Tenía muchísimas ganas de verla. Pero gracias al periódico matutino y a su nueva notoriedad, Roman debía mantenerse alejado de la tienda de Charlotte. El sitio del que salían las bragas birladas era el último lugar en el que Roman Chandler podía dejarse ver.
Detuvo el coche en un semáforo de la salida del pueblo. Un sedán gris se paró en el carril de al lado. Echó una mirada cuando el conductor bajó la ventanilla del copiloto. Roman vio que era Alice Magregor. Su pelo ya no tenía la forma de un casco ahuecado, sino que lo llevaba desgreñado como la melena de un león. De todos modos, Roman consiguió dirigirle una sonrisa amistosa.
Alice cogió algo del asiento del copiloto, levantó la mano y lo blandió en el aire antes de dar dos bocinazos y marcharse.
Roman parpadeó. Cuando el semáforo se puso en verde, cayó en la cuenta: Alice le acababa de enseñar unas bragas. Le había planteado el reto femenino por antonomasia: «Ven a por mí, chicarrón».
Justo cuando acababa de llegar a la conclusión de que sólo quería a una mujer, las solteras de Yorkshire Falls habían decidido abrir la veda. Roman soltó un fuerte suspiro al darse cuenta de lo que le esperaba de la población femenina de la localidad. En sus años mozos habría agradecido tanta atención. Ahora lo único que quería era que lo dejaran en paz.
Menudo método más estrambótico para embarcarse en una cruzada para conquistar a Charlotte, pensó Roman, y sintió un deseo renovado de aporrear a su hermano mayor. No cabía la menor duda de que el acto de Alice era fruto del artículo del Gazette. Aunque Roman sabía que Whitehall era una fuente tendenciosa, esa mañana, mientras se tomaba el café, todo el pueblo había recordado la jugarreta de Roman.
Al cabo de cinco minutos, aparcó frente a la redacción del Gazette y caminó hasta la entrada. Se paró en los buzones, marcados individualmente con las distintas secciones del periódico. Aquéllos todavía no estaban llenos, pero el de la sección de Local estaba más cargado de la cuenta debido a que el redactor estaba con su mujer y su hijo recién nacido. Roman cogió la información de ese buzón con la intención de escribir durante un par de horas para que así Ty pudiera pasar más tiempo con su familia.
Roman se dijo que se implicaba en el negocio del Gazette como favor a un viejo amigo. Estaba clarísimo que los actos de Roman no estaban motivados por el deseo de ayudar a su hermano mayor.
Entró en el edificio.
– Hola, Lucy -saludó a la recepcionista, que era un elemento tan fijo en aquel lugar como los cimientos. Había empezado trabajando para su padre y ahora continuaba con Chase. Tenía un don de gentes y una capacidad de organización de los que ningún director de periódico podía prescindir.
– Hola, Roman. -Le hizo una señal con el dedo para que se acercara.
– ¿Qué pasa? -preguntó él al aproximarse.
Lucy volvió a encoger el dedo y él se inclinó hacia ella.
– ¿Qué haces con las bragas que birlas? -le preguntó con un susurro-. Puedes contármelo. ¿Ahora te ha dado por el travestismo? -Le guiñó un ojo y soltó una carcajada.
Roman puso los ojos en blanco al recordar, demasiado tarde, que también tenía un sentido del humor muy pícaro.
– No tiene gracia -masculló Roman.
– Si te sirve de consuelo, Chase no quería publicarlo… pero no tuvo más remedio. Puede decirse que Whitehall puso en duda su integridad periodística si no lo publicaba por ser tu hermano.
Roman negó con la cabeza.
– De todos modos, ¿dónde está?
Lucy señaló hacia arriba con los pulgares. Roman subió rápidamente por la escalera y entró en el despacho de Chase sin llamar.
– ¿Te importaría decirme en qué demonios estabas pensando? -Roman le estampó el periódico encima de la mesa.
– ¿Respecto a qué?
Roman se inclinó hacia él con una actitud amenazante que no surtía ningún efecto en su hermano mayor. Chase se limitó a relajarse todavía más. Se echó hacia adelante y la parte superior del que había sido el sillón de cuero de su padre tocó el alféizar de la ventana, bloqueando una vista que Roman podría describir con los ojos cerrados. El estanque y los viejos sauces que montaban guardia abajo formaban parte de él, igual que la antigua casa victoriana que siempre había albergado la redacción del Gazette.
