Charlotte dio un paso hacia adelante, con ganas de ver más detalles.
– Espera. -Roman recogió el equipaje del maletero. Charlotte había llevado poca cosa, algo que no sólo le sorprendió, sino que, aunque pareciese absurdo, le hizo pensar que se llevaría mejor con ella, o que ella entendería su modo de vida de una forma que él no habría esperado.
Puesto que no sabía cómo interpretar esos sentimientos, se situó a su lado.
– No es un castillo escocés, pero tendrás la impresión de haber salido del mundo real. Te prometo que no te decepcionará.
Charlotte se volvió hacia él.
– Eres perspicaz e intuitivo. Supongo que son rasgos que forman parte de ti porque eres reportero. Lo que no sé es si esto te beneficiará a ti o a mí.
Roman no se sintió insultado. Charlotte estaba pensando en su padre y por ello tenía la necesidad de buscar motivos ocultos en la actitud de Roman. Él lo comprendía, y no le importaba responder.
– Salir de la ciudad nos beneficia a los dos, traerte conmigo me beneficia a mí, y elegí este lugar en concreto para ti, cariño.
– Crees que me tienes calada. -Charlotte se mordió el labio inferior.
– ¿Y no es así? -Roman extendió un brazo y señaló la montaña-. ¿No te gusta esta escapada repentina? ¿Este paraje no te recuerda esos lugares que te gustaría ver pero que nunca has tenido la oportunidad de visitar?
– Sabes de sobra que sí. Es evidente después de observar con atención mi apartamento o analizarme con tu instinto de reportero, pero eso no significa que lo sepas todo. Todavía quedan muchas cosas ocultas.
– Me muero de ganas por descubrir el resto de tus secretos. Charlotte frunció los labios lentamente hasta formar una sonrisa pícara.
– ¿Y a qué esperas? -le retó, tras lo cual giró sobre los talones y se encaminó hacia la casa, aunque el efecto de su salida majestuosa quedó empañado por el andar titubeante, por culpa de los tacones altos, sobre el terreno sin pavimentar del aparcamiento.
Charlotte y Roman disfrutarían, por acuerdo y necesidad, de una aventura breve. «Aventura» era la palabra clave. Por mucho que le gustara confiar en él y escuchar su voz tranquilizadora y sus palabras comprensivas, no quería malgastar el poco tiempo que tenían hablando.
Y menos cuando podían dedicarse a cosas más apasionantes y eróticas, cosas que recordaría con cariño y que le servirían para demostrar que se valía por sí misma y que era más fuerte que su madre. Podría tomar lo que deseara y marcharse en lugar de esperar a que él regresara y diera sentido a su vida. Seguiría sola y entera, por mucho que le echase de menos.
Para cuando Charlotte hubo entrado en la granja reformada, que tenía el modesto nombre de The Inn, el entusiasmo era su único acompañante.
Una pareja mayor salió a recibirlos.
– Bienvenido, señor Chandler.
– Roman, por favor.
La mujer, con vetas de pelo cano y ojos brillantes, asintió.
– Pues Roman será. ¿Sabes que te pareces a tu padre?
Roman sonrió.
– Eso dicen.
– ¿Conoce a tus padres? -preguntó Charlotte, sorprendida.
– Mamá y papá pasaron aquí la luna de miel.
Lo dijo con toda naturalidad, pero a Charlotte no le pareció tan normal. La había llevado al lugar donde sus padres habían pasado su noche de bodas. Vaya.
– Ya lo creo que la pasaron aquí. Soy Marian Innsbrook, y él es mi marido, Harry.
Charlotte sonrió.
– Entonces eso explica el nombre de este lugar.
– Fácil de recordar por si alguien quiere volver -repuso Harry.
Charlotte asintió.
Roman se colocó junto a ella y le puso la mano en la zona baja de la espalda. Aquel contacto hizo que la agitación que había sentido al entrar en The Inn se convirtiera en excitación pura y dura. La embargó una sensación de calidez, de pesadez en los pechos, y una palpitación inconfundible entre las piernas. Todo ello resultaba inapropiado en aquel momento y lugar, pero pronto estarían a solas, y pensaba despojarse no sólo de la ropa sino también de las inhibiciones.
Ajeno a los estragos que había causado en el cuerpo de Charlotte, Roman sonrió a los Innsbrook.
– Les presento a Charlotte Bronson.
Charlotte les sonrió mientras Roman y ella les estrechaban las manos. Charlotte miró alrededor para admirar la ambientación y el encanto europeos que destilaba The Inn. Techos con vigas de madera y paredes revestidas con paneles. «Cómodo» y «hogareño» eran las palabras más apropiadas.
