Todavía no. No hasta que la hiciera suya de un modo al que ella no pudiera negarse.

Se acomodó en el sofá mullido y floreado.

– Bueno, ¿qué ocurre? -preguntó Roman cuando estuvieron todos sentados.

– Charlotte tiene razón. Ha habido otro robo. -Rick fue el primero en romper el silencio.

– Y voy a hacerlo público por la mañana -informó Chase.

Roman asintió. Sabía que su hermano mayor no podía mantener en secreto otro robo. Lo había hecho por respeto a la policía y su necesidad de investigar sin que se supiera.

Charlotte se inclinó hacia adelante.

– Por favor, dime que no han robado exactamente la misma marca.

Rick asintió.

– Jack Whitehall tampoco está muy emocionado por la elección.

– ¿Las de Frieda? -Charlotte se llevó las manos a la cabeza y gimió-. Hacía muy poco que las había terminado. Se las enviamos a su casa hace sólo unos días.

Roman siguió el hilo del comentario de Rick.

– ¿Por qué se ha enfadado Whitehall, aparte de porque hayan entrado a robar en su casa? ¿Qué más le da al viejo la marca que hayan robado?

– Bueno, que Jack sepa, su mujer es partidaria de las prendas sencillas de color blanco -repuso Rick.

– Las de Frieda eran blancas -informó Charlotte, saliendo en defensa de su clienta.

– Blancas y sexys -aclaró Chase-. Los hemos dejado discutiendo para quién pensaba ponerse esas bragas.

– Las compró para darle una sorpresa a su marido en su septuagésimo cumpleaños -murmuró Charlotte-. Hay que ver, los hombres son capaces de llegar a todo tipo de conclusiones erróneas.

– Eh, no te metas con nosotros, nena -dijo Roman, y ella le dio un codazo en el costado que le hizo soltar un gemido. Por lo menos el dolor le hizo centrarse en algo que no fuera el deseo. Y cuando el dolor menguó, Roman volvió a dedicarse a observar el entorno para distraerse de la seductora fragancia a la que olía Charlotte. Pasó la mano por un libro satinado de gran formato que había visto tiempos mejores.

– O sea que ha habido tres robos en total… -dijo Charlotte.

– Cinco.

El número llamó la atención de Roman.

– ¿Cinco? -preguntaron él y Charlotte a la vez.

– Esta noche se han producido tres. Mientras el pueblo entero estaba en el baile de San Patricio, algún tío se dedicaba a robar bragas.

– ¿Quién es capaz de hacer una cosa tan…, tan… -Charlotte se levantó del asiento; al percibir su frustración, Roman no intentó detenerla-… tan infantil? Tan estúpida. Tan perversa. -preguntó.

Rick rió disimuladamente. Roman no tenía ganas de revivir su juventud delante de Charlotte.

– Bueno, podemos limitar la lista de sospechosos sabiendo a quién vimos todos en el baile.

– Hay un problema -apuntó Rick.

– ¿Cuál?

– Los horarios no concuerdan. El último robo se produjo a eso de las diez y media. Whitehall persiguió al tío por el jardín de su casa, pero éste fue muy hábil y consiguió llegar a la pequeña arboleda. Entonces a Whitehall le dio un ataque de asma y se desplomó.

– Mierda -farfulló Roman.

– Exacto. Sabemos que es alguien con mucho aguante. Y si entró en dos casas antes de las diez y media, en calles distintas y alejadas, eso es mucho tiempo. Es decir, que no sabemos nada. Yo me marché de la fiesta a eso de las diez menos cuarto, Chase no vino porque estaba trabajando y, según los testigos, tú, hermanito te marchaste alrededor de las nueve y cuarenta y ocho.

– Algo que Whitehall se aseguró de hacernos saber -intervino Chase.

Roman notó cierta desazón en su interior.

– ¿Por qué?

Charlotte dejó de caminar delante de la enorme butaca en la que estaba sentado Chase.

– Sí, ¿por qué?

Chase se pellizcó el puente de la nariz y Roman se dio cuenta de que se había metido en un lío.

– El viejo se ha acordado de cierta travesura que Roman hizo hace mucho tiempo.

– Mucho, mucho tiempo -puntualizó Roman.

– Cuando era infantil y estúpido -añadió Rick, repitiendo las palabras pronunciadas por Charlotte.

– Pero no perverso -añadió Chase con una sonrisa.

– La correría de las bragas -murmuró Charlotte-. Hace tanto tiempo que ya lo había olvidado.

– Ojalá lo hubiera olvidado todo el mundo. -Roman dedicó una mirada asesina a sus hermanos.

– De todos modos, ¿por qué iba Whitehall a desenterrar una vieja hazaña ahora? -inquirió Charlotte.

Roman se frotó los ojos con las manos.

– Porque las chicas se habían quedado a dormir en casa de Jeannette Barker, pero las bragas que robé eran…

– Que robaste y colgaste del retrovisor -añadió Rick con actitud servicial.

– … eran de Terrie Whitehall -terminó Chase-. Que ha llegado corriendo a casa de sus padres justo cuando nos íbamos.

Maldita sea, ¿cómo era posible que Roman hubiera olvidado todo aquello? Se había pasado un montón de rato hablando con la remilgada empleada de banco esa misma noche y ni por un momento se había acordado de que en una ocasión le había robado la ropa interior.