– Eres demasiado listo para hacerte el tonto y no estoy de humor para juegos. ¿Algún motivo por el que tuvieras que publicar mi nombre? -preguntó Roman a Chase.
– Yo publico las noticias. Si hubiera prescindido de la cita de Whitehall, habría cometido una flagrante omisión.
– ¿Para quién?
– Para cualquiera del pueblo con quien Whitehall hable. No quiero que la gente de aquí piense que hay favoritismo o que protejo a los parientes.
– Una travesura del pasado no es una noticia.
Chase negó con la cabeza.
– Como reportero, deberías tener mejor criterio. -Corrió el sillón hacia adelante-. A ti te importa un bledo lo que la gente piensa de ti, así que no sé por qué te ha sentado tan mal el artículo. ¿Qué es lo que realmente te fastidia? -Se levantó del asiento y se acercó a Roman sin quitarle los ojos de encima.
– Vuelve a vivir con nuestra madre y no hará falta que me hagas esa pregunta.
– Eso podría llevarte a caer en la bebida, no a querer estamparme en la pared. Esto no tiene nada que ver con mamá. Ahora que me fijo, tienes un aspecto horrible. ¿Qué has hecho? ¿Cavar zanjas o echar un polvo?
– No habría sido echar un polvo sin más -respondió Roman sin pensar.
– ¿Cómo dices? -Chase empujó a Roman hacia la silla más cercana y cerró la puerta del despacho de golpe-. Nunca se sabe cuándo Lucy está aburrida y se presenta por aquí -explicó, antes de abrir el pequeño armario de la esquina.
Su padre siempre había guardado licores en él, y Chase no había variado esa costumbre. Sirvió dos vasos de whisky escocés y le tendió uno a Roman.
– Ahora, habla.
A pesar de lo temprano que era, Roman se relajó en el asiento y se bebió el whisky de un trago.
– Lo necesitaba. Y no tengo ni idea de a qué te refieres.
Chase alzó la vista.
– Estás cabreado por haber perdido a cara o cruz. Estás cabreado porque tu vida tiene que dar un giro de ciento ochenta grados y, como crees que estás en deuda conmigo, no pensabas reconocerlo.
– Tienes toda la razón. -No tenía sentido negar lo obvio. Aunque Charlotte hiciera que la perspectiva del matrimonio y los hijos resultara más atractiva, sus planes de vida habían cambiado desde su regreso a casa, y no por voluntad propia.
– No lo hagas si crees que no puedes. -Chase apoyó los brazos en el escritorio-. Ya te lo dije aquella noche, nadie te culpará si te echas atrás.
– Yo sí me culparía. ¿Alguna vez te he dicho lo mucho que te respeto por las decisiones que tomaste?
– No hace falta que me lo digas. Sé que llegas a mucha gente con tus noticias y tu talento. Y cada vez que leo uno de tus artículos, cada vez que mandas recortes a casa, me demuestras el tipo de hombre que eres. Y cuánto aprecias todo lo que tienes en la vida.
Roman miró a Chase y negó con la cabeza.
– No hablo de lo mucho que aprecio la vida. Los dos sabemos que la aprecio. Hablamos de lo mucho que te respeto. -Se puso en pie y hundió las manos en los bolsillos traseros-. Hasta que perdí en el a cara o cruz no comprendí plenamente el sacrificio que hiciste. Además, eras muy joven, y te respeto aún más por ello.
– La palabra «sacrificio» es demasiado fuerte -objetó Chase inclinando la cabeza.
Roman había incomodado a su hermano, y sabía que eso era todo lo que recibiría a modo de agradecimiento por su parte.
– Ahora cuéntame qué tiene que ver Charlotte Bronson con todo esto -le instó Chase.
Roman se sirvió otra copa. Teniendo en cuenta que Chase había tomado decisiones difíciles en la vida, nadie iba a entender mejor que él lo que estaba pasando Roman.
– Me encanta mi vida. Viajar, los reportajes, informar a la gente de asuntos importantes que suceden en el mundo…
Chase le dedicó una sonrisa irónica.
– Incluso cuando éramos pequeños, siempre me identifiqué contigo. Me veía reflejado en ti. -Inhaló profundamente-. Cuando papá murió supe que mis sueños se habían ido con él. Pero si yo no podía ser quien viajara, iba a asegurarme por todos los medios de que tú tuvieras las oportunidades que a mí me faltaron.
A Roman le embargó la emoción.
– No sabes cuánto te lo agradezco.
