Refunfuñó pero cogió el dinero con un destello de agradecimiento en sus ojos oscuros.
– ¿Hay algo más que no seas capaz de recordar tú sólita? -preguntó.
Charlotte reprimió una carcajada.
– Pásate por aquí el lunes por la mañana, tendré un paquete o dos para llevar a correos. -Entre otras cosas, para entonces habría acabado de empaquetar algunas bragas para sus cuentas.
Como suplemento especial del servicio, cuando acababa los pedidos antes de lo estipulado a Charlotte le gustaba sorprender a las clientas enviándoselos en vez de llamarlas y hacerlas ir a la tienda a recogerlos.
– ¿Qué te parece? -le preguntó a Sam.
– Que eres perezosa. Hasta entonces.
Charlotte sonrió y cerró la puerta con llave otra vez. El pobre hombre incomprendido. Negó con la cabeza. Cuando empezaba a revisar el correo sonó el teléfono.
– Ya respondo yo -le dijo a Beth.
Descolgó el auricular.
– El Desván de Charlotte, Charlotte al habla.
– Soy Roman.
Su voz profunda la envolvió de calidez y anhelo.
– Hola.
– Hola. ¿Qué tal? -preguntó él.
– He tenido un día muy ajetreado. Tendrías que haber visto las colas que se han formado en la tienda.
– Las he visto. Pero te he echado de menos. -Bajó la voz y adoptó un tono grave.
La embargó una sensación intensa.
– Es fácil encontrarme.
– ¿Te imaginas los titulares si realmente llegara a entrar por la puerta de tu tienda?
Charlotte se mordió el labio inferior. Si su tienda se había beneficiado de los titulares del día, Roman en cambio debía de haberlo pasado mal.
– ¿Tan malos serían?
– A ver si soy capaz de explicártelo. La secretaria de Chase me ha acusado de travestismo, mi propia madre me ha llamado delincuente en potencia y más de una mujer me ha enseñado unas de esas bragas que a ti tanto te gustan.
– Oh, no. -Charlotte se dejó caer en la silla, con un nudo en el estómago al pensar en que otras mujeres pudieran hacerle insinuaciones a Roman.
– ¿Qué ocurre? -Beth apareció detrás de ella.
Charlotte hizo un gesto con la mano para que no siguiera hablando.
– Es Roman -le indicó moviendo los labios y acercándose un dedo a éstos.
Beth sonrió y se acomodó para esperar.
– ¿En serio te ha pasado todo eso?
– Tan en serio que estoy pensando en pasar el resto del fin de semana fuera del pueblo.
Se sintió decepcionada y se dio cuenta de las muchas ganas que tenía de verlo. De estar con él. De consumar su relación. Temblaba ante la posibilidad, su cuerpo reaccionaba con sólo pensarlo.
– El fin de semana termina mañana por la noche -le recordó Charlotte.
– Pero ¿te imaginas cuántas cosas podemos hacer juntos en veinticuatro horas?
– ¿Podemos? -Agarró el teléfono con más fuerza.
– Bueno, no vivimos en una metrópoli próspera, pero me gustaría llevarte a algún sitio bonito.
Charlotte sintió que la calidez la embargaba, un calor que no tenía nada que ver con el deseo sexual. Oh, el deseo también estaba presente, pero el cariño que destilaba su voz la había pillado por sorpresa, directo al corazón.
– ¿En qué habías pensado?
– Se me había ocurrido ir al Falls. -El único restaurante del pueblo que exigía cierta formalidad en el vestir, pensó Charlotte.
– Pero ¿te imaginas comer mientras las mujeres me van introduciendo bragas en el bolsillo de la americana?
Charlotte rió.
– No me digas que eso también lo han intentado.
– Todavía no.
– Tu autoestima me deja pasmada. -Vio que Beth la miraba anhelante y giró la silla para no tener que verla-. ¿Me estás pidiendo…?
– Que vengas conmigo. Una noche, un día. Tú y yo. ¿Qué me dices? -preguntó.
– ¿Una cita?
– Más que eso, y lo sabes.
Charlotte respiró hondo. Hacía varios días que se encaminaban hacia ese momento. Charlotte ya había racionalizado por qué iba a permitirse liarse con él. Porque estar con Roman parecía ser la única manera de superarlo. Con un poco de suerte, descubriría que tenía demasiados vicios. Si no, por lo menos conservaría recuerdos para el futuro. Nunca volvería la vista atrás, pero lamentaría no haberlo probado.