«Vacío» fue otra palabra que pasó por su cabeza. No había nadie más.
– ¿Lo regentan ustedes?
Marian asintió.
– Pero está muy tranquilo en esta época del año. Aunque estamos a apenas una hora de Saratoga, todavía se notan los momentos de calma entre las escapadas de invierno y la temporada de carreras. Me alegro de que hayáis podido encontrar sitio con tan poca antelación.
– Y se lo agradecemos -repuso Roman.
– Con mucho gusto. Y ahora vamos a acomodaros.
Tras subir un pequeño tramo de escalera y recorrer un pasillo estrecho, Marian Innsbrook los condujo hasta una habitación tenuemente iluminada.
– Aquí está el salón. El dormitorio está arriba. Hay televisión por cable, y el termostato para controlar la temperatura es éste. -Se dirigió hacia la pared del fondo y les explicó el funcionamiento del sistema-. El desayuno se sirve a las ocho, y os podemos despertar a la hora que queráis. -Se dispuso a salir de la habitación.
– Gracias, señora Innsbrook -le dijo Charlotte.
– Llámame Marian, y no hay de qué.
Roman la acompañó hasta la puerta y poco después la cerró con fuerza. Estaban solos.
Roman se volvió y apoyó la espalda en la puerta.
– Creía que nunca se marcharía.
– Ni dejaría de hablar. -Charlotte sonrió-. Aunque me caen bien.
– Han estado en contacto con mi madre todos estos años, e incluso acudieron al funeral de papá.
– Qué detalle.
– Son buenas personas. -Se encogió de hombros-. Y mamá y papá venían todos los años para celebrar su aniversario.
Sus miradas se encontraron, la de ella oscura y apremiante, y se miraron de hito en hito hasta que él la apartó.
– No sé qué decir -admitió Charlotte.
Roman comenzó a acercársele.
– Se me ocurre que podríamos hacer muchas cosas más interesantes que hablar. -Se detuvo delante de ella.
La fragancia almizcleña de Roman le despertó un deseo tan intenso que las rodillas le cedieron y tragó saliva.
– ¿Y por qué no me las enseñas?
Roman emitió una especie de gruñido sordo que también revelaba su deseo. Instantes después, la tenía entre los brazos, la llevó escaleras arriba y la tumbó en la enorme cama de matrimonio, tras lo cual la besó con fuerza.
Había estado esperando lo que desconocía: ese beso intenso, exigente, que nunca acababa y que le producía oleada tras oleada de deseo carnal que le recorrían el cuerpo a la velocidad de la luz. Los labios de Roman eran implacables, aplastaban los suyos, y aquella embestida fogosa y húmeda avivó su interior.
Cogió la cara de Roman entre las manos y le pasó los dedos por el pelo, deleitándose con la suavidad sedosa, toda una contradicción con el cuerpo masculino y duro que tenía encima. Roman le recorrió la mejilla con la boca y luego descendió por el cuello, donde se detuvo para mordisqueárselo.
– Cuando te recogí y vi que llevabas este jersey escotado, no paraba de pensar en saborearte -le susurró al oído con voz sensual.
El deseo de Roman intensificó la lujuria y el valor de ella. Arqueó la espalda, apoyó el cuerpo en el colchón y empujó sus pechos deseosos y sus pezones endurecidos contra el pecho de Roman, para así ofrecerle todo el cuello.
– ¿Y bien? ¿Tengo un sabor tan bueno como imaginabas? Roman emitió otro de aquellos gemidos que tanto la excitaban y le hundió más los labios en la piel.
La sensación tirante de los dientes contra la carne encontró una respuesta entre sus piernas, el lugar que estaba y siempre había estado vacío…, y que lo estaría hasta que Roman lo llenase.
Roman se colocó mejor sobre ella, con la entrepierna caliente y pesada entre sus muslos. La tela vaquera era una barrera infranqueable, pero Charlotte sentía el peso y la fuerza de Roman, presionándola, buscando una entrada. Su cuerpo se agitaba debajo de él, quería algo más que las arremetidas de los cuerpos vestidos. Aunque nunca lo admitiría en voz alta, su cuerpo le recordaba lo que había intentado olvidar: llevaba toda la vida esperando a aquel hombre. Y ahora era suyo.
Y ella también era de él. Las grandes manos de Roman parecían apoderarse de ella mientras le recorría el cuerpo con las palmas, deteniéndose sólo alrededor de los pechos, para cubrirlos con sus manos, sentir su peso y acariciar luego los pezones con los pulgares. Dejó escapar un gemido que a ella misma la sorprendió.
Roman se irguió apoyándose en las piernas.