Chase restó importancia a sus palabras haciendo un gesto con la mano.
– No lo hice para que algún día me lo agradecieras. Lo último que quiero es una compensación. Si todavía quisiera viajar, podría subirme a un avión ahora mismo. Mi vida está bien. Así que si no eres capaz de hacerlo y sentirte satisfecho -dijo, refiriéndose al a cara o cruz-, entonces no lo hagas.
– Oye, tengo la intención de cumplir con mi obligación, pero me cuesta verme ligado a cualquier mujer de este pueblo. No cuando resulta…
– No cuando resulta que sólo quieres a una.
Roman hizo ademán de coger la botella, pero en el último momento decidió apartar el alcohol.
– Exacto -reconoció, afrontando sin tapujos las palabras de Chase.
Se levantó de la silla y fue hacia la ventana. Contempló el paisaje que tanto placer había proporcionado siempre a su padre. Lo sabía porque los tres hijos se habían turnado para sentarse en el regazo de su padre mientras mecanografiaba un artículo, recibía anuncios por teléfono o pasaba el rato con ellos, todo ello con aquella vista detrás. Ahora, los ordenadores habían sustituido a las viejas máquinas de escribir Smith Corona, los árboles habían crecido y las raíces eran más profundas, pero por lo demás, nada había cambiado. Los recuerdos que Roman tenía de su padre eran vagos, porque era pequeño, pero existían en el límite de su memoria, y le resultaban reconfortantes incluso ahora.
– Es obvio que a ella también le interesas, así que ¿cuál es el problema?
Roman inspiró hondo.
– No quiero hacerle daño, y todo esto al a cara o cruz y mi plan apesta a su padre, Russell Bronson.
– Joder. -Chase se pellizcó el puente de la nariz.
– Interpreto esa exclamación como que estás de acuerdo.
– ¿Y qué otras candidatas tienes? -preguntó Chase.
Roman observó cómo la brisa mecía las ramas de los árboles, que todavía no habían florecido. Sólo la forsitia amarilla y la hierba fresca añadían color al entorno. Mientras miraba, un recuerdo lejano le vino a la memoria: un picnic familiar celebrado allí, planeado por su madre para que su padre, que era adicto al trabajo, saliera a tomar un poco el aire y pasara un rato con los niños. Casi era capaz de oler los sándwiches de pollo que su madre había preparado y oír la voz de su padre mientras le explicaba a Rick cómo coger el bate mientras Raina lanzaba la pelota.
Roman no se imaginaba a otra mujer que no fuera Charlotte desempeñando el papel de esposa y madre, pero tampoco a sí mismo teniendo la típica familia a expensas de la carrera que se había forjado y que tanto le gustaba. Sin embargo, su obligación era tener un hijo. Y no quería engendrar ese hijo con una mujer que no fuera Charlotte.
– No hay ninguna candidata más.
Chase se colocó detrás de él y le dio una palmada en la espalda.
– Entonces te sugiero que busques la manera de convencer a la damisela en cuestión de que acepte un matrimonio a distancia, hermanito.
Aquello sí que era un reto, pensó Roman. Charlotte no estaba preparada para oír las palabras «matrimonio» o «hijos» de sus labios. Cielos, tampoco él estaba seguro de estar preparado para pronunciarlas. Pero tenía que empezar por algún sitio.
– ¿Qué me dijiste cuando quise hacer mi primera entrevista y escogí al alcalde? -Había sido cuando tenía dieciséis años y estaba convencido de que iba a comerse el mundo como reportero.
– Empieza lentamente y ya irás aprendiendo. Lo mismo que me dijo papá. Estoy impresionado. Me cuesta creer que esas palabras se te quedaran grabadas en esa cabecita tan dura que tienes. -Chase soltó una carcajada.
– ¿Te refieres a que aparqué delante de la oficina del alcalde y no me moví hasta que respondió a mis preguntas en vez de ir al presidente de la asociación de padres y maestros como sugeriste? -Roman se rió al recordarlo.
– Con respecto a Charlotte, voy a seguir tu viejo consejo -le dijo a Chase-. Pero no te lo tengas muy creído.
Roman empezaría poco a poco. Pasar tiempo con ella y volver a conocerla mejor sería un placer. No tenía que preocuparse de seducirla. La atracción surgía por sí sola siempre que él y Charlotte estaban juntos. Si la cosa funcionaba, él tendría la carrera que le gustaba y la mujer que siempre había querido, no sólo en la cama sino en la vida.
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