Mucha gente compraba libros de ese estilo para decorar. Pero pocas personas los leían hasta que estaban gastados, y menos todavía dejaban esos ejemplares sobados y con las esquinas dobladas a la vista. Charlotte sí.
Así pues, mientras observaba lo que le rodeaba había sido capaz de hacerse una idea, compuesta de contradicciones y tentaciones. Charlotte era femenina y sexy. No era de extrañar que le gustaran las flores. No obstante, pensó, vacilaba, no estaba convencida de su atractivo y le costaba atreverse con ciertas cosas, lo cual hacía que el negocio que había elegido resultara sorprendente. Igual que la ropa interior que tejía a mano. Aquellas prendas enseñaban más que ocultaban. No sólo dejaban al descubierto la piel que había bajo las bragas de encaje, sino a Charlotte y su mundo interior.
Los libros revelaban mucho más. Aunque le gustaba tener casa y hogar en Yorkshire Falls, a una parte de ella le intrigaba el extranjero y los lugares exóticos. La idea hizo que la adrenalina circulara a toda prisa por sus venas. Era más perfecta para él de lo que ella estaba dispuesta a aceptar.
«Charlotte», pensó. Lo cautivaba como nunca lo había cautivado ninguna otra mujer. Tenía que ganársela, convencerla de que estaban tan profundamente entrelazados que no tenían más remedio que intentar una vida en común. Sólo entonces podría cumplir con la obligación contraída con su familia y satisfacer el deseo de su madre de tener un nieto. Sólo entonces podría retomar su vida errante, ir a donde las noticias le llevaran y continuar concienciando al público sobre temas importantes. Y a lo mejor un día ella querría viajar con él.
– Oh, Dios mío. Roman, levántate ya -oyó la voz de su madre.
Vivir solo tenía sus ventajas, y cuando su madre irrumpió en su cuarto sin llamar, recordó de qué se trataba: intimidad.
Se incorporó en la cama y se destapó.
– Buenos días, mamá.
A su madre le brillaban los ojos por algo que había descubierto y despedían un toque de diversión que lo asustó sobremanera.
– Lee esto. -Se acercó a él blandiendo el Gazette ante su cara.
Roman tomó el periódico.
– BRAGAS BIRLADAS -leyó en voz alta.
– Bonito titular -observó ella-. A Chase siempre se le ha dado bien la lengua.
Roman alzó la vista hacia su madre y vio su expresión risueña.
– ¿No te preocupan los robos? -le preguntó.
– Rick lo tiene todo controlado. Igual que el inspector Ellis. Además, nadie ha resultado herido. Lee la última línea, Roman.
Antes de que pudiera obedecer, su madre le arrancó el periódico de las manos y leyó ella misma:
– «Por el momento, la policía carece de sospechosos, pero Jack Whitehall persiguió a un hombre de raza blanca por el jardín antes de que desapareciera en el bosque situado detrás de la casa. Aunque la policía todavía tiene que identificar a algún sospechoso, Jack Whitehall señaló que el regreso de Roman Chandler le parecía demasiada coincidencia. Según el señor Whitehall, Roman Chandler estuvo detrás de una travesura juvenil relacionada con el robo de ropa interior. Entonces no se presentó ninguna demanda, que se produjo hace más de diez años, y la policía no cree que exista relación entre los incidentes».
– Bonita noticia -farfulló Roman.
– ¿Tú qué opinas?
Roman puso los ojos en blanco.
– Por Dios, mamá, eso fue cuando iba al instituto. ¿Qué esperaba que dijera?
Pero Roman estaba enojado con su hermano. Aunque la acusación se atribuyera a Whitehall y la policía la negara, a Roman le costaba creer que Chase fuera capaz de publicar tamaña sandez.
– Pensaba que Chase sería lo bastante sensato como para no…
– Chase informa de los hechos, jovencito. No culpes a tu hermano de los actos pasados que te persiguen en el presente.
Hacía años que Roman no oía a su madre emplear ese tono admonitorio con uno de sus hijos. Teniendo en cuenta la voz suave que utilizaba desde que estaba enferma, el tono le sorprendió. Pero nunca había tolerado que un hermano estuviera enfadado con otro, y eso no cambiaba aunque no se sintiera bien. Creía que sus chicos tenían que ser uno. Estar unidos independientemente de las circunstancias.
La mayoría de las veces, Roman estaba de acuerdo con esa idea, pero no en esa ocasión. Sin embargo, no quería que su madre se preocupara porque él estuviera molesto con Chase.
