Sin mediar palabra, se deslizó a su lado, le quitó el sujetador y las bragas rápidamente y volvió a abrazarla.

– Tú sí que sabes. -Le apartó el pelo de la cara y, antes de que respondiera, le cerró la boca con la suya. Al mismo tiempo, presionó con la mano el monte de Venus deseoso y vacío. Charlotte volvió a sentir oleadas de deseo. Alzó las caderas y gimió, un sonido que llegó hasta la garganta de Roman.

Interrumpió el beso pero no apartó los labios.

– ¿Qué pasa, cariño? ¿Esto ayuda? -preguntó mientras le introducía los dedos.

El cuerpo de ella se estremeció.

– Hay algo que ayudaría más.

Roman también lo sabía. Aquel comedimiento no le resultaba fácil. Roman estaba disfrutando, pero si no la penetraba acabaría explotando.

– Dime qué quieres. -Necesitaba oírlo de sus labios besados.

– ¿Por qué no te lo enseño? -Tenía las mejillas encendidas de deseo y los ojos le brillaban de necesidad mientras alargaba la mano para sostener el miembro duro de Roman.

Roman no tenía que responder, sólo seguir sus indicaciones, y eso hizo. Se colocó encima de ella mientras Charlotte separaba las piernas y dejaba la punta del pene frente a la uve húmeda de sus muslos. Los preliminares habían llegado a su fin.

Roman la penetró, rápido, con fuerza. Charlotte le había dicho que había pasado mucho tiempo desde la última vez, y cuando los flexibles músculos de ella se contrajeron alrededor de su pene, supo que realmente había pasado mucho tiempo. Estaba húmeda y prieta y lo envolvía con un calor sedoso. Él comenzó a sudar copiosamente, no sólo porque estaba excitado y tan a punto de correrse que creía que estallaría, sino porque sentía que estaba en el lugar apropiado.

Era como estar en casa.

Roman abrió los ojos y vio su mirada sobrecogida. No era de dolor o incomodidad, sino de comprensión. Era obvio que compartía sus sentimientos.

Comenzó a penetrarla rápidamente intentando distraerse, alejarse de la realidad de sus sentimientos. En el pasado, el sexo siempre había sido una forma de liberación rápida y fácil. Ahora no.

No con Charlotte, no cuando el ritmo de ella complementaba el suyo, sus respiraciones iban al unísono y sus cuerpos se amoldaban perfectamente. Cuando llegó al clímax, a la vez que ella, Roman supo que nada volvería a ser igual.

Roman salió del baño y se encaminó hacia Charlotte, completamente desnudo y sin el más mínimo atisbo de vergüenza. Charlotte supuso que ya no tenían mucho que ocultar y no le importaba mirarlo. En absoluto.

Ella no estaba preparada para mostrarse tan impúdica. Cruzó las piernas y se cubrió con las sábanas.

– Me muero de hambre.

Los ojos de Roman se iluminaron con picardía.

– Yo puedo aplacar esa hambre.

Charlotte sonrió.

– Ya lo has hecho. Dos veces. Ahora lo que necesito es llenar el estómago. -Dio una palmadita en la sábana que le cubría el vientre. Se le había abierto el apetito y no la avergonzaba reconocerlo.

Lo que la avergonzaba era analizar su interior demasiado profundamente, porque no era la misma mujer que había entrado en el hotelito. Le parecía demasiado fácil estar con ese hombre encantador que prometía honestidad con la misma facilidad con que le garantizaba que se marcharía por la puerta.

Roman cogió la carpeta de cuero que había en la mesita de noche y repasó la selección de tentempiés para última hora.

– ¿Qué podemos tomar? -preguntó Charlotte.

– Pues no hay gran cosa, la verdad. Hay un surtido de galletas con tés variados o verduras con mostaza a la miel o salsa de queso azul, y refrescos. También hay fruta del tiempo. No sé qué será en esta época del año, pero lo que está claro es que tomaremos algo frío y no será casero. -Se rió-. Entonces ¿te pido las verduras?

Charlotte arqueó una ceja, sorprendida de que Roman se hubiera equivocado.

– Supongo que no me conoces tan bien como crees.

– Vaya, todo un reto. Entonces ¿quieres la fruta?

Charlotte arrugó la nariz.

– Roman Chandler, ¿con qué clase de mujeres sales? -Negó con la cabeza-. Olvida la pregunta.

Roman se sentó a su lado.