– Te está pidiendo para salir. ¿A qué esperas? Di que sí -instó Beth desde atrás.
Charlotte la miró por encima del hombro.
– Cállate.
– No es la respuesta que esperaba.
– Disculpa, no te lo decía a ti. -Charlotte le hizo una seña a Beth para que se callara-. Sí, la respuesta es sí -declaró antes de tener tiempo de cambiar de opinión.
Beth soltó un grito de alegría.
– Me aseguraré de que sean unos momentos inolvidables -dijo con aquella voz tan sexy y convincente.
Y Charlotte le creyó. Estaba convencida de que cuando terminara ese fin de semana, nunca más volvería a preguntarse qué se había perdido desde que lo rechazó en su adolescencia.
No obstante, tendría presente que se trataba de una relación breve. Que Roman era su «hombre de transición».
Capítulo 8
Roman recogió a Charlotte a la hora acordada. La llevó hasta las afueras del pueblo antes de aparcar en el arcén de la carretera y abrir la guantera para sacar un pañuelo de seda. Lo agitó delante de ella.
– ¿Para qué es? -Charlotte observó el pañuelo, intrigada.
– No quiero que veas la sorpresa antes de que esté preparada.
La embargó una gran expectación.
– Me encantan las sorpresas.
La carcajada de Roman la envolvió por completo dentro del pequeño coche de alquiler.
– ¿Me equivoco o detecto cierto tono de agradecimiento?
Se inclinó hacia ella y le tapó los ojos con el pañuelo. Charlotte sintió un escalofrío de emoción en las terminaciones nerviosas.
Se llevó las manos a la venda que le impedía ver y notó un cosquilleo en el estómago. En cuanto había perdido momentáneamente la vista, los otros sentidos se le habían aguzado. La respiración profunda y la fragancia masculina y embriagadora de Roman desencadenaron toda suerte de sensaciones trepidantes en su interior.
– Entonces ¿adónde vamos?
– Tendrías que haber sido más sutil. Si quisiera que lo supieras no necesitaría la venda, ¿no? -Puso el coche en marcha y Charlotte se desplazó hacia atrás cuando se reincorporaron al tráfico.
No sabría decir cuánto tiempo transcurrió mientras charlaban de forma amigable. Se llevaban bien, lo cual no resultaba sorprendente, como tampoco lo eran las cosas que tenían en común: la pasión por la historia y los parajes extranjeros, muchos de los cuales Roman le describió con un nivel de detalle propio de un observador muy atento. Charlotte envidiaba sus viajes mucho más de lo que era capaz de admitir en voz alta.
– Cuando estuve en tu apartamento me fijé en los libros que había en la mesa. -No era un cambio de tema sorprendente después de haber escuchado las anécdotas y descripciones que había compartido.
– Mucha gente tiene esos libros -repuso Charlotte; pues todavía no estaba preparada para desnudar su alma.
– Eso creí, pero al mirarlos de cerca me di cuenta de que estaban desgastados y más que leídos.
Maldita sea. Observaba y analizaba todo hasta llegar a la conclusión correcta.
– Tal vez te parezca superficial, pero me gustan los libros ilustrados.
– Me pareces muchas cosas -le colocó la mano en la rodilla, y el calor de la palma le atravesó los finos pantalones elásticos de algodón-, pero no superficial. Creo que albergas el deseo secreto de viajar.
– Menuda conclusión por ver unos cuantos libros.
Roman negó con la cabeza.
– Ya lo suponía, pero las veinte mil preguntas sobre mis viajes y el tono anhelante de tu voz me indican con claridad que algún día te gustaría visitar esos lugares.
Charlotte se planteó mentirle, pero cambió de idea. Había prometido liberarse de todas las inhibiciones y disfrutar al máximo para luego no tener que arrepentirse de nada. Eso significaba que no mentiría ni omitiría nada.
– Supongo que una parte de mí querría viajar -reconoció.
– ¿La parte aventurera que ocultas? -preguntó en tono humorístico.
– La parte superficial -repuso sin el más mínimo atisbo de humor. Charlotte apartó la cara de Roman y la dirigió hacia donde sabía que estaba la ventanilla, pero mirara donde mirase sólo veía oscuridad.
– Superficial. Otra vez esa palabra.
Charlotte notó que el coche aminoraba la velocidad, luego aparcaba, y después oyó la tela vaquera en contacto con el asiento mientras Roman se volvía.
– Yo viajo. ¿Eso es lo que piensas de mí, que soy superficial? -le preguntó finalmente.