– Siéntate. A tu corazón no le convienen las preocupaciones. -Dio una palmada en la cama.
Raina se sorprendió, pero se sentó lentamente en el extremo de la cama.
– Tienes razón. Sólo pensaba que tenías que estar preparado. Te han señalado como expoliador de bragas.
Roman no podía hacer nada aparte de fruncir el cejo y cruzarse de brazos.
– Lo único que no acierto a imaginar es la reacción que tendrán las mujeres.
Roman se preparó para lo que venía.
– ¿A qué te refieres?
Su madre se encogió de hombros.
– No sé si cuando te vean se te van a echar encima o van a correr en dirección contraria. Por la cuenta que te trae, más vale que sea un acicate para ellas. Espero que lo sea, o los nietos que quiero estarán incluso más lejos.
Roman renegó para sus adentros.
– ¿Qué te parece si te metes con Rick o con Chase?
Raina dio un golpe con el pie en el suelo de madera.
– Por desgracia, ahora tus hermanos no están aquí. -Tomó el artículo y pareció volver a releerlo-. ¿Sabes qué? Cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que las mujeres de este pueblo se mantendrán alejadas de ti hasta que se retiren las acusaciones. Nadie quiere tener nada que ver con un delincuente convicto. Una buena chica no querría presentarles a sus padres ni siquiera a un posible sospechoso.
– Por Dios, mamá -volvió a decir.
– ¿No te había dicho que estas cosas te persiguen en la vida? Es igual que la nota de la selectividad o las notas del bachillerato. Determinan la universidad a la que vas. Pero ¿tú me hiciste caso? No. Tú siempre eres más listo que nadie. -Sin previo aviso, le atizó en el hombro con el periódico-. ¿No te dije que esto volvería a salir a la superficie algún día?
Intuyendo que su madre estaba a punto de sermonearlo, Roman gimió y se tapó la cabeza con las mantas. Era demasiado mayor para vivir con su madre y estaba demasiado cansado para oír sermones.
Capítulo 7
A las diez menos cuarto de la mañana, empezó a formarse una cola en el exterior de El Desván de Charlotte. Charlotte miró de reojo a Beth, que no hablaba de otra cosa con ella que no fuera el negocio. Al parecer había superado el bache de la noche anterior, y Charlotte respetó su intimidad, por el momento. Estaba resuelta a abordar a su amiga al término de la jornada y descubrir qué pasaba exactamente.
– ¿Has anunciado rebajas y te has olvidado de decírmelo? -Beth señaló a la multitud de mujeres que esperaban en el exterior.
– Ojalá. -Charlotte arqueó las cejas en señal de confusión.
Se acercó a la puerta y la abrió. Las mujeres entraron en tropel, como si regalara la mercancía, y la rodearon hasta que Frieda Whitehall dio un paso adelante, erigida en portavoz. La anciana llevaba el pelo entrecano cortado y peinado siguiendo el único estilo que Lu Anne sabía. Frieda solía vestir pantalones de poliéster con blusas de seda a juego que había que lavar a mano, y ese día no había hecho ninguna excepción. Pero Charlotte sabía que Frieda quería reavivar la chispa de su matrimonio, y por eso había comprado el conjunto de bragas y sujetador de encaje tejidos por Charlotte.
– ¿En qué puedo ayudarlas, señoras?
– Estamos interesadas en… -Frieda carraspeó y se sonrojó.
– Las bragas birladas -gritó Marge Sinclair desde el fondo-. Mi Donna también quiere unas.
– Y yo tengo que comprarme otras -declaró Frieda-. También me gustaría comprarle unas a Terrie. A lo mejor así deja de ser tan estirada.
– ¿Bragas birladas? -Charlotte parpadeó sorprendida-. ¿Se refieren a las bragas de encaje? -Era obvio que el robo era del dominio público. En aquel pueblo las noticias volaban y sólo las súplicas de Rick y del inspector de policía habían mantenido el incidente en secreto después de los primeros robos.
– Todas queremos unas.
– ¿Todas ustedes?
Se oyó un fuerte murmullo de asentimiento mientras la fachada de la tienda se convertía en un hervidero de mujeres. Algunas eran muy mayores, otras jóvenes, y todas ellas querían las «bragas birladas» de Charlotte.
– Deben comprender que no las tenemos en stock -intervino Beth-. Se confeccionan a medida. Anotaré el nombre, la preferencia de color y la talla. Pónganse en fila y nos pondremos manos a la obra.
– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Charlotte. Precisamente la noche anterior había mostrado su preocupación ante la posibilidad de perder clientela y ahora tenía un aluvión de mujeres que querían comprar las mismas bragas objeto de los robos. A ese paso, se iba a pasar haciendo ganchillo los nueve meses que faltaban hasta Navidades.
– ¿Has leído el periódico matutino? -preguntó Lisa Burton, ex compañera de clase de Charlotte y convertida en respetable maestra.
Charlotte negó con la cabeza. Se había despertado más tarde de lo habitual porque había pasado una noche desasosegada, con sueños febriles protagonizados por ella y Roman.
– No he tenido tiempo ni de leer el periódico ni de tomar un café. ¿Por qué?
A Lisa le brillaban los ojos de la emoción cuando le tendió un ejemplar del Gazette.
– Si hubiese un hombre en este pueblo que te gustaría que entrara en tu casa a robarte las bragas, ¿quién sería?
– Pues…
Antes de que Charlotte tuviera tiempo de contestar, Lisa se respondió a sí misma:
– Uno de los Chandler, por supuesto.
Charlotte parpadeó.
– Por supuesto. -Roman era el único Chandler que le interesaba, pero no pensaba decirlo.
Y no hacía falta que le robara las bragas, ella misma se las daría encantada…, igual que la mitad de las mujeres del pueblo, por lo que parecía. Recordó el relato de los hermanos sobre el robo de la noche anterior y la acusación contra Roman. Chase había dicho que lo iba a publicar.
– ¿Qué dice el periódico exactamente? -preguntó a su amiga-. Cuéntamelo todo.
Al cabo de media hora, Charlotte había cerrado la puerta con llave porque necesitaba un respiro. Contaba con una lista de mujeres que querían comprar sus bragas, muchas de las cuales deseaban atraer a Roman Chandler a su casa.
– Tengo ganas de vomitar. -Charlotte se desplomó en una silla detrás del mostrador. Dejó a Beth organizando y poniendo orden en la tienda después de la locura de la mañana mientras ella hacía una copia de la lista de nombres para entregarla a la policía.
No sólo habían recibido pedidos de los artículos más caros de la tienda, sino que también habían vendido otras cosas mientras las mujeres esperaban: saquitos perfumados para el interior de los cajones, perchas para lencería y otras prendas de vestir. Había sido el día con más ventas desde la apertura del negocio, y ni siquiera eran las doce del mediodía. Pero en vez de sentirse satisfecha, Charlotte se sentía incómoda.
Le desagradaba ganar dinero gracias a la fama de mujeriego de Roman. Los celos la consumían al pensar en todas las mujeres que habían pronunciado su nombre en la tienda. Le molestaba que le recordaran a la cara qué y quién era: un trotamundos mujeriego. Y ella había aceptado ser una de sus conquistas, hasta que se marchara del pueblo. Charlotte se estremeció, aunque nada de lo que había pasado ese día le hacía cambiar de opinión sobre el rumbo que ella y Roman habían elegido.
Miró el periódico que Lisa había dejado y negó con la cabeza. Roman era muchas cosas, soltero empedernido y trotamundos, pero no un ladrón. Y no creía ni por asomo que estuviera detrás de los robos. La idea era ridícula, y el hecho de que mujeres adultas se hubieran tragado esa suposición la dejaba anonadada. Estaban forjándose una idea fantasiosa en torno a la acusación. En torno a él.
Charlotte comprendió el deseo de hacer tal cosa, pero también sabía a ciencia cierta que las fantasías no se materializan, y que la realidad es siempre mucho más dura.
Roman procuró agotarse con flexiones y una carrera antes de ducharse, vestirse y dirigirse a la redacción del Gazette. Esperaba eliminar así la fuerte tentación que sentía de darle un puñetazo a su hermano mayor por bocazas. Como reportero, Roman respetaba la verdad, pero en ese caso imaginaba que debía de haber una forma mejor de abordar los cotilleos del pueblo que otorgándoles credibilidad publicándolos. Los dichosos habitantes de aquel pueblo tenían más memoria que un elefante.
Fue en coche por First Street con las ventanillas del coche bajadas para que el aire fresco lo despertara y tranquilizara. Aminoró la marcha al pasar junto a El Desván de Charlotte. Había mucha gente congregada en el exterior, lo cual lo sorprendió, teniendo en cuenta que a Charlotte le preocupaba que los robos afectaran negativamente al negocio.
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