– Lo siento, demasiado tarde -dijo. Y tomándole la mano, comenzó a masajearle la palma de forma constante y tranquila. Su tacto era tan seductor como sus ojos hipnóticos y azules-. La reputación de los Chandler está sobrevalorada.

– ¿Ah, sí? ¿Tus hermanos no coleccionan mujeres?

– No digo que las mujeres no hagan cola por mí -la sonrisa pícara daba a entender que bromeaba-, pero las rechazo a todas. Me estoy haciendo mayor para las aventuras cortas.

A pesar de la expresión socarrona, Charlotte le arrojó una almohada.

– Dime una cosa, no me acuerdo bien de tu padre. ¿También tenía fama de tener a las mujeres a sus pies? ¿Eso es lo que intentáis emular los tres?

Roman negó con la cabeza.

– Mi madre era la única mujer que interesaba a mi padre, y viceversa.

– Ojalá mi padre hubiera correspondido a los sentimientos de mi madre como hizo el tuyo.

Roman ladeó la cabeza en actitud pensativa.

– En realidad nuestras madres no son tan distintas.

Charlotte no pudo evitar reírse.

– Bromeas, ¿no?

– No. Olvida el rencor que sientes hacia tu padre y piensa en esto; él se marchó de repente y tu madre lo ha estado esperando desde entonces, ¿no?

– Sí -repuso Charlotte sin tener ni idea de adónde quería ir a parar.

– Y mi padre se murió y mi madre nunca volvió a tener relaciones con otros hombres. Hasta esta semana, pero ésa es otra historia. -Aquella maldita mirada perspicaz se topó con la suya-. No hay tanta diferencia -añadió Roman-. Las dos dejaron sus vidas en suspenso.

– Supongo que tienes algo de razón. -Charlotte parpadeó, sorprendida de que tuvieran algo tan primordial en común.

Sin embargo, no había cambiado nada para ellos, aunque ahora Charlotte sintiera una mayor dependencia emocional de él. Maldita sea. Sus objetivos a largo plazo seguían siendo diferentes, algo que debía recordarse a sí misma mientras estuvieran juntos.

Las palabras de Roman resonaron en su propio interior. Su madre había dejado su vida en suspenso durante lo que parecía una eternidad. Al haber formado parte de la vida de su padre durante tanto tiempo, se había sentido perdida tras su muerte. De no haber pronunciado esa conclusión en voz alta, Roman nunca se habría percatado de que su madre no había seguido adelante.

– Pero al menos Raina vivió un matrimonio feliz. -La voz de Charlotte interrumpió los pensamientos de Roman.

Sus palabras lo hicieron reflexionar. ¿Acaso las mujeres querían vivir ese cuento de hadas, costara lo que costase, aunque se pasaran el resto de la vida en una especie de limbo infeliz? En el caso de su madre, ¿una felicidad breve a costa de la plenitud a largo plazo? En el caso de la madre de Charlotte, ¿perseguir una fantasía que nunca se haría realidad? Negó con la cabeza, ya que ninguna de las opciones le gustaba.

Había observado a su madre tras la muerte de su padre, el luto, el retiro y luego los pequeños pasos de vuelta al mundo real, pero nunca había vuelto a ser lo que había sido con su padre y tampoco había intentado redefinirse.

Roman se dio cuenta de que eso era lo que su madre había elegido. Igual que su elección había sido alejarse no sólo de su pueblo natal, sino de su familia y del dolor que veía en los ojos de su madre cada vez que estaba en casa, sobre todo al principio.

En aquel momento, Roman se percató de que había estado huyendo del apego emocional, del mismo modo que Charlotte huía de él. Ella temía sufrir el mismo dolor que había visto en su madre, día tras día.

Pero hacer el amor con ella le había mostrado que, en algunos casos, no existían alternativas. Estaban hechos el uno para el otro. No sólo porque la deseaba, sino porque quería darle lo que no había tenido: familia y amor. Lo que no sabía era cómo lo lograría sin renunciar a la libertad que necesitaba para su trabajo y su vida.

Le quedaba mucho camino por delante para demostrarles, a ella y a sí mismo, que esa forma de vivir les satisfaría, que sus vidas no tenían por qué ser una repetición de los errores de sus padres, sino que las construirían por sus propios medios.

Roman se dio cuenta de que eso implicaba un gran compromiso, no sólo con su familia, como había prometido, sino también con Charlotte.

La miró a los ojos y se enterneció.

– ¿Lo que quieres es un matrimonio feliz? -le preguntó.