Se lo imaginaba mirándola con un brazo en el reposacabezas, pero no podía verlo, claro, sólo conjeturar qué hacía o qué revelaba su expresión. Su tono destilaba un leve dolor ante la posibilidad de que ella lo considerara insustancial. Parecía como si a Roman le importara lo que ella pensara, y eso hizo que el corazón le latiera con fuerza.
Roman era inteligente y cuidadoso. Procuraba enterarse bien de las cosas y luego informaba de las noticias de un modo que atraía a los lectores. Charlotte había leído sus artículos. Roman no le parecía superficial, todo lo contrario.
– Es lo que temo ser. -Nada de mentiras, se recordó Charlotte, y bajo la protección de la oscuridad admitió su mayor miedo. Quería que Roman lo supiera.
– La curiosidad por lo desconocido te vuelve inteligente, no superficial.
– ¿Y si la necesidad de ver esos lugares o hacer esas cosas te retiene lejos de casa? -inquirió-. Lejos de las personas que te quieren.
Roman prestó atención a sus palabras. Tal vez hablara de él, aunque intuía que estaba revelando sus miedos más íntimos.
– Te refieres a tu padre, ¿no?
– Es una pregunta retórica. -Charlotte seguía mirando hacia la ventanilla.
Roman le tocó el mentón con la mano y le giró la cabeza.
– El problema no fue que quisiera vivir en Los Ángeles ni ser actor, sino su poca disposición para estar a la altura de sus responsabilidades, y el hecho de que parece estar emocionalmente desconectado de su familia. Fue lo que él eligió. Tú elegirías otras cosas porque eres distinta.
Charlotte se encogió de hombros.
– Mi padre, mis genes. Nunca se sabe.
– También tienes los genes de tu madre, y ella es una persona muy casera. -Más bien una reclusa, aunque no lo dijo-. Seguramente eres una combinación de ambos. -«De lo mejor de los dos», pensó-. Entonces ¿qué otro motivo tienes para temer tanto esos deseos secretos?
Charlotte no respondió.
Roman tenía la corazonada de que la genética no era lo que preocupaba a Charlotte. Sólo era una tapadera. El sabía de sobra que ella no era ni egoísta ni una réplica de su padre, y ella también lo sabía, aunque era normal que alguien que estuviese resentido con su padre temiese ser como él. Charlotte era lo bastante inteligente como para mirar en su interior y ver la verdad.
– No eres más superficial que los libros que había en la mesa.
– No eres imparcial. -Charlotte esbozó una sonrisa.
– Eso no es una respuesta. Venga ya, Charlotte. Has vivido en Nueva York y te gustan mucho los libros sobre países extranjeros. Deseas viajar, pero te niegas a admitir que eso te haría feliz. ¿Por qué?
– ¿Y si la realidad me decepciona?
Roman pensó que Charlotte ya se había llevado demasiados chascos en la vida, pero él estaba a punto de cambiar eso.
– Si pudieras estar en cualquier lugar ahora mismo, ¿cuál escogerías?
– ¿Aparte de aquí contigo?
Roman sonrió.
– Buena respuesta. -Sin pensarlo dos veces, se inclinó hacia ella y rozó sus cálidos labios con los suyos. Charlotte sintió un escalofrío inconfundible y su cuerpo reaccionó poniéndose tenso.
– Creo que ha llegado el momento de que te enseñe dónde está ese «aquí». Daré la vuelta para guiarte.
Roman se levantó del asiento, rodeó el coche hasta su lado y la ayudó a salir. La llovizna, la niebla y las nubes que los rodeaban contribuían al ambiente casi melancólico del lugar que había escogido. Esperó a que estuviese frente al destino final para quitarle la venda.
– Echa un vistazo.
Mientras Charlotte se fijaba en el entorno, Roman la observaba. El pelo negro como el azabache, despeinado por la venda y la intemperie, se le arremolinaba sobre los hombros y alrededor de la nuca. Se sujetó el pelo con una mano y dejó la nuca al descubierto. El sintió el abrumador impulso de mordisquear aquella piel blanca, pero logró contenerse y se limitó a mirar.
Charlotte parpadeó, entrecerró los ojos y arrugó la nariz mientras examinaba aquel lugar.
– Parece una granja.
– En realidad es un establo reformado. Está bastante aislado y dispone de unas vistas maravillosas de los montes Adirondack. Nos hemos perdido la puesta de sol, pero podremos disfrutar del amanecer.
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