– No te imaginas el efecto que tienes en mí.
Charlotte soltó una carcajada convulsiva.
– Créeme, me lo imagino en parte.
Cuando Roman alargó la mano hacia la cintura elástica de sus pantalones, ella respiró hondo y esperó a que se los bajara de un tirón y se los quitara.
Sin embargo, se detuvo.
– En cuanto a la protección…
En la mayoría de los casos, hablar de ese tema le quitaba las ganas. Con Roman, se trataba de una dilación que ella no quería.
– Tomo la píldora -admitió Charlotte.
Los ojos de él brillaron de sorpresa y luego se iluminaron con el destello inconfundible del deseo. Charlotte se preguntó si estaría pensando lo mismo que ella, que lo único que imaginaba era a Roman en su interior, carne contra carne, sin barreras de por medio.
– Pero… -Charlotte era demasiado lista como para despreocuparse de otros temores.
A Roman se le tensó un músculo de la mandíbula, prueba de lo que le costaba contenerse.
– ¿Qué? -preguntó con una voz más suave de lo que ella lo hubiese creído capaz en momentos así.
– Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, y las pocas veces que yo…, usábamos protección. -Desvió rápidamente la mirada hacia la pared de color crema de la izquierda, escandalizada por el contenido íntimo de la conversación. De todos modos, no existía nada más íntimo que el paso que estaban a punto de dar.
Roman respiró hondo y Charlotte se preguntó si sus palabras le habrían sorprendido o incluso asustado. A los hombres no les gustaba pensar que una mujer se entregaba tan a fondo en una sola noche. Pero ella y Roman ya habían hablado del tema y sabían de qué iba el asunto.
– No temas, no soy promiscuo.
Al oír su voz, Charlotte volvió a mirarlo, temiendo el final de lo que todavía tenía que empezar.
– Tengo cuidado -prosiguió Roman-, y antes de viajar al extranjero me hago todos los análisis de sangre imaginables. -Se produjo un silencio incómodo-. Y eso que nunca antes me había preocupado tanto lo que pudiera pensar una mujer, así que no me dejes en suspenso.
Charlotte sintió un peso en el pecho y que se le formaba un nudo en la garganta al notar las muñecas de él entre sus manos, pero se negó a dejarse vencer por las emociones, no cuando el deseo era tan intenso y envolvente.
– Deja de hablar y hazme el amor, Roman, o podría tener que…
Roman la interrumpió bajándole los pantalones con un movimiento rápido, y Charlotte sintió el aire fresco en los muslos.
– Me gustan los hombres que escuchan. -De hecho, Roman le gustaba mucho. Más de lo aconsejable, pensó mientras se quitaba los pantalones.
Roman se levantó para desvestirse y Charlotte se quitó el jersey. Roman volvió a la cama desnudo y esplendoroso. La piel morena complementaba su pelo negro; los ojos azules se habían oscurecido de deseo… por ella.
– Me gustan las mujeres que no temen decirme lo que quieren. -Le colocó las manos en los muslos y le separó las piernas-. Las mujeres que no temen su propia sensualidad. -El rostro se le iluminó mientras observaba el sujetador y las bragas azules-. ¿A que no sabes cuál es mi color favorito? -le preguntó.
Charlotte se dispuso a responder, pero se lo impedían el tacto ardiente de Roman que le atravesaba la piel y el deseo líquido que le recorría las venas.
– Ahora mismo el azul. -Dicho lo cual, hundió la cabeza para saborearla.
Charlotte creyó que moriría de placer. Se preguntó si eso sería posible, y luego ya no fue capaz de pensar nada más. La lengua de Roman era mágica, se colaba por los orificios de las bragas hechas a mano. La lamió a conciencia alternándolo con persistentes chupeteos que le hicieron sentir dardos incandescentes por todo el cuerpo, mientras todos sus nervios suplicaban que parase.
Estuvo a punto de hacerla llegar al clímax en varias ocasiones, pero entonces suavizaba la intensidad de los lametones y ella se relajaba. Charlotte se contorsionaba y suplicaba hasta que Roman usaba de nuevo la lengua y los dientes para rozar apenas los pliegues más sensibles, con lo cual ella volvía a arquearse de placer. Pero Charlotte se negaba a tener el primer orgasmo sin que Roman estuviera dentro de ella. Necesitaba imperiosamente sentir esa conexión emocional con él, y cuando Roman entrelazó las manos con las de ella, supo que lo había entendido.
"Soltero… ¿y sin compromiso?" отзывы
Отзывы читателей о книге "Soltero… ¿y sin compromiso?". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Soltero… ¿y sin compromiso?" друзьям в соцсетях.