– ¿Es eso lo que tú no quieres? -replicó Charlotte.

– Touché. -Le acarició la mejilla con un dedo.

Pobre Charlotte. No tenía ni idea de que ya lo tenía todo claro. Roman sabía que la quería… a ella. Estaba a punto de asaltar sus defensas y ella ni se lo imaginaba.

– Me he dado cuenta de que antes has cambiado de tema. Quería hablar de «mis» mujeres.

Charlotte se ruborizó levemente.

– Pues yo no.

– No hace falta que hables, sólo tienes que escucharme. -Con un movimiento suave, la tumbó boca arriba y se sentó a horcajadas sobre sus caderas.

Charlotte lo miró con el cejo fruncido.

– Juegas sucio y te has olvidado de pedir la comida -dijo.

– En cuanto acabemos esta conversación te traeré más galletas de las que podrás comerte. -Acercó sus caderas a las de ella en un gesto provocador y sensual.

– Eso se llama soborno. -Pero Charlotte tenía la mirada vidriosa, dándole a entender que la provocación erótica la había tentado. Su estómago escogió ese preciso instante para quejarse de forma ruidosa y echar a perder aquel momento. Sonrió con timidez.

– Supongo que si quiero comer no me queda otra elección que escucharte.

– Supongo que tienes razón. -Pero no pensaba seguir sin un poco de coacción erótica. Se apoyó en ella para sentir sus curvas y su piel tersa. «Joder, qué placer»-. Escúchame bien -dijo para evitar distraerse, puesto que había mucho en juego-. En primer lugar, siempre he estado tan ocupado que las mujeres casi nunca entraban en la ecuación de mi vida, lo creas o no. Pero te prometí que nunca te mentiría. En segundo lugar, tal vez no me haya comprometido con anterioridad, pero te aseguro que ahora sí lo estoy. Aquella afirmación lo sorprendió incluso a él y, obviamente, también a Charlotte, ya que se produjo un largo silencio.

Algo parecido al miedo brilló en los ojos de ella.

– Dijiste que nunca mentirías.

– Creo que esta vez debería sentirme insultado.

Charlotte negó con la cabeza.

– No te estoy llamando mentiroso.

– Entonces ¿qué?

– No conviertas esto -hizo un gesto entre los cuerpos desnudos- en más de lo que es en realidad.

– Oh, ¿y qué es «esto» para ser exactos? -preguntó Roman, porque necesitaba saber con exactitud a lo que tendría que enfrentarse cuando se viera en la tesitura de hacerle cambiar de parecer.

– Sexo -respondió Charlotte, restándole importancia a lo que habían compartido.

Aunque Roman era consciente de que se trataba de un mecanismo de protección, era innegable que le había dolido. Forzó una risa fácil.

– Me alegro de que no prometieras que nunca mentirías, cariño.

De ese modo le dio a entender que no creía lo que Charlotte le acababa de decir, y esta vez ella inspiró hondo, puesto que se dio cuenta de ello.

Roman también inspiró. El aroma del sexo flotaba en el aire y le excitaba y hacía que la deseara, a pesar de que hubiera trivializado lo que habían compartido. Él ya había expresado su punto de vista: habían experimentado algo mucho más profundo que el sexo.

Le separó las piernas con las rodillas.

– ¿Qué haces? -preguntó Charlotte.

– Has dicho que estabas hambrienta, ¿no? -Roman no esperó a que respondiera-. También has dicho que entre nosotros sólo hay sexo. -Colocó el glande del pene erecto entre sus piernas y la penetró lenta y metódicamente, con un movimiento hábil y palpable que a Charlotte no le quedaba más remedio que sentir. Él lo sentía, vaya que sí.

Charlotte separó los labios y los ojos se le dilataron mientras Roman la penetraba.

Le había preguntado qué estaba haciendo.

– Haré que te tragues lo que acabas de decir.

Le haría experimentar todos los sabores, tactos y sensaciones de modo que siempre formaran parte de ella. Le demostraría que lo que había entre ellos era profundo e importante.

Los movimientos intensos en el interior de Charlotte provocaron una reacción inconfundible, al menos a juzgar por los sonidos de placer que ella emitía.

Cada gemido que salía de sus labios se colaba en el interior de Roman y le producía una sensación de escozor en los ojos y un nudo en la garganta.

Luego, cuando yacía dormida entre sus brazos, Roman supo que ella ya formaba parte de él. «O puede que siempre haya formado parte de mí», se dijo.